Existieron a lo largo de la historia del Protectorado diferentes fuerzas indígenas en servicio, organizadas y mandadas de una u otra forma por oficiales españoles.
Se llamaba así a las fuerzas que controlaban puertos y fronteras y a todas aquellas que dependían del gobierno para mantener el orden en el Protectorado. Una Real Orden de 16 de septiembre de 1922 creó la Inspección General de Intervención Militar y Tropas Jalifianas y fue entonces cuando adquirieron más importancia. El primer jefe y fundador fue el General de Brigada Alberto Castro Girona y de dicho organismo dependían las Meha-las jalifianas, la Guardia personal de S.A. el Jalifa y la creación y control de Harkas y tropas auxiliares.
Se trataba de unidades indígenas pagadas con los presupuestos del Protectorado para garantizar el orden en los territorios ocupados y realizar también tareas de información, aunque impropiamente fueron a veces utilizadas en combate. Su actuación fue a menudo controvertida, sobre todo por la ineficacia de sus mandos en determinadas épocas.
Eran muy variables en cuanto a composición y efectivos. Se formaban para alguna operación concreta o por cortas temporadas, siendo licenciados al terminar. Los mandos eran indígenas pero iban acompañados de oficiales españoles en misiones de instrucción o como asesores. Fueron las Harkas, Gums y otras menos utilizadas.
En 1911, antes de instaurarse oficialmente el Protectorado en Marruecos, España ya estaba cansada de recibir muertos desde el norte de África. Cada envío de fuerzas peninsulares, sobre todo a Melilla, constituía un auténtico problema. Incluso existía el antecedente de la Semana Trágica de Barcelona, que se produjo para evitar el embarque de reservistas hacia Marruecos.
Existían realmente antecedentes sangrientos en los comienzos del siglo. La campaña de 1909 estuvo jalonada de desastres y el más importante fue sin duda el del Barranco del Lobo, que costó la vida a unos mil españoles y al propio General Pintos.
En 1911, los sucesivos gobiernos temían la llegada de noticias de Marruecos con listas de bajas españolas porque la opinión pública se rebelaba contra la situación. Se decía que los combates de África se hacían para proteger explotaciones mineras de los terratenientes y ello influía en la moral de las tropas y de las familias.
Los soldados españoles eran reclutados por un sistema injusto que obligaba a hacer la guerra a los pobres, mientras los ricos se libraban por el llamado sistema de cuotas. Esos soldaditos eran enviados a Marruecos con escasa instrucción y ridículos presupuestos. Mientras un soldado británico llevaba tras de sí un importante equipo, el español debía conformarse con un solo uniforme, una manta y alpargatas que se quedaban en el camino con las primera lluvias. Muchos de los fusiles eran de la guerra de Cuba y las ametralladoras y artillería estaban anticuadas y tenían escasa efectividad. Por otra parte, se les mandaba a combatir a un país extraño contra hombres duros que peleaban por su tierra. Faltaba por tanto la confianza en la victoria y la moral para el combate.
Por otra parte, los españoles tenían enfrente a guerreros profesionales. Los rifeños crecían combatiendo a sus vecinos y practicando continuamente con sus inseparables fusiles, con los que demostraban una puntería envidiable. Eran duros y no necesitaban complicadas columnas de municiones o intendencia. Cada combatiente llevaba su comida, su arma y sus cartuchos. Además conocían perfectamente el terreno y su religión les ayudaba a ser temerarios en el combate.
En 1911 el enemigo a batir en Marruecos era Mohamed el Mizziam, un hombre santo para los rifeños que tenía fama de invencible y predicaba la guerra santa o jihad contra los invasores españoles. Su rebelión parecía incontrolable y el número de bajas comenzó de nuevo a ser elevado. El prestigio de aquel santón que combatía a los europeos, aumentaba por días y las cabilas se iban uniendo, dando lugar a lo que luego se llamó campaña del Kert.
La solución a esta problemática parecía lógica: como hicieron otros países, había que crear fuerzas regulares formadas por habitantes del mismo Marruecos, para afrontar las misiones más peligrosas y evitar bajas peninsulares.
España ya tenía experiencia en la utilización de fuerzas indígenas. No había que remontarse a los Mogataces de Orán, pues la Milicia Voluntaria de Ceuta estaba formada por marroquíes, con antecedente en los llamados Moros Tiradores del Rif. Por otra parte, se contaba con una oficialidad entusiasta que en ocasiones conocía la lengua árabe y los dialectos que se hablaban en el norte de Marruecos. Solo era necesario contar con alguien que pusiera en marcha la idea.
Sin embargo, se tuvo muy en cuenta la organización de las fuerzas indígenas que utilizaban los franceses en los diferentes territorios. Eran estas los SUABOS, compuestas de argelinos, israelitas y franceses. Las COMPAÑIAS SAHARIANAS integradas por marroquíes, los TIRADORES ARGELINOS, con soldados de esta nacionalidad y de los países en que operaban, los SPAHIS, mayoritariamente argelinos y los TIRADORES SENEGALESES, todos creados a lo largo del siglo XIX. En total, más de 30.000 hombres, lo que hacía minoritaria la presencia de soldados europeos, si exceptuamos la Legión Extranjera.
El hombre elegido para mandar las primeras unidades de Regulares, fue el teniente coronel de Caballería Dámaso Berenguer y Fusté que, después de estudiar los antecedentes españoles y la experiencia sobre todo francesa en Argelia, organizó un primer núcleo de fuerzas indígenas, creadas a semejanza de las tropas peninsulares y encuadradas por oficiales o sargentos españoles e incluso dos oficiales moros por compañía. El primer escuadrón y la primera compañía comenzaron a recibir instrucción en el fuerte de Sidi Guariach, cercano a Melilla, por cuya construcción estalló la guerra de 1893.
Como anécdota, Emilio Mola cuenta que el primer encuadrado en los Regulares no fue Berenguer, sino el Veterinario tercero José Huguet. Días después se publicó el destino del primer Jefe, teniente coronel Berenguer.
Para los civiles y militares españoles era difícil entender que se armara e instruyera en tácticas de combate a rifeños que al día siguiente podían desertar. Por otra parte, muchos de los voluntarios eran gente dudosa, huidos de la zona francesa o desertores de las Mehal-las del Sultán, ya que la escasa paga hacía que se abriera la recluta, también a la zona francesa. Tantos temores inspiraban las nuevas fuerzas que el campamento principal fue trasladado al sector de Buxdar y sobre el mismo y dominándolo, se situó a la Brigada Disciplinaria para evitar cualquier sorpresa.
No solo surgió el problema de la posible deslealtad de estas fuerzas, sino que hubo importantes desacuerdos sobre la forma de organizarlas. La Policía Indígena, ya existente, pretendía controlar las nuevas unidades, pero Berenguer y los suyos opinaban que estas debían depender de los mandos regionales, tal y como ocurría con las tropas peninsulares. Así se decidió y los Regulares empezaron a combatir cerca del río Kert.
La primera unidad se creó por Real Orden de 30 de junio de 1911 y fue llamada Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas de Melilla num. 1, conservando este nombre hasta su cambio por el de Tetuán, en 1916. Al mando, como queda dicho, del teniente-coronel Dámaso Berenguer y Fusté, debía completar cuatro compañías de fusiles y un Escuadrón de Caballería.
Entre 1922 y 1924 alguno de los Grupos de Regulares habían cambiado sensiblemente su composición ya que los formaban tres Tabores de Infantería (a tres compañías de fusiles, una de ametralladoras y una sección de granaderos y explosivos) y otro Tabor de Caballería (con tres Escuadrones de sables y uno de máquinas automáticas).
Efectivamente, los primeros tiempos fueron difíciles. La recluta llevó a los Regulares a personas honradas, pero también a numerosos desertores, ladrones y salteadores de caminos. Mola explica que, a falta de medios económicos, el primer uniforme consistió “en una chichia, una chaquetilla corta de tela kaki abierta por delante, chaleco azul abrochado al costado, faja del mismo color, zaragüelles grandes de la misma tela que la chaquetilla, polainas de cuero, zapatos y babuchas. Como prenda de abrigo, la chilaba parda rifeña para infantería y el albornoz para caballería. El correaje era de tres cartucheras con una canana en bandolera”.
Los Regulares fueron recibidos con desconfianza y a menudo se destinaban unidades peninsulares a vigilarlos, cubriendo sus campamentos con ametralladoras. Los oficiales que los mandaban también corrieron enormes riesgos. El entonces capitán Juan Valdés Martell que moriría más tarde en la Harka de Abd el Malek y está enterrado en el cementerio militar de Tetuán, contaba la historia de dos marroquíes de Beni Mestara, del Marruecos francés, que se alistaron en su Grupo de Larache nº 4. Martel no se fiaba de ellos y ordenó que no se les pusiera de guardia juntos. La orden no se cumplió por despiste del cabo y los dos marroquíes de fugaron con el armamento y la munición, sin poder alcanzarlos posteriormente.
A veces, todo el servicio de seguridad de un campamento, más de veinte, desertaba en una noche dejando las instalaciones desprotegidas. Hubo complots contra oficiales y agresiones a estos y, a pesar de todo, el proyecto siguió adelante.
Pero volvamos a 1912 en la zona de Melilla, donde el prestigioso Mohamed el Mizziam capitaneaba la guerra contra España, con unos combates basados en la defensa de la ciudad de Melilla y las explotaciones mineras, porque aún no existía el Protectorado. La lucha de los rifeños entonces era contra unas tropas invasoras que pretendían mantener las referidas explotaciones mineras y la paz en los alrededores de Melilla.
Con todos los inconvenientes mencionados, las nuevas tropas de Regulares empezaron a combatir. Las deserciones aumentaron. El Mizziam ejercía una influencia decisiva sobre los indígenas y continuaron produciéndose desapariciones de áskaris o soldados que se pasaban al enemigo con su fusil y los conocimientos adquiridos. El fusilamiento de los desertores delante de sus compañeros no daba resultado alguno.
Más que vigilancia hombre a hombre, Berenguer era partidario de que el oficial al mando de cada unidad, se ganara a los componentes de ésta a base de prestigio y valor personal. Así opinaba el teniente Jaime Samaniego y Matínez Fortún que alardeaba de tener más prestigio para los hombres de su sección que el propio el Mizziam. Pronto habría de comprobarlo.
El 15 de mayo de 1912 -el Protectorado se crearía en noviembre de ese año- el General Navarro (que luego caería prisionero de Abd el Krim y sería Comandante General de Ceuta) mandaba una de las seis columnas que actuaron esa jornada contra el Mizzian. A sus órdenes estaban los tres Escuadrones de Caballería de las Fuerzas Regulares Indígenas de Melilla y debía ocupar el poblado al que llamaban Ulad ben Kadur.
El teniente Samaniego avanzó por la derecha cubriendo las alturas, Núñez de Prado con su unidad se desplegó por la izquierda y Berenguer avanzó por el centro con hombres a sus órdenes como los tenientes Franco y Mola.
Fue el teniente Samaniego el que tuvo que cargar contra los rifeños que se reagrupaban entre las rugosidades del terreno. Un certero disparo le hirió en el pecho, pero continuó la carga y entró el primero en la masa enemiga, siendo alcanzado por un segundo disparo. Samaniego cayó herido de muerte junto a su caballo que había sido acribillado también. Llegaron refuerzos y el enemigo tuvo que retirarse dejando a sus bajas sobre el campo.
Uno de esos muertos rifeños había sido identificado por los soldados españoles como jefe de la harka por su prestancia y atuendo. Ahora yacía inmóvil muy cerca del cadáver del teniente Samaniego. Tenía una carabina Mauser en las manos, revólver al cinto y sobre sí un sello personal, un rosario y un Corán. Enseguida fue reconocido. Era Mohamed el Mizziam, mítico caudillo de los rifeños.
El éxito fue enorme para los Regulares. Prácticamente ellos liquidaron la campaña porque los harkeños se disolvieron al conocer la muerte de su jefe, al que consideraban invencible por tener lo que los musulmanes llamaban baraka. El costo de la acción había sido importante pues hubo demasiadas bajas en las filas españolas y entre ellas la del teniente Samaniego muerto y los tenientes Núñez de Prado y Mola, heridos. Samaniego fue ascendido a capitán sobre el terreno, cerca del cadáver del Mizziam y cuatro años después, en abril de 1916, se le concedió la Laureada de San Fernando.La acción de Ulad ben Kaddur consagró a los Regulares como unidad de élite y comenzaron a olvidarse las dudas de los primeros días, para proceder a crear nuevos Grupos: Larache número 4 en 1914, Ceuta número 3 en 1915, Melilla número 2 en 1916, Alhucemas número 5 en 1922. Otras unidades serían organizadas después de la guerra civil.
En los Regulares siempre hubo deserciones. En la primera época, durante la guerra del Kert, la mítica figura del Mizzian consiguió que algunos abandonaran sus puestos. El santón rifeño aconsejaba a los áskaris robar armas y municiones y desertar en grupos, matando a los oficiales y suboficiales españoles.
Siempre fue importante aplicar el Código de Justicia Militar a estos soldados de Regulares que se pasaban al enemigo, pero ello a veces no fue posible. Un caso de la primera época de los Regulares aparece citado en los “Recuerdos de la guerra del Kert” de Antonio Serra Orts. En enero de 1912, un soldado de Regulares desertó en Buxdar con armas y municiones y huyó de su posición en dirección al enemigo. No contento con esto, se volvió e hizo varios disparos contra sus propios compañeros. Entonces salieron contra él varios Regulares de caballería y lo alcanzaron devolviéndolo a la posición.
Se le sometió a juicio sumarísimo en Zeluán y fue condenado a ser pasado por las armas, sentencia que aprobó el Capitán General, cumpliéndose en Taurit delante de las mismas Fuerzas Regulares, para que sirviera de ejemplo.
Las deserciones se repitieron esporádicamente y se utilizaban diversas previsiones como retirada del armamento por la noche, reparto controlado de municiones, establecimiento de vigilancia por tropas peninsulares, etc.
Cuando llegó el mes de julio de 1921, España afrontó la difícil experiencia de Annual, con las fuerzas Regulares en su peor momento: oficiales a veces sin experiencia en el mando de estos soldados, sueldos escasos y pagados con retraso, desconfianza en ellas y desprecio de los Regulares por los soldados peninsulares, ya que estos no combatían casi nunca.
En la posición de Abarrán, ya chaquetearon algunas fuerzas indígenas y a continuación se les empleó masivamente en los convoyes que pretendieron abastecer Igueriben. Después de varios días de derrotas continuas, tras haber sufrido gran número de bajas, sometidos a la propaganda de Abd el Krim para que desertaran y observando el nerviosismo de los mandos españoles, los Regulares de Annual estaban inquietos en su campamento. Tropas peninsulares habían sido destinadas a vigilarlos y se les regateaba la munición y el armamento.
Todo esto explica en parte que se produjeran deserciones masivas de Rehabíangulares durante la retirada, lo cual influyó poderosamente en la moral de las tropas europeas. El Expediente Picasso dice al respecto “Explicable es, por consiguiente, que, acostumbrado el soldado a la protección de las fuerzas indígenas, al faltarle su apoyo, desafectas y volviendo sus tiros contra él, se sintiera desamparado y abdicase de su moral, que no ayudaran a levantar ciertamente ni las circunstancias ni el escaso ascendiente puesto en juego por la oficialidad, también decaída en su espíritu”.
Sin embargo, junto a las noticias de las deserciones de Regulares, llegaban a Melilla otros Regulares desde Ceuta que, al mando de González Tablas, debían contribuir a la defensa de la ciudad y a la posterior reconquista del territorio perdido.
Fue después de la proclamación de la Dictadura por el General Primo de Rivera, cuando las Fuerzas Regulares desarrollarían su mayor actividad, consiguiendo señalados éxitos.
Quizás valga como ejemplo la llamada por los corresponsales de prensa batalla de la Loma de los Morabos que tuvo lugar los días 8, 9 y 10 de mayo de 1926. En ella intervinieron sobre todo fuerzas del Tercio, Regulares de Melilla, de Ceuta y de Larache con jefes tan destacados como Balmes, Fixer, Varela, Mola y otros.
Después del desembarco de Alhucemas que tuvo lugar en septiembre de 1925, las tropas estuvieron detenidas en un pequeño perímetro alrededor de la costa y, en la primavera del año siguiente, tras fracasar las negociaciones con Abd el Krim, se reinició el avance. Los rifeños habían tenido tiempo de reorganizarse y crearon una línea de fortificaciones defensivas al estilo europeo asesorados por desertores extranjeros entre los que se encontraba Joseph Klems, de la Legión Extranjera francesa.
Las trincheras enlazadas y los nidos de ametralladoras se extendían en cuatro lomas llamadas de las Trincheras, de los Morabos, del Árbol y del Cañón. Antes de conseguir ocupar ninguna de las posiciones citadas ya se habían sufrido 51 bajas de oficiales y 761 de tropa. El Gobierno desde Madrid ordenó suspender la operación pero, a pesar de todo, ésta continuaría.
Después de una intensa preparación artillera, la Harka de Tetuan y los Regulares de Melilla atacaron la Loma del Cañón que fue ocupada al asalto. Más difícil fue desalojar la Loma de las Trincheras donde los rifeños resistieron hasta el último hombre y tuvo que ser ocupada en lucha cuerpo a cuerpo por los Regulares de Ceuta y los legionarios de la octava Bandera, todos dirigidos por Varela.
La batalla de la Loma de los Morabos supuso la ruptura del frente rifeño que permitiría el avance hacia el corazón del Rif y una de sus principales consecuencias fue la rendición de Abd el Krim a los franceses unas jornadas después. En tres días fueron baja setenta y seis oficiales y más de mil soldados, la mayoría Regulares. Entre los muertos se encontraba el coronel Fixer.
Ya no se producirían actos conjuntos de deserción. Muy al contrario, unidades de Regulares se mantuvieron firmes en posiciones de difícil socorro. El rebenque o palo que llevaban los oficiales para animar a sus tropas, no era ya necesario.
En la zona occidental, en Yebala, los Regulares ocuparon el Yebel Alam, lugar santo para los musulmanes y poco después, el 10 de julio de 1927 el General José Sanjurjo firmó el Parte que ponía fin a la guerra. Casi 62.000 fusiles se recogieron en todo el territorio y los Regulares, a lo largo de Marruecos, volvieron a sus cuarteles para cooperar en la larga paz que viviría el Protectorado de Marruecos a partir de entonces.
*Este relato pertenece al libro Héroes y villanos y se publica con motivo del 108 aniversario de la creación de las Fuerzas Regulares Indígenas
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