Opinión

El re-cultivo del jardín de ceuta

La geografía prefigura el devenir histórico de los lugares. Ceuta es un claro ejemplo de ello. Somos una puerta que se abre tanto hacia el interior de África como a la orilla meridional de Europa. Fenicios y romanos fueron los primeros en aprovechar el puerto natural de Ceuta para sus transacciones económicas y el desarrollo de la industria pesquera y salazonera. Al tomar conciencia de su valor estratégico el Estado romano, allá por el siglo III d.C. -según parecen indicar los resultados de las intervenciones arqueológicas en el Baluarte de la Bandera- decidió amurallar el istmo ceutí. Sobre estos primeros lienzos se apoyaron nuevas murallas en época bizantina, islámica, portuguesa y española. A pesar de estas murallas Ceuta fue, casi siempre, una ciudad abierta a nuevas ideas y mercancías procedentes de los puntos más dispares y alejados del mundo conocido. Así, según transcurrieron los siglos, esta ciudad llegó a ser uno de los puertos más importantes del Mediterráneo.
Ceuta, en época medieval islámica, fue un lugar de pescadores, artesanos y comerciantes principalmente. Su riqueza económica propició el cultivo de la religión, la ciencia, la cultura y el arte. En el siglo XIII, al caer la región de Murcia y Sevilla en manos cristianas, muchos musulmanes buscaron refugio en el norte de África, en especial en Ceuta. Los gobernantes ceutíes de aquellos tiempos tenían la potestad de aceptar o negar la solicitud de acogida a los emigrantes andalusíes. Este filtro fue especialmente permeable para las familias ricas y para los sabios. Estos últimos enriquecieron las raíces culturales, científicas y artísticas en una tierra que era “el lugar donde se reunían todos los sabios (majma´al-´ulama). También se la consideraba “la fuente de todas las ciencias”. Autores, como Ibn Abd al-Munim al-Himyari (1494), señalaron que “en todas las épocas, Sabta ha sido siempre uno de los centros científicos”.
Resulta digna de reflexión la escasa importancia que se le ha dado a este papel histórico de Ceuta como centro de sabiduría y de la ciencia medieval. Por desgracia, el desprecio al periodo andalusí ha sido una constante en la historiografía española hasta hace pocas décadas. Esta incuestionable desatención al periodo medieval islámico de España ha sido analizada, entre otras cuestiones, por el investigador Steven Nightingale en su obra “Un jardín en Granada. La fruta prohibida de al-Andalus” (Almuzara, 2018). Tal y como indica el mencionado autor, la dictadura franquista tomó de manera literal y figurada la bandera y los emblemas de los Reyes Católicos (el yugo y las flechas) en la reconquista contra los infieles que tomaron la patria en el 711. Poco quedaba ya en pie de la cultura andalusí, de sus libros que fueron quemados por orden del Cardenal Cisneros en la Plaza Bib-Rambla; de las casas vacías en el Albaicín tras la expulsión de los judíos y musulmanes; de los palacios y jardines de la Alhambra convertidos en una ruina ocupada por indigentes. El renacer de estos espacios palatinos vino de la mano de la mirada sensible y cultivada de viajeros extranjeros como el diplomático americano Washington Irving (1829) o el investigador galés Owen Jones (1832). Entre los nuestros, solo intelectuales y artistas de la talla de Federico García Lorca demostraron suficiente altura de miras para considerar que la destrucción de la cultura de al-Andalus “fue un momento malísimo, aunque digan lo contrario en las escuelas. Se perdieron una civilización admirable, una poesía, una astronomía, una arquitectura y unas delicadezas únicas en el mundo, para dar paso a ciudad pobre, acobardada…”.
Lo dicho por Federico García Lorca sobre la Granada nazarí podría aplicarse a la Ceuta mariní. La toma lusitana de nuestra ciudad un día como hoy (21 de agosto), pero de 1415, supuso la expulsión, muerte o cautiverio de sus habitantes. Aquí no hubo capitulaciones ni nada parecido. Los tropas portuguesas se hicieron en pocas horas con el control de Medina Sabta y, acto seguido, expoliaron las casas y expurgaron las mezquitas. Los intentos de recuperar la ciudad resultaron infructuosos, a pesar de contar con el apoyo de los nazaríes. La desesperanza se transformó en el lamento de sabios musulmanes como al-Ansari. Su descripción de la Ceuta que les fue arrebatada por los portugueses comienza enumerando las tumbas y santuarios de los sabios, santos, científicos y poetas que hicieron de este lugar uno de los centros científicos y culturales más importantes de Occidente. Buena parte de lo que al-Ansari describió fue abandonado o destruido. Lo poco que quedó en pie fue enterrado por el tiempo o derruido, como sucedió con la madrasa Al-Yadida. Cuando el llamado progreso llegó a Ceuta a comienzos del siglo XX los picos, las palas, y luego las máquinas excavadoras, empezaron a remover la tierra para sacar a la luz los vestigios de la esplendorosa Medina Sabta. Con gran esmero y dedicación, arqueólogos como Carlos Posac o Emilio Fernández Sotelo se encargaron de recuperar una ingente cantidad de restos arqueológicos que fueron engrosando los fondos de la Sala Municipal de Arqueología. Luego llegamos otra generación de arqueólogos que proseguimos la labor de los mencionados pioneros de la arqueología ceutí. Siguiendo los principios éticos de nuestra profesión ninguno de nosotros hemos despreciado o desatendido el estudio de los materiales medievales islámicos identificados en el transcurso de nuestras intervenciones arqueológicas. Por el contrario, investigadores como Fernando Villada, José Manuel Hita o Virgilio Martínez Enamorado han logrado poner a Ceuta en el sitio que le corresponde en el mundo de la arqueología medieval islámica de nuestro país. Se han publicado muchos libros y artículos sobre la Ceuta hispanomusulmana, además de organizarse exposiciones temáticas sobre distintos aspectos de Medina Sabta o vídeos divulgativos (por ejemplo el reciente reportaje sobre la Ceuta de al-Ansari), pero tengo la sensación de que buena parte de la población ceutí desconoce los detalles sobre nuestro importante devenir histórico.
El mito del progreso mantiene como uno de sus principales paradigmas la confusión entre pasado y trasnochado. La modernidad considera que el pasado nada tiene que enseñarnos ni tiene ninguna utilidad en nuestro presente o futuro. Desde mi punto de vista, este desprecio al pasado mina los cimientos del provenir. Comparto la idea defendida por Patrick Geddes sobre el espíritu de los lugares y la latencia de posibilidades para el desarrollo de sitios como Ceuta que todavía no han sido suficientemente valoradas y exploradas. Estas semillas enterradas en el subsuelo de Ceuta esperan que sean hidratadas con el agua de la vida para que broten y den sus frutos. Serán frutos adaptados a nuestro tiempo, pero igual de nutritivos para el alma. Ceuta fue una de las importantes ciudades en las que floreció la cultura andalusí en forma de tratados religiosos y místicos, grandes obras filosóficas, astronómicas y emotivos poemas. El re-cultivo de este “jardín” corresponde a nuestra actual generación y las venideras. Empecemos, pues, por buscar estas semillas ocultas que fueron enterradas por los grandes santos, sabios, científicos y artistas que vivieron en Ceuta. Hagamos de estos personajes el espejo en el que se miren nuestros niños y jóvenes para reconocerse como sus legítimos herederos y continuadores de su obra. Tenemos motivos de sobra para sentirnos orgullosos de nuestro pasado sin ningún tipo de distinciones ni absurdos prejuicios carentes de veracidad. Ninguna civilización puede presumir de no haber escrito páginas oscuras a lo largo de su historia. No se trata de idealizar ninguna cultura, pero tampoco es justo minusvalorar todo lo que civilizaciones, como el islam, han aportado a la humanidad y a la historia de nuestro país y de nuestra ciudad. Por desgracia, la ignorancia y los prejuicios se unen en la mente de muchas personas para construir discursos que atacan a la dignidad de nuestros vecinos musulmanes, polarizan a la sociedad y ponen en peligro la convivencia.

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