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Que te mato, leche

La relación de la pareja de Jaén –en la que el marido tiene causas pendientes con la Justicia y en la que la acusación de malos tratos continuados de la mujer solo venció a la lealtad que ella creía deberle a su marido, cuando intentó matar al hijo de ambos con un hacha– traen a los juristas e instituciones a la gresca.

El hecho es claro:  viven juntos, atados por la necesidad –de él– de buscarse un refugio que no puede pagarse con sus 400 euros de pensión y ella, que es consciente de que el mal la acecha, reconoce abiertamente,  que no puede “dejarle tirado como a un perro”. Entenderán ustedes bien esta relación, cuando les hable con tecnicismos, pues es la constatación de la diferencia entre mutualismo y parasitismo. Aquí no hay una mutua complacencia en la relación, igual o paralela, sino que el hombre acusado, sentenciado y apartado con una orden de alejamiento, no le da nada a ella, sino que parasita de su generosidad, metiendo a los hijos comunes, en este mismo dilema. “Es nuestro padre”, dicen cabizbajos y suponemos que sometidos durante años, a la realidad de tener que aguantar sus malos modos. No olvidemos que es un hombre que ha tenido grescas verbales y manuales hasta con los agentes del orden, por lo que los hijos de la pareja deben estar saturados de mala información y creerse que eso es lo cotidiano, como cuando las vecinas de Pepita, la madre de la  Quirós, en la segunda aguada, se sorprendían porque a ella su marido no le pegaba.                                                                                                                                         
Los tiempos no han cambiado para todas, porque la mentalidad se mama de las ubres materna, se mama por intolerancia genética a los golpes, a los malos modos y a la hijoputez de un tío que se aprovecha de los cuartos traseros nobles en mitad de la noche.                                                                                                                                          
Hay que tener mucha memoria para recordar lo que le pasó a Ana Orantes, que murió abrasada por la pira que su marido había preparado solo para ella, en mitad del patio de su casa, porque un juzgador les había obligado a compartirla , por no tener el hombre más modo de vivir dignamente.  Años después, uno de sus hijos varones siguió los pasos a su padre, harto de ver un rol maltratador que se salía con la suya , que se inyectaba en su conciencia y que iba destrozando –poco a poco– todo lo que tocaba.                                                                                                                                 
La muerte de Ana Orantes, su valentía al revelar en 1997 lo que pasaba dentro de las casas, le costó la vida. Supongo que por eso  a algunos nos duele tanto que se vulneren las órdenes judiciales y que sigan pasando cosas, como la de la convivencia entre víctima y verdugo, por parasitismo o porque la víctima asume un rol de dejadez , de ausentismo de lucha , que la lleva derecha a las puertas del matadero.                                        
Hay muchas mujeres, demasiadas, que han dejado hecha su piel a tiras porque ellos las han matado, tratándolas –aún en vida– como humanas dianas, vilipendiándolas y destrozando todo resto de libertad o rebeldía. La mujer de Jaén ya es anciana, ya está lisiada de alma y encima se siente obligada a socorrer al que casi mata a su hijo con un hacha, porque ya dicen “está viejo y enfermo” y además “no tiene adónde ir”, y claro, cómo no, necesita quien le cuide y quién mejor que la alfombra bien tullida y acostumbrada a tragarse todas sus mierderías. Pues señora, diga que no, échele ovarios y hágale frente, que no es su sangre precio baladí, ni existe  excusa para perdonarle, que no es solo que sus hijos sean ya mayores para que él los lastre, sino los recuerdos envenenados que les regaló, lo malo que fue y lo perro que seguirá siendo, cuando usted le echa el café o cuando la mira , como si le perteneciera como una esclava. Un día le molestará lo que sea y le claveteará el alma , separándosela de la vida y no verá más usted a sus nietos y él aún estará feliz porque morirá cuidado por el Estado, con celda limpia y comido que,  para colmo, es lo único que le importa, nunca, señora mía, su pobre vida, de víctima atada a la ruina.

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