Metáfora. La imagen actual de Ceuta es la de un autobús que circula sin frenos por una pendiente, a gran velocidad, con un conductor en estado de shock, sin que nadie sea capaz de predecir el desenlace final. Ni el cuándo, ni el cómo. Y lo que es aún peor, sin que nadie (de los de dentro) se sienta con la fuerza suficiente para detener la marcha, ni nadie (de los de fuera) muestre el menor interés por hacerlo.
Los pasajeros (atónitos, asustados, nerviosos, inquietos o indignados) callan o murmuran haciéndose preguntas sin respuesta. Algunos han decidido saltar ya del vehículo (con tristeza y pesar), otros aguardan la ocasión más propicia, otros (los más fieros) se conjuran para no abandonar, y otros muchos, sencillamente, se dejan llevar porque carecen de alternativas (en términos psicológicos o económicos).
Así se sienten “los ceutíes de toda la vida”. El abatimiento es indisimulable. Cada mañana nos recomponemos, respiramos hondo, buscamos destellos de esperanza hilvanados por recuerdos e ilusiones que nos hicieron creer en esta tierra. Y seguimos. La vida siempre sigue de un modo u otro.
Pero en el lugar más recóndito de nuestra conciencia aparece la fatídica sentencia: “esto está perdido”. Entonces nos rebelamos. Cerramos los ojos. Y nos asimos, como niños o niñas sobrecogidas, a un algo intangible y esotérico que terminará por ordenar el caos. Nos basta con repetirnos el “eso siempre se ha dicho y nunca ha pasado nada”.
Y seguimos. La vida siempre sigue de un modo u otro. ¿Qué ha cambiado? ¿Qué ha sucedido (diferente) que haya precipitado los acontecimientos provocando esta nueva situación? Podríamos resumirlo diciendo que la inmigración y el terrorismo han derrotado a Ceuta. Desde hace décadas los ceutíes sabemos que estamos en un tablero de juego diplomático en el que se dilucida nuestro futuro.
El contencioso entre España y Marruecos por la soberanía de Ceuta estaba envenenado desde su origen. Porque es muy complicado ser amigo de un enemigo. Fuimos conscientes (hace ya un cuarto de siglo) de que “íbamos perdiendo la batalla”. Sin embargo, una explosión de júbilo nos embargó cuando el Gobierno de España (del PP, aunque con apoyo de todas las fuerzas políticas) intervino militarmente en el conflicto del Islote Perejil. España estaba dispuesta a frenar el anexionismo de Marruecos, incluso con las armas si fuera preciso. El tiempo ha demostrado que, en realidad, aquel episodio fue sólo un espejismo.
Una gratuita exhibición de fuerza de un líder político imbuido de un patético y anacrónico espíritu militar. Porque rápidamente la política de todos nuestros Gobiernos se recondujo al ámbito pactado entre ambos regímenes (monarquías los dos) de “mantener el status quo en espera de escenarios más favorables”. Ceuta y Melilla seguían siendo “cuestiones de estado”. Veíamos cómo la balanza se seguía inclinando en contra de Ceuta. Por razones fundamentalmente económicas. Los intereses de las grandes empresas españolas en Marruecos, crecían exponencialmente.
Las alianzas internacionales de este país con potencias como Francia o Estados Unidos, también influían en sentido contrario a los intereses de Ceuta. Pero, a pesar del evidente desequilibrio, de nuestro lado seguía estando la opinión pública española (de manera muy mayoritaria), nuestro orgullo de nación, y un lógico apoyo de la Unión Europea a las tesis de “no crear conflictos entre socios y amigos”. Y así, más mal que bien, sobrevivíamos.
Los partidos del régimen nos engañaban. Nosotros nos dejábamos engañar (postura mucho más cómoda que afrontar la verdad). Sin embargo, se han producido dos fenómenos de naturaleza política que han terminado por entregar a Marruecos todas las bazas. Uno. El llamado terrorismo islámico.
Me parece oportuno reproducir en este momento una frase de Yuval Noah Harari: “El terrorismo es el arma de un segmento marginal y débil de la humanidad. ¿Cómo ha llegado a dominar la política global?” Es ciertamente tan sorprendente como real. Marruecos se ha convertido en una pieza clave en la lucha contra el terrorismo.
La simple insinuación de que pudiera, por cualquier motivo, relajarse en esta función, provoca un estremecimiento brutal y generalizado. El argumento de negociación (o chantaje, según se prefiera) es de tal magnitud que “sacar la banderita de Ceuta” en un contexto de negociación permanente se ve hasta ridículo (empezando por nuestros propios compatriotas). Dos. El fenómeno de la inmigración se ha convertido en el principal problema de la Unión Europea. Ha sido, de hecho, la causa del frenazo del más ambicioso y avanzado proyecto político, probablemente de la historia de la humanidad.
No es preciso ampliar el argumentario sobre el enorme impacto que esta cuestión está teniendo en cada uno de los países del la UE, y en el conjunto del ente supranacional. Marruecos, también ha asumido un papel preponderante en la política de contención de la inmigración. Podemos reproducir milimétricamente los argumentos expuestos anteriormente respecto al asunto del terrorismo. ¿Ante una hipotética “bajada de brazos” en la lucha contra la inmigración, qué peso pueden tener las causas de Ceuta (y Melilla)? Da miedo imaginar los resultados de una encuesta en nuestro país.
La diabólica combinación de estos dos factores, sumados a los argumentos tradicionales, ha convertido a Marruecos en el claro ganador del pulso. Así lo sienten. Y están dispuestos a gestionar su ventaja sin prisas ni traumas; pero sin pausa ni concesiones. La inestabilidad política de España (provocada por el conflicto catalán) también juega a su favor.
Su (conocida) estrategia de arrinconarnos hasta convertirnos en “una colonia” insostenible entre países aliados, se ve en estos momentos reforzada y acelerada. Están dando pasos de gigante con la clara connivencia del estado español, y la vergonzosa pasividad del pueblo de Ceuta.
Vuelve al escenario la misma (recurrente) pregunta de hace cuarenta años: ¿Los partidos políticos de ámbito nacional defienden realmente los intereses de Ceuta? ¿Alguno de ellos es capaz de zafarse de la enorme hipoteca que supone “hacer entender a Marruecos que la españolidad de Ceuta (y Melilla) está por encima de cualquier argumento político por consistente que este sea (incluidos la lucha contra el terrorismo y la contención de la inmigración? Desde la honestidad sólo hay una respuesta posible y creíble: no. La experiencia (universal) ante este tipo de tesituras es concluyente: sólo el pueblo afectado puede librar esta batalla.
Sólo los ceutíes, desde la unidad y la fe en la defensa de nuestra tierra, estamos en condiciones de procurar un cambio en la actual correlación de fuerzas. Si no total, si al menos parcial. Resucitar el localismo, como movimiento político de naturaleza transversal que encarna la lucha de Ceuta por su dignidad, desde la convicción de que “nadie lo hará por nosotros”, es la única y la última posibilidad de revertir la situación y detener el autobús. Lo que falta por saber es si después de tanto castigo, tanta derrota, tantos desengaños y tanta frustración, conservamos aún la energía suficiente para regenerar un proyecto utópico.
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