La ciencia occidental parte de la errónea premisa de que el mundo que observamos es algo inerte y sin consciencia. La geografía tradicional es descriptiva, pero siempre se detiene en lo superficial. En la mayoría de las ocasiones el territorio es visto desde la perspectiva económica y social, es decir, como el escenario en el que se desarrolla la actividad económica y las relaciones sociales de las que personas que han ocupado u ocupan un determinado sitio. Se trata de una concepción simplista y materialista del espacio geográfico. Los historiadores, incluyendo a los arqueólogos, han dejado correr ríos de tinta describiendo lugares como el Estrecho de Gibraltar y estudiando las interacciones humanas con el medio y analizando las relaciones comerciales entre las poblaciones situadas a un lado y otro del brazo de mar que separa Europa y África, pero han descuidado el estudio de la dimensión sagrada del llamado “Círculo del Estrecho”.
Intentando ir más allá de lo evidente, pretendemos en este trabajo reflexionar sobre las relaciones que pueden establecerse entre el inconsciente humano y el potente paisaje del Estrecho de Gibraltar. No se trata de una idea original, al menos en su propósito general. En una entrevista grabada a la psicoanalista alemana Marie Louise Von Franz, la más estrecha colaborada de Carl Gustav Jung, declaró que le entusiasmaba la idea de abordar un análisis sobre los vínculos entre la psique humana y los paisajes, la cual, según la citada investigadora, tendría mucho que ver con el asunto de la sincronicidad. Según M.L.Von Franz se trataría de llevar a cabo una investigación en torno a la “geografía del alma”.
M. L.Von Franz no fue la única persona del llamado círculo de Eranos -cuyo polo fue sin duda C.G. Jung- al que le interesó la cuestión de la “geografía del alma”. Desde una perspectiva más espiritual, el arabista francés Henry Corbin dedicó una parte importante de su obra a lo que él mismo denominó la “geografía visionaria” (Corbin, 2006). En términos generales, el objeto principal de las reuniones del Círculo Eranos era el estudio de los símbolos. Todo lo que observamos puede ser objeto de una lectura simbólica. En la hermenéutica islámica se distinguen tres planos: el mundo sensible (zahir), el mundo intermedio (batin) y el mundo supraceleste. A través del desarrollo de la capacidad imaginativa, podemos superar la barrera de lo que llamamos geografía física y adentrarnos en el mundo intermedio o mundus imaginalis. En esta dimensión el único lenguaje comprensible es el de los símbolos.
Igual que percibimos los paisajes mediante determinados sentidos corporales, nuestra alma está dotada de unos órganos sutiles capaces de captar lo sublime y numinoso. Tal y como comentó Joseph Campbell, “lo sublime lo transmite un poder prodigioso o un espacio inmenso: cuando llegamos a la cima de una montaña, por ejemplo, y el mundo se abre ante nosotros…Cuando menos hay de uno, más sublime es la experiencia” (Campbell, 1997: 142). Gracias a la contemplación de los paisajes se abren puertas casi siempre cerradas al mundo de lo imaginal y los accidentes geográficos cobran un sentido simbólico generalmente oculto para la mirada profana. Para percibir el mundo intermedio es necesario que el espíritu del lugar haya encontrado su morada en nuestro corazón. El corazón pasa así a erigirse como un templo que aloja a la sabiduría. Cuando conseguimos que Sophia Aeterna regrese a nuestro templo -una vez que lo hemos despojado de obstáculos y ha quedado diáfano- la fuente del agua de la vida, existente bajo los peldaños de acceso al templo, rebrota y nutre la “tierra baldía” interior y exterior.
La idea del templo y la fuente del agua de la vida está estrechamente relacionada con un lugar imaginal citado en el libro sagrado del Corán conocido como “la confluencia de los dos mares”. En la Sura XVIII, que ocupa la centralidad del texto coránico, se alude a un personaje misterioso que vive, precisamente, en “la confluencia de los dos mares”. Hasta allí emprende su camino Moisés acompañado por su ayudante Josué para aprender de sabio al-Khidr. Descubre su morada cuando al cortar un pescado salado éste cae al mar y vuelve a la vida.No vamos a entrar ahora en contar con detalle el mito de al-Khidr, pero sí queremos dejar constancia en esta introducción que no es el único relato mitológico, cuyo tema central es la inmortalidad, que tiene como escenario el Estrecho de Gibraltar y Ceuta. En el primero de los mitos vinculados con la idea de la inmortalidad, el de Gilgamesh, se refiere al extremo de Occidente como el sitio en el que se encuentra la planta capaz de otorgar la eterna juventud a quien la coma. Hasta aquí también llegó el desdichado Ulises arrastrado por las olas para ser acogido por la ninfa Calipso en la isla de Ogigia. Este lugar, y sus inmediaciones, fue descrito por Homero como un paraíso terrenal en el que Calipso le ofreció la oportunidad de ser inmortal.
"Los historiadores, incluyendo a los arqueólogos, han dejado correr ríos de tinta describiendo lugares como el Estrecho de Gibraltar y estudiando las interacciones humanas con el medio y analizando las relaciones comerciales entre las poblaciones situadas a un lado y otro del brazo de mar que separa Europa y África, pero han descuidado el estudio de la dimensión sagrada del llamado 'Círculo del Estrecho"
Como el paso del tiempo, el mito homérico sobre Occidente se amplió tomando como protagonista al héroe Heracles y como actores secundarios al padre de Calipso, Atlas, y a sus otras hijas, las Hespérides, encargadas de la custodia del jardín presidido por el árbol de las manzanas de oro, igualmente capaces de otorgar la inmortalidad. Esta persistencia en la temática de la inmortalidad en la mitificación de los paisajes del Estrecho de Gibraltar puede explicarse, en parte, por la consideración circular del tiempo y el espacio en la antigüedad y en la Edad Media. Si bien Occidente es un espacio relacionado con la muerte, simbolizada por el ocaso del sol, a la muerte sigue la resurrección del astro rey y la continua renovación de la vida.
Los lugares relacionados con la renovación de la vida son considerados, en la cosmovisión mítica, “el centro del mundo”. A partir de este centro se dibuja un círculo sagrado que marca el límite entre el caos y el orden. Este último es establecido mediante una serie de rituales que permiten trasladar el orden cósmico al espacio que va a ser consagrado. La vinculación entre los poderes telúricos y celestiales queda establecida por el Axis Mundi, en muchas ocasiones simbolizado por el árbol de vida (Eliade, 2017). Los aludidos poderes del inframundo son simbolizados por cuevas o fuentes de agua. Así lo vemos en una representación del árbol sagrado del Jardín de las Hespérides (Campbell, 2018: 45, fig. 9). Sobre este esquema se desarrolla la idea del templo y de la fuente del agua de la vida que brota bajo los peldaños de su entrada, a la que ya nos hemos referido con anterioridad.
El Axis Mundi es un eje que comunica los tres planos de la existencia (ctónico, terrestre y celestial) y al mismo tiempo una columna que soporta al cielo. Por este motivo, y para darle más consistencia, el Axis Mundi adopta, en muchas ocasiones, la forma de una montaña. Siguiendo este planteamiento, el Estrecho de Gibraltar tendría un doble eje o Axis Mundi: las llamadas columnas de Heracles. La africana ha sido identificada, bien con el Monte Hacho, o bien con el Yebel Musa. En esta última podemos reconocer la figura tendida y petrificada del Atlante dormido, cuyo castigo por enfrentarse a los gigantes olímpicos fue soportar sobre sus hombros el globo celeste. No podemos encontrar una mejor manera de representar el concepto del Axis Mundi. Atlas sólo se libró de este castigo durante el breve lapso de tiempo en el que descargó su carga sobre los hombros del Heracles para ir a por las manzanas doradas del jardín de la Hespérides, una vez que el héroe había matado con una de las flechas a la temible serpiente Ladón que protegía el árbol de la vida. Con este gesto, Heracles asumió el papel de Axis Mundi y consagró su papel heroico.
La gran hazaña de Heracles fue romper el círculo sagrado del mundo conocido permitiendo que las aguas de la consciencia se vieran enriquecidas por las oscuras y tenebrosas aguas del inconsciente. Este acontecimiento tuvo una gran trascendencia, ya que inaugura un nuevo tiempo en el que la estructura de consciencia mágica y mítica empieza a ser sustituida por la consciencia mental. El círculo mágico es un arquetipo de la Gran Madre, así que su ruptura supone también el derrocamiento de la diosa y el ascenso del principio masculino como regidor absoluto de un devenir que adopta una forma lineal. Ya no existen barreras mentales para un progreso humano que, poco a poco, impone lo profano y barre lo sagrado. Si bien durante el imperio romano perduró la consideración sagrada de la naturaleza, observamos un progresivo arrinconamiento de las fuerzas sagradas y su concentración en religiones mistéricas de origen oriental, como los cultos a Isis, Cibeles o Mitra (Alvar, 2001).
El cristianismo asumió de manera velada muchas creencias y ritos paganos, pero desde su declaración como religión del estado tardorromano emprendió una feroz campaña para destruir cualquier rastro del paganismo. Se quemaron bosques sagrados, se arrasaron los santuarios y templos dedicados a las divinidades paganas, muchas de ellas femeninas, y se destruyeron sus esculturas (Nixey, 2018). Las divinidades del panteón clásicos fueron degradadas a la mera condición de demonios y sus adeptos perseguidos. Esta empresa de eliminación de cualquier forma de paganismo fue seguida y ampliada en Oriente por judíos y musulmanes. Con la expansión de estos últimos por el área mediterránea hasta alcanzar Occidente, apenas quedaron huellas del paganismo en las tierras conocidas. No obstante, la luz del conocimiento de las fuerzas profundas que rigen la naturaleza y el cosmos se mantuvo viva por los grupos minoritarios que practicaban las distintas expresiones de la gnosis en todas y cada uno de los grandes ámbitos religiosos. Sus creencias y ritos mágicos se siguieron practicando en la clandestinidad contando con el apoyo y el seguimiento de las clases populares. Aún hoy en día perduran en aquellos lugares en los que el llamado “progreso” no ha impuesto su concepción materialista del mundo.
Volviendo al “centro”, desde aquí, y sirviéndonos de las referencias geográficas, sobre todo de los puntos cardinales, podemos orientarnos. No sólo hablamos de una orientación espacial, sino también existencial y trascendente, tanto en el plano horizontal, como en la dimensión vertical. El centro es generalmente ocupado por un santuario o templo, y las calles de los primeros asentamientos y ciudades fueron orientadas según las líneas del orto solar, la luna y las estrellas. Desde el que ser humano comienza abandonar su condición de cazador-recolector y se asienta en el territorio de forma estable, pierde su sentido de la totalidad y nace en él el sentido de pertenencia a un lugar determinado. Como consecuencia de este cambio en la percepción del espacio emergen otros símbolos que dan estructura y consistencia al desarrollo del equilibrio psicológico (Campbell, 2019: 183). Uno de los símbolos de las primeras comunidades sedentarias del neolítico superior es el mandala, asociado en ocasiones con la esvástica, con animales y con figuras femeninas estilizadas. Se trata de un símbolo que aparece de manera frecuente en la cerámicas pintadas de Halaf y Samarra (circa 4.500 a.C.). Estos primeros mandalas, tal y como expuso J.Campbell (2019a: 189), “giran normalmente en torno al número cuatro, aunque ocasionalmente también lo hacen en torno al cinco, al seis o al ocho. Asimismo, las formas de cuatro gacelas se presentan también girando alrededor de un árbol, y en algunos de los casos, muestran hermosos pájaros cazando peces”.
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