Cuando llegas a una edad, el mundo se te hace infinito. Las arrugas no pesan, sino la vida del que las lleva. Sabes dónde estás y ya no te culpas, porque hiciste lo que podías, ahogándote en tu propia hiel. Este mundo nuestro, es difícil, porque nadie nos entiende y entre nosotros mismo, como dice la Sombra, lo que más hacemos es darnos puñaladas. El arte es para los pintores, los que escribimos como mucho somos amanuenses.
Buscamos el Dorado y nos ciega, porque no existe como bien sabía Lope de Aguirre, pero aún así ciegos perdidos, persistimos, muestra indudable de nuestra infinita idiotez. No esperamos llegar, porque ya somos chanclas usadas, manuscritos perdidos en el emilio de un editor que no nos contesta, artículos de revista leída y tirada y carne de cañón para rellenar huecos. No esperamos nada, y sin embargo, cuando suena el teléfono y nos dicen que hemos llegado, aunque sea a despecho del inglés, nos emocionamos tanto que nos deja la agonía y nos invade el llanto, hasta que nos damos cuenta, insensatos, que para nada sirve esta nueva mueca en la culata.
Seguimos en la brecha, porque se nos hace abismo dejarlo y ya se nos llenan los ojos de historias nuevas, aún no contadas y queremos ser nosotros, ególatras, el que las para, cuando nacemos sin aparato reproductor de sueños, ni mente genial espilvariana. Cuando pasan dos décadas y sigues ahí, mirando el panorama, te das cuenta de que la inutilidad llama y que eres mariposa claveteada por alfileres, sin poder mas que lucir las alas. Este mundo nuestro es catatónico, nefasto porque vivimos de hacer realidad el entretenimiento de los otros, pero no somos artistas ni improvisamos los pasos, ni sabemos subir la audiencia haciendo una morisqueta magistral, en mitad de un programa televisivo. Somos los Lázaros revividos que caminamos a trompicadas, que zombeamos en las ferias del libro más para que se nos vea que para vender editorialadas, que mas nos valdría estebanizarnos para sacar tajada.
Nunca veremos los laureles si nuestro santo padre de los cielos, ni siquiera tiene huesos de santo que llevarse al cementerio. El que de tantos es relamido, el que a tantos nos ha bautizado con sus letras bien dispuestas, con sus argumentos estructurados. Don Miguel que no está en los cielos, sino en los bajos rematado, mármoles y monjas arrugadas y militares de rango y obispos le custodian en el mundo real, cuando los que le veneramos solo vemos reata de presos y ladrones y picaros, saliendo bajo su capa. Las estatuas nos limitan, los corsés nos oprimen porque solo somos metáfora de nosotros mismos, embebidos en nuestro agujero negro que no es más que dos manos y un teclado, apurando las horas, los ojos que ya no ven y la perra historia que no se deshilvana hasta que no le sale de las ancas. Llegas a un momento existencial, en que te das cuenta de que ya no llegas, de que te quedaste chiquito con ganas para subir al estante de encima, donde la mermelada, los zumos y las golosinas que soñaste cuando empezabas , parecían tan apetitosos. Luego lo ves al él, al fénix retratado, delgado y mascullado y le dices “gracias, maestro”, no por ser tú sino por dársete él, porque disfrutaste el viaje y eso nadie te lo puede quietar, porque las historias empiezan y no acaban más que cuando tú quieres y eso es divinidad de levantarte cada mañana, no sabiendo con qué te acostarás.
Las arrugas sí pesan, pero también quitan el sudor y elevan los pensamientos, dándonos ese verdor a árbol maduro y pensante que no se ve, pero que da la sombra a los que quieren abrazarse a él. Ya no te culpas porque los conociste a ellos y fue por esto que no sabes ni cómo se llama ni qué es, mas que desazón y ganas, frustraciones y tormento y luego , como drogados, vuelta a empezar de cero. Ruleta loca que no da fortuna, loco y ahogado en la misma carta, emperatriz de juego de tronos y Juana la loca, embobada , clamando ,embrujada. No se hará un nuevo día en que no deseemos estar vivos,. No se hará una sola noche que no nos reste un relato, un artículo periodístico , un embozo o un arrebato. Seguiremos como muertos en vida, como vivos con agonías de pecado. Porque pecamos de soberbia y de egolatría, porque nos creemos tocados.
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