El verano está llegando a su fin y en el horizonte temporal cercano amanece un nuevo curso político y educativo complicado. Si algo ha quedado claro en este periodo estival es que la catástrofe medioambiental es una realidad más cercana de lo que muchos aventuraban. Las crónicas periodísticas han ocupado buena parte de su tiempo televisivo y radiofónico o de sus columnas a los grandes incendios que han arrasado nuestros bosques y a la pertinaz sequía que ha obligado a adoptar medidas de restricciones del consumo de agua. Todo ello en el contexto de un conflicto bélico entre Ucrania y Rusia que además de causar miles de víctimas militares y civiles y de destruir pueblos y ciudades está obligando a los países pertenecientes a la Unión Europea a diseñar e implementar un plan de ahorro energético. La energía, como todos sabemos, es el motor de la economía y un suministro fundamental para el mantenimiento de nuestro actual modo de vida. Los problemas relacionados con los combustibles fósiles son anteriores al inicio de la invasión rusa de Ucrania. En Reino Unido se produjo un importante desabastecimiento de combustible que colapsó las gasolineras del país y obligó a la intervención del ejercito para controlar la situación.
Si analizamos con la suficiente perspectiva histórica el aprovisionamiento y consumo energético mundial, sobre todo en los países desarrollados, nos daremos cuenta de que estamos viviendo, desde mediados del pasado siglo XX, un periodo de superabundancia de energía debido a la extracción y uso masivo del petróleo y sus derivados. Esta situación ha permitido un crecimiento vertiginoso de la economía que ha conllevado un incremento de los niveles de confort en las sociedades avanzadas, pero que, al mismo tiempo, ha provocado un cambio global en el frágil equilibrio ecológico de la tierra. De esta última consecuencia de la generalización del uso del petróleo como principal fuente de energía se comenzó a tomar conciencia a comienzos de los años setenta coincidiendo con la primera gran crisis del petróleo. Por aquel entonces también se adoptaron medidas de ahorro energético como las que se han aprobado en nuestro país esta semana y se abrió la puerta a otras fuentes alternativas de energía, como la nuclear. El rechazo a esta última se convirtió en el principal caballo de batalla de los primeros grupos ecologistas que nacieron en los años setenta. Desastres nucleares como el de Fukushima o Chernobyl han dado la razón a quienes alertaron del peligro de jugar a aprendizajes de brujo con la energía nuclear, pero no parece que haya servido de mucho. Hoy mismo nos hemos despertado con la advertencia del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, de que Rusia ha puesto a Europa “a un paso del desastre radiactivo” después de detectarse ciertos “ataques terroristas” en la central nuclear de Zaporiyia, la mayor central nuclear de Europa. Esta central nuclear ha sido tomada cómo rehén por las tropas rusas y todo apunta a que va a servir a Rusia como arma de presión contra los aliados para que dejen de apoyar de manera militar a Ucrania.
El conflicto ucraniano no ha hecho otra cosa que acelerar el proceso terminal de la era del petróleo en la economía mundial. Desde hace varias décadas contábamos con la previsión de que por estas fechas alcanzaríamos el llamado pico del petróleo. A partir de este momento la disponibilidad de combustibles fósiles comenzaría a decrecer y, por tanto, su precio a elevarse afectando al conjunto de una economía cuyo motor funciona principalmente con los derivados del petróleo. Para amortiguar esta caída se incrementaron las inversiones en energías renovables, pero éstas no han sido lo suficientemente atrevidas y decididas para sustituir a las no renovables. Lo cierto es que, como han indicado algunos expertos, a día de hoy no contamos con fuentes alternativas de energía que puedan sustituir al petróleo y, de esta forma, mantener nuestros actuales niveles de consumo energético. No queda otro remedio de acelerar el proceso de transición ecológica que debe conducirnos a un escenario menos dependiente del petróleo y de los grandes flujos de mercancías en el que cobre de nuevo importancia el aprovisionamiento regional o local de los productos imprescindibles para la vida. Lo inteligente, dado el camino que están tomando las cosas, sería invertir el proceso de concentración poblacional en las grandes ciudades para dirigirlas de nuevo a los pueblos que aún cuentan con recursos hídricos y suelos fértiles. No se trata de un proceso histórico novedoso. La crisis del imperio romano también obligó al abandono de las grandes ciudades y el regreso al campo donde surgieron numerosas villas autosuficientes que permitieron el mantenimiento de la vida a muchas familias romanas.
La generación de nuestros padres, para aquellos que ya hemos superado el medio siglo, sobre todo aquellos que han vivido en pueblos limítrofes con ciudades, lo habitual era dedicar un tercio del terreno disponible a la vivienda y el resto al cultivo de hortalizas y frutas, además de a la cria de animales domésticos (cerdos, gallinas, conejos, etc…). Quienes se lo podían permitir disponían de un majal de olivos para tener garantizado el suministro de aceite. También disponían de aljibes para almacenar el agua de la lluvia y el excedente de agua que necesitan para mantener sus cultivos. Gracias a estas pequeñas explotaciones podían vivir de una manera frugal y sencilla, aunque sin las comodidades a las que nos hemos acostumbrado, como disponer de lavadora, lavavajillas o aire acondicionado. Quizá podríamos seguir disfrutando de algunas de estas comodidades si se descentralizara la producción energética mediante la eliminación de las trabas burocráticas que dificultad la autoproducción de energía en los hogares. En la actualidad las dificultades son enormes debido a la presión de las grandes empresas energéticas que nos tienen secuestrados.
Tal y como he apuntado con anterioridad, no creo que la crisis energética sea algo pasajero y que se resolverá cuando acabe la guerra en Ucrania. Estamos ante el fin de la era del petróleo y lo inteligente sería acelerar el proceso de transición hacia un modelo económico, social y político acorde con la dignidad humana y de las todas las formas de vida que pueblan la tierra. La historia nos demuestra que es posible una vida digna y plena sin tanto consumo de energía y de recursos naturales. La naturaleza es muy generosa y si se la cuida y cultiva con esmero puede aportarnos lo que necesitamos para mantenernos fuertes y saludables. Para ello resulta imprescindible emprender un ambicioso plan de restauración de nuestros bosques, zonas de cultivo, ríos, arroyos y de nuestro litoral para devolverles su mermada calidad ambiental. Los crecimientos urbanos deberán limitarse a la productividad de sus tierras cultivables colindantes y a las fuentes locales de suministro de agua. Ambos recursos serán lo más valiosos que disponga un territorio y su protección la máxima prioridad de una comunidad regida por la defensa del bien común. No necesitaremos tantos vehículos privados ni tantos aviones surcando el aire. El combustible que vaya quedando tendrá que utilizarse de manera contenida para el indispensable transporte público y para el mantenimiento de los centros de salud.
"Gracias a estas pequeñas explotaciones podían vivir de una manera frugal y sencilla"
La educación tendrá que preparar a nuestros niños y jóvenes del presente y del futuro para este regreso ordenado a la naturaleza como centro de nuestra economía y actividad cotidiana. No será fácil hacerles ver que vivir con menos no es sinónimo de vivir peor. El trabajo en la naturaleza les hará despertar sus sentidos y su sentimiento de aprecio por la tierra. No obstante, nada de esto será posible si no superamos el mito de la máquina y lo sustituimos por el de la vida. Nuestros ideales colectivos tienen que volver a sostenerse sobre los sólidos pilares de la democracia, la justicia, la igualdad, la sabiduría y la belleza. Si no lo hacemos corremos el riesgo de precipitarnos por un abismo en el que unos pocos atesoren de manera egoísta los recursos energéticos disponibles y hagan todo lo posible para evitar la transición ecológica que beneficie a la sociedad en su conjunto. Es muy posible que este tipo de postura sea adoptada por algunas o por muchas de las grandes corporaciones que dominan la economía mundial encabezada por la empresa petrolera Aramco de Arabia Saudí y seguidas por potentes corporaciones dedicadas a la tecnología como Apple o Microsoft. En el plano político también es fácil detectar las resistencias a emprender medidas de ahorro energético y, en general, de limitación a las actividades con incidencia negativa en el medioambiente. Para el bloque de la derecha ideológica, la economía tiene prioridad sobre las personas y la naturaleza. No están dispuestos a hacer el más mínimo sacrificio para que la energía llegue a todos los hogares a unos precios razonables. Muchos conciudadanos lo están pasando muy mal al tener que hacer frente a facturas de luz de 150-200 euros, al que deben sumar el gastos en agua o en unos alimentos cada vez más caros.
Ceuta es un lugar muy expuesto a las grandes convulsiones económicas que se avecinan. Contamos con un escaso territorio, bastante desordenado y muy deteriorado, a pesar de su enorme valor y fragilidad, en el que vivimos un elevado número de personas. Las desiguales económicas en el seno de la sociedad ceutí son muy desproporcionadas y el riesgo de quiebra social es realmente alarmante. Los importantes fondos públicos nacionales y europeos que han llegado a nuestra ciudad no se han dedicado a impulsar la transición ecológica de la que estamos hablando en este artículo. Las políticas medioambientales han sido la hermana pobre de la acción de los gobiernos de Juan Vivas. Toda la carne en el asador se ha puesto en el ladrillo y de forma prioritaria en el centro urbano. Llegue el dinero que llegue este gobierno nunca va a apostar por la conservación de la naturaleza. Prefieren una escuela de pilotos de helicóptero o renovar el puerto deportivo que reforestar nuestros montes, restaurar el litoral o rehabilitar las viviendas de nuestras barriadas. Veremos a ver qué sorpresa nos depara el próximo PGOU, pero todo indica que el modelo desarrollista continuará vigente hasta agotar todo el suelo disponible haciendo inviable cualquier intento de regreso a la naturaleza.
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