Colaboraciones

“Quo vadis?”, Ceuta

Apartir de cierta edad la preocupación por tu propio futuro personal se apacigua. Según cumplimos años el futuro se estrecha y el pasado ocupa cada vez más espacio en tu recuerdo. Con cierto esfuerzo uno empuja ambos extremos para dejar hueco al presente, que es lo único que realmente tenemos. Desde este presente impregnado con la madurez que te aporta los años crece en ti la capacidad de anticipación, contando, eso sí, con la imprevisibilidad de los acontecimientos. La sabia pareja del conocimiento y la intuición son los padres de la anticipación y cuentan con la ayuda inestimable de la memoria. Esta familia está dotada del don de ver en la realidad del presente la probable imagen del futuro. Ayudados por el conocimiento, la intuición y la memoria es posible identificar los hechos del presente que, como la mala hierba, pueden impedir la venidera cosecha. Como saben los agricultores y jardineros el trabajo de eliminar la mala hierba hay que acometerlo de manera constante.

Todas las cosmogonías de las distintas civilizaciones que han poblado la tierra tienen en común que parten de la lucha entre el caos y el orden. Los dioses o los héroes semidivinos eran los encargados de traer el orden a un mundo amorfo y tenebroso. Todo cambió en la antigua Babilonia cuando los primeros astrónomos reconocieron un patrón organizativo en el movimiento de las planetas y la posición de las estrellas. Lo que aprendieron al observar el firmamento lo aplicaron a la organización del tiempo y el espacio. El concepto fundamental que aprendieron fue que todo respondía a un ciclo constante y, hasta cierto punto, predecible. El día sucedía a la noche, y la noche al día. Las estaciones se sucedían una a otras año tras año. La aparición de estrellas como Sirio anunciaban sin error la crecida del Nilo. Llegaron incluso a predecir los eclipses y el paso de algunos cometas. Surgió así la idea o arquetipo del eterno retorno, estudiado de manera magistral por el mitólogo Mircea Eliade. Este sabio pensador puso de relieve en sus obras que durante buena parte del desarrollo de la humanidad el mundo podría considerarse ahistórico. El mundo se renovaba año a año. Durante los días previos al cambio de año se recreaba de manera ritual y simbólica el caos previo al orden traído por los dioses.

El círculo vital y cósmico se rompió de manera definitiva en el siglo XIX, cuando se impone la idea del progreso. Desde entonces vivimos en una realidad histórica en la que el pasado es despreciado por anticuado y el futuro mirado con ciega confianza. Sin embargo, esta supersticiosa creencia en las bondades del vigente sistema ideológico y económico se ha quebrado en las últimas décadas. Empieza a percibirse que el futuro puede que no sea tan benévolo con el pasado que hemos dejado atrás. Nuestro cielo está cada día más contaminado y alterado por las emisiones de los gases efecto invernadero; en los mares han surgido islas de plásticos; los ríos se han convertido en lenguas de glaciares de basura; las montañas han pasado a ser, en casos como el Everest, parques temáticos. No hay que irse muy lejos para notar las consecuencias de la acción humana sobre el planeta. Los paisajes de Ceuta están siendo alterados con construcciones legales e ilegales que rompen el orden y la armonía natural de esta tierra. Los acantilados están colmados de residuos y el mar no hace más que vomitar plásticos. Los arroyos que antes llevaban agua ahora han sido rellenados para que transiten vehículos motorizados de dos y cuatro ruedas. Cabe, entonces, hacerse la pregunta: “Quo Vadis?”, Ceuta.

Igual que la forma geométrica que distinguía al pasado era el círculo, la del presente es la línea recta. Roto el círculo no hay otra salida, según nos dicen, que avanzar hacia adelante. Todas las indicaciones luminosas señalan un único camino. El tiempo está limitado por el reloj y el espacio acotado por las carreteras. Hay que correr y correr, crecer y crecer. No hay alternativa posible. Vemos el precipicio a pocos metros, pero, aun así, nos empujan para sigamos corriendo. Sobornan a la gente ofreciéndole entretenimientos que distraigan su mente y alivien su desesperación. Pero de poco valen todas estas distracciones. Hasta los más ingenuos empiezan a tomar conciencia de la farsa en la que vivimos y de la perversidad del modelo de sociedad que tenemos. Ya no llegan a la ficticia meta los mejores, sino aquellos que cuentan con el apoyo y el beneplácito del complejo del poder. Los impostores currículos son fabricados en despachos para aupar al poder a aquellos que no tienen escrúpulos a la hora de mentir, manipular y servir a los verdaderos amos del mundo. La ética se ha divorciado de la política y la pensión alimenticia que le corresponde a la conciencia es pagada en petrodólares. No hay excusa más burda para dejar al margen la ética que el argumento de que si no lo hago yo otro más listo se aprovechará. Las decisiones éticas, como ya lo dijo Aristóteles, deben atender en exclusiva a la conciencia del individuo y nunca a la corrupción ambiental. Lo que ocurre es que la corrupción es tan profunda y tan extendida en el entorno del poder que ningún cuerpo sano es capaz de sobrevivir en este putrefacto hábitat. Nadie puede llegar a las cotas más altas de poder con las manos y la mente limpia. El sistema repele al instante cualquier intento de intrusión de personas con sólidos principios éticos y morales.

Cada día son más los que de manera consciente y voluntaria, o bien de forma involuntaria, abandonan esta absurda carrera a ninguna parte. La vida, sin duda, es lucha y trabajo, pero hay muchas maneras de ganarse el sustento. Como escribió Henry D. Thoreau: “los hombres y los jóvenes aprenden todo tipo de oficios, pero no cómo convertirse en hombres. Aprenden a levantar casas, pero no están bien alojados, no son felices en sus casas, como lo es una marmota en su hoyo. ¿De qué sirve una casa si no dispones de una planeta decente donde levantarla, si no soportas el planeta en el que está?”. La virtud sólo está al alcance de quienes mantienen una viva y entusiasta armonía con la naturaleza, tal y como dijo Marco Aurelio. Podríamos decir, siguiendo este argumento, que el actual estado de la naturaleza no es más que el reflejo de la generalizada ausencia de virtud cívica. La fuente de la virtud, ética y moralidad está en la propia naturaleza. Ella es equilibrada, generosa, fuerte y vital. Walt Whitman contemplando un hermoso álamo amarillo aprendiendo una de tantas lecciones que nos ofrece la naturaleza: “la lección que imparte el árbol”, escribió Whitman, “quizá la principal lección moral surgida de la tierra, de las rocas, de los animales, es esa misma lección que inmanencia, de lo que es, sin la menor preocupación por la opinión o los gustos ajenos”.

Llegar a ser lo que somos es la principal meta de la vida. Frente a la masificación, la uniformización de mente y la apariencia, el conformismo, el mecanicismo y la atomización la respuesta correcta es la individuación. No debemos confundir individuación con individualismo. Tener personalidad y una identidad propia no implica erigirse en un atroz egocéntrico. En el centro de nuestro ser reside lo común a todo lo viviente. Allí se almacenan los arquetipos que nos hacen humanos y nos permiten lograr una vida plena y significativa. Quien mira a lo que Carl Gustav Jung denominó “el sí mismo” descubre lo original, lo concreto y lo realmente trascendente. Mirar hacia dentro, sin perder de vista nuestro entorno, hace que la espiral de la vida se mantenga en movimiento. Necesitamos que nuestra vida social descanse sobre los sólidos cimientos de la bondad, la verdad y la belleza. Estos pilares han sido excavados en el rico suelo de nuestro inconsciente colectivo. De allí emanan hacia la superficie los símbolos que permiten la expresión de pensamientos, sentimientos y emociones. El subsuelo de Ceuta, como metáfora real del devenir del tiempo, esconde las semillas de arquetipos y símbolos que han sido borrados por el infatigable olvido. Aunque suene a paradoja el futuro de Ceuta está asociado más que nunca a su pasado. Si pretendemos conservar lo que tenemos y ofrecer oportunidades para una vida digna a las generaciones presentes y venideras, debemos recuperar parte del pensamiento mítico característico de la mayor parte de las civilizaciones que han pasado por Ceuta. La cosificación de la naturaleza y de los seres humanos ha llegado demasiado lejos y es hora de recuperar el “Anima Mundi” que todo lo envuelve y penetra.

Merece la pena que, de vez en cuando, nos paremos a reflexionar para preguntarnos: Quo Vadis? Ceuta. Si seguimos por el mismo camino destruiremos este sagrado y mágico lugar, y haremos inhabitable nuestra morada. La única esperanza que tenemos es que consigamos abrir los ojos de los ceutíes para que contemplen el valor de esta pequeña península norteafricana y sepan apreciarla. A partir de este despertar es posible reactivar el espíritu de Ceuta y empezar a restituir, en un siglo más o menos, algunos de los componentes naturales que permiten una vida humana plena y rica. Según vuelva la vida a nuestros montes, arroyos y a los monumentos abandonados la fuente de la vida volverá a brotar y mejorara nuestra salud física y psíquica. Igual no viviremos más años, pero el tiempo que estemos aquí será mucho más gozoso y placentero.

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