Esta semana se ha oscurecido un tanto el panorama político, tanto a nivel nacional como mundial. Por el lado de lo nacional, la decisión de Rivera de retirar el apoyo de su partido al Gobierno en la aplicación del artículo 155 de la Constitución a Cataluña, más parecida a una pataleta infantil que a lo que se espera de alguien que pretende ocupar el más alto cargo electivo de la Nación. Además, el forajido Puigdemonio “designando” al futuro Presidente (interino, provisional o delegado, dicen) de la Generalidad, a quien los independentistas, salvo la revolucionaria CUP (partidaria de Puigdemont y de nadie más) votarán como corderitos. Por el lado exterior, la poco responsable medida de Trump de abandonar el acuerdo sobre la energía atómica en Irán puede provocar indeseables efectos en el complicado equilibrio de la paz internacional.
Rivera hace una pregunta en el Congreso sobre la no presentación, por parte del Gobierno, de un recurso ante el Tribunal Constitucional. y no atiende a las razones expuestas por Rajoy –si no se hizo fue porque así lo aconsejaron los servicios jurídicos del Estado-. Se enfada, quizás porque aquél lo tachó de “aprovechategui”, o porque así lo llevaba preparado,” y sale al pasillo, todo acalorado, para anunciar a la prensa su antes referida decisión. Es posible que toda esa puesta en escena estuviera prevista. En realidad, poco puede acarrear esa decisión, pero es un claro síntoma de lo que podrá suceder en el futuro inmediato. C’s, que se está atrayendo muchísimos votos del PP, es decir, del centro-derecha, desea distanciarse del partido que gobierna, con el cual no parece que esté dispuesto a pactar tras las elecciones generales de 2020 –o de antes- lo que le obligaría a coaligarse con otro u otros más a la izquierda. Es un dato importante que, a la hora de decidir el sentido de su voto, deberían ponderar seriamente aquellos electores de ideas más o menos conservadoras.
Cataluña es un caso aparte. Torra, el fututo Presidente de la Generalidad, no será más que una simple correa de transmisión de cuánto mande Puigdemont, cuyo despacho ha prohibido ocupar porque lo considera de su exclusiva propiedad. Torra es un activista antiespañol que formará un gobierno “títere” a las órdenes del huido de la Justicia, a cuyo servicio estará sin duda, volviendo así a las andadas, pues, por lo que le he oído, es un separatista fanático. La “bestia parda” que guardaba Puigdemont.
Lo de Trump, con ser ya previsible, dada la personalidad del personaje, no servirá precisamente para arreglar el mundo, sino todo lo contrario. Les dice “ahí os quedáis” a sus socios naturales, las naciones occidentales, y de modo especial a aquellas que suscribieron, junto con USA, el ya citado Acuerdo antinuclear; pone en peligro la economía y agita una región del mundo extremadamente delicada, de tal forma que los terrícolas corremos hoy más peligro que ayer. Nuestro “primo de Zumosol” se nos ha vuelto egoísta. Como acertadamente ha dicho Ángela Merkel, ya no podemos confiar en los Estados Unidos de América, con lo que eso supone para Europa.
Vistas así las cosas, resulta más que oportuno cerrar el triste capítulo de los problemas y completar este artículo recordando algunas anécdotas ceutíes de hace ya muchos años, que me relataron mis mayores o que, en algún caso, llegué a vivir siendo joven, es decir, en los tiempos de Maricastaña.
Al parecer, hubo un alcalde bastante culto, pero que, sin embargo, se equivocaba repetidamente al utilizar ciertas palabras o frases. Cuando le ordenaba a algún funcionario que redactase un informe detallado, decía siempre “municioso” en lugar de “minucioso”. “Fulanito, prepáreme un ‘municioso’ informe sobre tal o cual tema”. Además, solía utilizar otra palabra que no figura en el diccionario, pues si deseaba enviar a alguien una seria advertencia, pedía al funcionario que redactara un “sendo” escrito. Confundía “sendos”, que significa dirigirse a dos o más personas (sendas cartas, una a cada uno) con severidad. “Sendo”, en singular, no existe, pero para él significaba serio, firme, duro. En cuanto a la locución latina “statu quo” –así es, en realidad, aunque muchos digan, erróneamente, “status quo”, éi la usaba con frecuencia, salvo que decía “estatuto quo”, y eso que todavía habrían de pasar muchos años antes de que se pusiera de moda lo de los Estatutos de autonomía
Otra fuente de anécdotas relativas a la confusión sobre el significado o la pronunciación de ciertas palabras provenía, en los viejos tiempos, de contratistas de obras, muchas veces personas de extracción modesta, pero inteligentes, emprendedoras y dignas de admiración, pues llegaban a ser empresarios de la construcción. Pues bien; uno de esos contratistas se dirigió por carta al Alcalde, quejándose por un retraso en el pago de cierta obra. En la referida misiva, escrita a máquina, se supone que por él y en los tiempos en que empezaba a usarse dicha herramienta, aparecía una sorprendente frase, que casi tuvo que ser traducida. Textualmente decía: “Yo no meando perlas ranas”. Al fin se dio con lo que quería decir: “Yo no me ando por las ramas”.
En el viejo Estadio “Alfonso Murube” –ahora totalmente reformado- y porque la afluencia de espectadores a las gradas de Gol así lo exigía (¡qué tiempos!), el Ayuntamiento decidió hacer un “vomitorio” (puerta o abertura para la entrada o salida de público) exactamente en el centro del ahora conocido como “Gol Norte” (antes “Gol de la Residencia”). El correspondiente concurso se adjudicó a cierto contratista, quien, en una ocasión, estando en el despacho del arquitecto municipal, se refirió a la citada obra utilizando un peculiar término: “arrojadero”. Es más, en realidad dijo “arrojaero”. Como vomitar y arrojar son sinónimos, pues allá fue con aquella palabreja.
Me referiré, finalmente, a otro contratista que llegué a conocer personalmente, Eran los tiempos en los que la uralita se utilizaba sin tenerse ni idea de los perniciosos efectos que podía ocasionar el amianto que lleva incorporado. Tejados y cubiertas se realizaban a base de uralita. Pero aquel buen hombre no decía nunca “uralita”, palabra que, siendo el nombre de la empresa que fabricaba aquellas placas, se generalizó para así nombrarlas. Al hablar de ellas, el citado contratista decía siempre “aurelita”. Nadie lo corregía, y él seguía creyendo de buena fe que ese era el nombre exacto de aquellas planchas. Aurelita va y aurelita viene. Que yo sepa, así se fue a Santa Catalina.
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