Hussein vive en el puerto. Las
escolleras son su refugio en Ceuta, como lo son para otros
niños marroquíes convertidos en su familia. En uno de sus pies ennegrecidos y protegidos por unas chanclas viejas de verano, muestra unas pequeñas marcas
reflejo de las quemaduras sufridas. Dice que le echaron pegamento, que estaba dormido y se despertó cuando su pie comenzaba a arder. No recuerda bien qué pasó, prefiere quitarle importancia a lo sucedido. Él es uno de los dos niños marroquíes que han sufrido quemaduras en los últimos días en zona portuaria tras incidentes con otros menores. Natural de
Castillejos, entró en Ceuta durante la avalancha de mayo de 2021 dejando atrás a sus 10 hermanos. Tiene otro en la Península, con él quiere reunirse cuando consiga cruzar. Mientras tanto merodea por el puerto porque no quiere permanecer en ninguno de los centros de acogida locales.
En algunos periodos concretos sí ha estado retirado de la calle, pasando a depender de la red de asistencia social que opera en Ceuta a través del área de Menores y de entidades sociales. Pero han sido eso, periodos, momentos marcados por una temporalidad que impide que Hussein lleve una vida normalizada.
En algunas épocas este niño ha permanecido con asistencia
Con más niños como él -dice tener 13 años aunque no los aparenta-, pernocta en la zona portuaria durmiendo dentro de los coches calcinados reconvertidos en camas de chatarra, entre los huecos de las escolleras o al raso, cerca del mar. Todos juntos hacen piña. Entran y salen sorteando los muros con los que la Autoridad Portuaria ha blindado el puerto o esperando que el puesto de control donde permanece la Guardia Civil y la Policía no esté tan protegido. Es entonces cuando trepan y acceden a la zona restringida con lo poco que consiguen en la calle. Trepan o, entre ellos mismos, hacen una particular escalera humana subiéndose uno por encima del otro. Hussein y otro chico más fueron atendidos por la Guardia Civil tras ser víctimas de estos episodios.
En su caso cree que le echaron pegamento y así le quemaron; del otro menor no sabe por qué le seguían para prenderle fuego a su camiseta pero asegura, sin concretar en qué se fundamenta, que ha perdonado a sus agresores. ¿Por qué lo hacen? No sabe. Para él son quemaduras que se olvidan. Grupos reducidos de niños convierten la zona portuaria en su refugio, son los que quedan de otros tiempos en los que la presencia era mayor. Muchos de aquellos niños se marcharon por sus medios de manera irregular a la Península, otros terminaron acogidos en los centros de la ciudad, pero hay una particular resistencia que se niega a esa acogida y opta por la calle. Rechazan dormir bajo techo, comer, asearse. Su vida se mueve entre la incertidumbre de no saber qué puede pasar hoy y mucho menos qué les deparará el mañana. Sin higiene, con cuatro prendas muchas de ellas rotas, pero sintiéndose un grupo, terminan formando parte de lo que se ve, del ambiente que se ha normalizado sin ser normal, de un panorama propio de una frontera sur en donde niños, algunos menores de diez años, apuran los días entre las escolleras buscando cómo colarse para alcanzar el otro lado. Es lo poco que tienen claro.