Los mitos del “pasado rosa” o de la “edad de oro” ilustran y explican la convicción generalizada de que, en una época anterior, los hombres eran felices o, al menos, más felices que ahora. Los antropólogos recuerdan cómo el “paraíso terrenal” constituye el punto de partida de múltiples leyendas religiosas que proporcionan cuerpo a profundas convicciones arraigadas en nuestra conciencia individual y en el inconsciente colectivo desde tiempos inmemoriales. En la actualidad es frecuente que, refiriéndonos a la economía, por ejemplo, recordemos con añoranza el bienestar del pasado. ¡Qué tiempos aquellos -afirman algunos- en los que una opípara comida nos costaba cinco pesetas y un par de zapatos, diez pesetas! Cuando oímos hablar de estos precios creemos que estamos soñando, sobre todo, si inconscientemente hacemos los cálculos a partir de los ingresos actuales.
Esta inofensiva evasión al pasado es un lugar común en los textos literarios pobres y en los discursos políticos demagógicos. A veces constituye el objeto de comentarios radiofónicos y la materia de entrevistas televisivas. Ayer mismo escuché las siguientes palabras: “Si nuestros antepasados pudieran volver a la tierra y compartir una de nuestras comidas, se sentirían completamente decepcionados. Las restricciones, la agitación de la vida moderna y el continuo aumento del coste de los alimentos de primera necesidad, han reducido nuestros estómagos y han hecho inasequibles e insoportables las comilonas de nuestros abuelos”.
Comprendo la “añoranza”-la tristeza causada por la imposibilidad de regresar al tiempo vivido-y acepto la “morriña” del terruño, del hogar paterno, de los juegos, de los olores y de los sabores de la niñez, pero también reconozco que, sin tratar de definir el concepto cambiante y subjetivo de “felicidad”, las condiciones materiales de la existencia humana, en la mayoría de las clases sociales, han mejorado. Por eso me atrevo a afirmar que “Cualquier tiempo pasado no fue mejor”.