Para esos chicos no es un crucero de placer, tampoco un safari pleno en emociones; menos aún un pic nic de una tarde de verano. No, no es nada de eso, es algo más, es el camino en busca de una solución.
Me decía un amigo encargado de encontrar respuestas a los viajes a Siria que no encuentran motivos para semejante acción, que no entienden nada, que se encuentran sin razón, que no tienen nada. Es normal, es muy normal que no entiendan ni comprendan nada, pues buscan y miran lo que no existe, y siempre lo hacen en la dirección equivocada. Es que por ahí no hay nada; en todo caso, cenizas, y con ellas una mayor incomprensión, una mayor inquietud y, por consiguiente, una vuelta a empezar hacia la nada.
El problema es de tipo social, y se circunscribe a una barriada determinada. Es desde ahí desde donde empieza a gestarse la tragedia. Sería impensable que unos chicos que viven en el Revellín o en la Gran Vía se fuesen a Siria o a cualquier otro lugar para luchar y morir por un ideal de causa y justicia.
La dramática situación de estos chicos, unida a la de sus familias, supone un aldabonazo a la conciencia de una sociedad que claudica sin el menor atisbo de vergüenza ante el egoísmo individual y de grupo.
La marcha de estos chicos debería golpear en nuestras conciencias con fuerza inusitada; sin embargo, nada de eso sucede; antes bien, leemos y pasamos página. Ya nada importa. Nadie da un paso para pedir explicaciones a una situación que desgarra familias, que trae tragedias y muerte. Nadie dice nada. Nadie puede explicar por qué sucede y por qué se van.
Ellos son una muestra de que algo no se ha hecho bien y de que se sigue haciendo mal. Ellos son la prueba de un fracaso social, de convivencia, el fracaso de un modelo cultural y el fiasco de un modelo educativo, así como el fracaso de una forma de gobernar una ciudad a la hora de premiar y repartir méritos y oportunidades. Han venido a demostrar que tienen razón para hacer lo que hacen, pues sin esa razón no se irían, y por eso se van, porque la tienen. Es tanta que lo dejan todo.
La idea de que la religión ha sacudido sus mentes a través de inoculadores especializados, que les hacen ver paraísos y vida eterna sin igual, no es tan cierta como muchos creen, pues es más porción la que tiene que ver con el asunto de las desigualdades sociales, la falta de oportunidades, la determinación de que el futuro es para unos pocos, de que el hoy es el mañana, y de que esta noche es igual a la de que está por venir dentro de veinte años, de que tus hijos no verán mejor futuro que el que ya vives, y así un innumerable carrusel de elementos que no hacen sino castigar, aún más si cabe, una vida ya de por sí en desesperanza permanente, una vida en busca de identidad, en busca de ilusiones.
El modelo educativo de los Países Bajos contempla que los niños tengan acceso a su lengua y a su religión desde corta edad. Eso conlleva, entre otras cosas, que los niños no tendrán que luchar por su identidad, lo que significa que no habrá reproches, que no habrá estigmas.
No existe un solo musulmán en esta ciudad que no tenga su propia lucha de identidad, cada uno vive la suya a su manera, ya incluso en grado de no mención, pero la tiene.
Un hombre puede tomar la determinación de dar la espalda a su lengua y a su identidad, puede hacerlo, y se hace; sin embargo, tal acto de bandidaje contra sí mismo sólo trae perdición y desencanto, pues no ser lo que eres implica inexistencia cierta.
Es ésta la masa, y a ella se unen otros aditivos, tales como la religión y la determinación de que existe solución.
Los chicos de Siria no son hijos descarriados; antes bien, son los que nos han dicho al oído que las cosas no se hicieron bien y que siguen igual.
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