Reconozco que me encanta la Teoría del tarro de ketchup. No sé a quién atribuirle la paternidad –quizás ni su autor recuerde haberla esculpido–, pero la he escuchado varias veces en las últimas semanas, colándose a través de esos púlpitos profanos en los que se han transformado las tertulias radiofónicas. El planteamiento es tan sencillo como gráfico: España es como uno de esos botes pegajosos que anidan en las hamburgueserías. Aprietas y aprietas y nunca sale nada, pero cuando menos lo esperas vuelves a apretar y sale todo de golpe, salpicando todo lo que encuentra a su paso.
El símil, muy socorrido, sale a relucir cada vez que alguien se interroga sobre por qué vivimos en el paraíso de la improvisación. Este no es país de términos medios ni de planificación. Aquí, como buenos mediterráneos, siempre nos hemos jactado de ser más cigarra que hormigas, que para lo último ya nacieron los fríos centroeuropeos y los gélidos nórdicos, muy ordenados y cuadriculados ellos, pero desconocedores de la conjugación del verbo trasnochar. “Sólo en [la calle] Antón Martín hay más bares que en toda Noruega”, clama desde hace años Sabina. No, planificar no va con nosotros. Si el tarro está lleno exprimamos el ketchup, que cuando se acabe ya idearemos cómo sobrevivir sin él.
Alguno de los miles de sesudos asesores que han desfilado por los ministerios, consejerías, diputaciones y ayuntamientos de este país deberían confesar algún día por qué nunca se diseñó un plan B para el modelo económico, por qué se alimentó la teoría de que el maná de la construcción y el consumo desaforado serían pilares eternos del crecimiento. El ketchup salió de golpe y con las vacas gordas nos inventamos el aguinaldo de los 400 euros del IRPF, el supuesto incentivo natalista de los 2.500 euros por hijo, los aeropuertos que a falta de aviones sirven de pasto a las ovejas y las líneas de AVE con tres viajeros por vagón. Ahora que se ha secado al bote no se rellena, ni se plantea utilizar un tomate más barato. Se elimina como solución radical, porque se da por asumido que los funcionarios pueden vivir sin paga extra, los pensionistas quinientoeuristas pueden soportar sin desmayo el copago en las recetas, los parados soportar sin rechistar que a partir del sexto mes mengüe la prestación o los profesores impartir clase sin derecho al pataleo con más alumnos por aula y sin sustituto cuando alguno de ellos tiene la infeliz idea de costiparse o romperse una pierna. El tarro exprimido se arroja a la papelera, confiando en que la hipotética nueva bonanza suministrará otro algún día. O no, quién sabe.
Durante los años en los que trabajé en la Administración compartí mesa con profesionales intachables que solían indignarse por comportamientos achacables al “aquí todo vale”. Un día pasó por mis narices la factura del gasto en ambientadores de un coche oficial: dividiendo, del resultado se desprendía que el vehículo, que debía de ser el más perfumado de España, consumía casi tres al día. Hace semanas se descubrió que un alto cargo de ese mismo departamento recibió trajes de flamenca de una empresa que luego los cargaban a un ayuntamiento. Otro día el alcalde de un pueblo sevillano llamó a las puertas de mi entonces jefa implorando ayudas ante el riesgo de un colapso financiero en su ayuntamiento. Alguien le recordó que un año antes había invertido casi 30.000 euros en contratar a un conocido dúo humorístico para celebrar (¿?) la aprobación de su nuevo plan urbanístico.
El máximo responsable policial en Ceuta confesaba la semana pasada en este diario que patrullan con coches camuflados por falta de vehículos y que el presupuesto no alcanza para renovar ni las desvencijadas sillas de los despachos. Un colegio, el Príncipe Felipe, advierte de que el servicio de comedor peligra si el dinero que sustenta los menús no llega pronto. Ningún visionario podía adivinar que la voracidad de un puñado de tiburones de Lehman Brothers y compañía iba a soplarnos el castillo de naipes, pero tampoco ningún prócer de la patria, de izquierdas o de derechas, se preocupó del mañana en mitad de esa orgía – el “me compro un piso hoy por 180.000 euros y lo revendo mañana por 300.000”– que alimentó a banqueros, notarios, ayuntamientos y –no olvidemos– hasta al más tonto del pueblo, que cerraba el bar y montaba una inmobiliaria. “Que inventen ellos”, clamó un día Unamuno. Pues eso, que inventen y también planifiquen otros.