Adolfo Hernández Lafuente Seguimos analizando la autonomía de Ceuta con el fin de llegar a un diagnóstico sobre su adecuación, sus necesidades, su capacidad y las posibilidades para desarrollarla. Ahora debemos establecer qué es la autonomía de Ceuta y pensar sobre todo en qué debería ser. Son estas dos preguntas a las que debemos responder con una óptica realista; es decir, contemplando la realidad tal y como es, si bien ello no significa el renunciar a imaginar una sociedad que también debe ser guiada por los ideales. De modo que, al hacerlo, debemos mirar las condiciones concretas que el autogobierno nos permite, teniendo presente que debemos huir conscientemente, en todo caso, del populismo, que tantas frustraciones ha generado al manipular esta causa imprudentemente. Cuando invocamos el realismo lo hacemos para contemplar la autonomía como realmente es, pero, como hemos afirmado, debe hacerse sin renunciar a imaginar una autonomía “ideal”, lo que significa que es a partir del racionalismo político como debemos concebir una autonomía empírico-pragmática. Esta óptica contrasta y se diferencia de los patrones seguidos por las reivindicaciones populistas, tan apegadas a la estimulación de los sentimientos, aún a costa de la razón. Porque la esencia de los populismos es, como actitud general, especular con los sentimientos de la gente. Aunque hablamos de evidencias muy reconocibles en la realidad, hoy en día los politólogos comienzan a rechazar el uso del concepto populismo, debido principalmente a que el fenómeno populista se está extendiendo a la mayoría de los partidos, pero es importante definir a qué modos de acción política nos estamos refiriendo.

Para superar esta dicotomía, deberíamos tender no solo a preguntarnos qué es la autonomía, sino que convendría abordarlo desde un planteamiento empírico que tienda a preguntarnos cómo funciona, o mejor dicho, cómo debería funcionar

Usaremos para ello una reciente y útil definición, elaborada por el historiador Álvarez Junco, quien en su artículo Virtudes y peligros del populismo (El País, 11/11/14) sintetizaba los parámetros que lo caracterizan. En primer lugar, resumo, “basan su discurso en la dicotomía Pueblo/Anti-pueblo”; en segundo, carecen de “un programa concreto”; en tercero, “los llamamientos emocionales dominan sobre los racionales”; en cuarto, sus líderes se identifican con el pueblo, con el que al parecer tienen una conexión especial; y en quinto, “prosperan en un contexto institucional deteriorado”. Vayan pensando qué les recuerda esto. El independentismo catalán, claro está. Pero rebobinen el pasado. ¿Qué sucedía en esta ciudad en los tiempos que se reclamaba la autonomía? La cuestión, durante el largo periodo de desencuentro, estuvo marcada, no por discrepancias concretas en el contenido del régimen de autogobierno, que con pocas exigencias se abordó en las negociaciones, sino porque a partir de las elecciones locales de 1983, comenzó a plantearse como un “agravio a la españolidad” el hecho de que Ceuta y Melilla fueran las dos únicas ciudades del territorio nacional que no se habían constituido en Comunidades Autónomas. Era una llamada a los sentimientos, una causa general que reclamaba emociones y exigía adhesiones. ¿Quién podía estar contra ella? La demanda de equiparación entre territorios y entes políticos tan diferentes en capacidad y recursos, basada en razones de “españolidad”, se convirtió en un elemento perturbador e incluso irracional, cuando precisamente se estaba tratando de perfeccionar el ordenamiento interno sin poner en cuestión que las partes que se adecuaban eran meramente de orden “interno”, es decir, exclusivamente españolas. Es más, era por esa precisa razón por lo que se estaban adecuando, porque siendo partes integrantes de España, habían de acomodarse al funcionamiento general de la nueva organización territorial del Estado. Desde 1982 el gobierno socialista presentó a las Cortes unos primeros proyectos de Estatuto, semejantes al presentado por UCD en su etapa anterior de gobierno, e incluso en julio de 1988 se estuvo a punto de alcanzar un acuerdo entre los representantes del Estado y los de los Ayuntamientos, pero la radicalización y la reiteración de los respectivos planteamientos alejaron la posibilidad de lograr el consenso. Se hablaba en nombre de todo el pueblo, no existía un proyecto alternativo concreto de autonomía, sino solo la equiparación con las regiones autonómicas, los llamamientos emocionales no dejaban espacio para la reflexión y, en consecuencia, el contexto institucional quedó fuertemente fragmentado. Por un lado, los defensores de sendos Estatutos de Autonomía para dos ciudades definidas por su realidad territorial y poblacional y, por el otro, la posición liderada por los partidos locales, que movilizaron a un importante sector de la población hacia un movimiento “nacionalista” enfrentado a los principales partidos españoles y desconectados de la problemática del funcionamiento del sistema autonómico en su conjunto. Desde la perspectiva que nos proporciona el tiempo transcurrido, las evidencias son un lujo que podemos permitirnos. En este sentido, ni el proyecto que se convirtió en el actual Estatuto de Autonomía vulneraba la Constitución (se invocaban como violados la Disposición Transitoria 5ª, y los artículos 137, 147 y 148 del texto constitucional, ahí es nada), como se afirmaba en el “Informe Jurídico sobre el proyecto de Estatuto de la Ciudad de Ceuta”; ni “ampliaba ligeramente las competencias municipales”, como también se afirmaba, lo que quedó desmentido por el posterior proceso de transferencias del Estado a la Ciudad así como por su mera comparación con los poderes exclusivamente locales de los que disfrutan el resto de las ciudades españolas; ni el Estatuto dejaba de garantizar el Régimen especial económico-fiscal, cuestión que los partidos opositores alegaban, y cosa que por si mismo se rechaza comprobando cómo su vigencia durante todos estos años no solo lo ha garantizado sino que, incluso, lo ha perfeccionado; ni iba a ser aprobado por una Ley Orgánica ni iba a tener sanción real, como libremente se especulaba y los hechos pusieron en su sitio, estando el Estatuto aprobado por Ley Orgánica con la preceptiva sanción real; ni hubo presiones marroquíes sobre su contenido, como algunos afirmaban saber que iba a suceder; ni, sobre todo, durante todos estos años transcurridos se ha calificado a Ceuta como una colonia, cumpliéndose como ruidosamente se esgrimía la tercera condición de la Resolución 1541. En conclusión, deberíamos terminar diciendo que estas dos ópticas son incompatibles entre sí y lo son, también, con un racionalismo comprensible. Mientras la una se ha utilizado especulando con los sentimientos de la gente, la otra no logró dar explicaciones suficientes sobre su singularidad. De manera que, para superar esta dicotomía, deberíamos tender no solo a preguntarnos qué es la autonomía, sino que convendría abordarlo desde un planteamiento empírico que tienda a preguntarnos cómo funciona, o mejor dicho, cómo debería funcionar. Son muchos los condicionamientos reales que limitan la amplitud de la capacidad con la que podríamos ampliar nuestra autonomía. El tamaño del territorio y de la población, los primeros; la capacidad de nuestra economía y de nuestros recursos humanos, a continuación; o el volumen de nuestros indicadores al ser comparados con cualquier ratio de distribución de los recursos. Y así un largo etcétera. Tendríamos que aprender a convivir con ellos como uno aprende a convivir con una enfermedad crónica. Pero el sistema constitucional tiene instrumentos para resolver el problema. Hace falta saber distinguirlos y aprender a manejarlos, recurrir justificadamente a la solidaridad y al principio de igualdad de todos los españoles y, en definitiva, invocar con cierta solemne intención la trascendencia del lugar que ocupamos en la diversificada tierra española.

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