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Presos del Síndrome de Estocolmo

La evidencia histórica demuestra holgadamente el origen corrupto, violento e ilegítimo de lo que conocemos bajo la indulgente expresión de “Estado”.  La definición de Estado transita sobre tres elementos fundamentales: Territorio, Población y Soberanía. Este último es el que en última instancia permite a una comunidad política, sic, al Estado adoptar mandatos coactivos y discrecionales sobre la población que ocupa ese territorio (jurisdicción), transgrediendo en la mayoría de los casos los Principios Generales del Derecho y la seguridad jurídica de sus ciudadanos.
El pertinaz proceso de configuración de los Estados Modernos (mal llamados Estados de Derecho) se inicia en torno a los siglos XIV y XV y aún reviste trascendencia y continuidad en el tiempo. No en vano, animo a todos ustedes a que conozcan el interesantísimo caso de la República Libre de Liberland, un minúsculo territorio situado entre las fronteras de Croacia y Serbia, autoproclamado por Vít Jedlička como nación soberana. O porque no, el debate social y político suscitado en torno a la contingente secesión de Cataluña.  El concepto de soberanía no es más que un artificial e infame intento de legitimar cualquier actividad político-administrativa que lleva a cabo un ente monopolista de la agresión como es el Estado; actividades que, sin entrar a valorar disquisiciones de tipo ético o moral, nos están restringidas al resto de individuos. Si analizamos más profundamente el principio de soberanía, observamos como subyace indefectiblemente una importante conexidad con el nacionalismo, en tanto en cuanto, la soberanía del Estado tiene dos componentes: intrínseco (fronteras, fuerzas armadas, recaudación impuestos, legislación, ejecución de las leyes, administración de justicia, etc) y extrínseco: el no reconocer la existencia de un poder exterior o injerencias sobre los asuntos que se autoarroga como propios.
De esta manera, el nacionalismo puede ser visto con renuencia por muchos, ya que la existencia de naciones produce desconcierto, pues por un lado, asociamos nacionalismo con la existencia de graves conflictos (Oriente Medio, Balcanes) pero también gravita sobre él un elemento positivo (pensemos en la desarticulación de la URSS, por ejemplo).
El pensamiento liberal esboza tres fundamentos rectores para la existencia de una relación sana, pacífica y armoniosa entre las naciones: el principio de autodeterminación, el principio de libertad de comercio entre las naciones y el principio de libertad de emigración e inmigración. Centrémonos en el último de los elementos, el atinente a la libertad migratoria o libre circulación de personas. Para comprender la enorme complejidad que comporta esta tesis, es un magnífico aunque aciago momento para ahondar en la crisis migratoria que sufre el pueblo de Siria y la ulterior recepción por parte de los países de la UE, donde fundamentalmente buscan cobijo.
La situación de los refugiados sirios es seguramente, la mayor crisis humanitaria europea desde la Segunda Guerra Mundial. Decenas de miles de personas intentan escapar de la guerra que asola Oriente Medio cruzando el Mediterráneo en búsqueda de la tan ansiada, si bien ilusoria prosperidad europea. Miles han muerto ya intentando llegar a nuestro continente, y los que lo consiguen se enfrentan a la falta de reacción y a las inoperantes respuestas de la burocracia de Bruselas. No existe justificación política, jurídica y mucho menos deontológica para que un Estado pueda unilateralmente declarar ilegal a un ser humano en un territorio. Es una felonía detestable que se pueda privar a un individuo de asentarse o acometer sus planes vitales (ya sea sólo o con quien le plazca) en cualquier territorio del planeta. Pero lo que resulta aún mas execrable es que la inmensa mayoría de la ciudadanía europea asista impasible, cegada por el modelo anti-social europeo a repudiar a los miles de refugiados sirios, inoculando en la población del viejo continente la falsa percepción de que estos inmigrantes vienen a “quitarnos lo nuestro” a acaparar nuestros servicios públicos, a robarnos nuestros empleos o a imponer sus costumbres, ideas y religión como si de una conquista silenciosa se tratase. A menudo, las jactanciosas élites europeas destacan el enorme progreso llevado a cabo gracias a la libertad de circulación de capitales, mercancías, servicios y personas, el famoso Espacio Schengen (en vigor desde la ratificación del Tratado de Amsterdam en 1999). Es decir, suprimimos fronteras entre nuestras naciones y nuestra población, pero levantamos empalizadas para evitar que el enemigo e invasor extrajero pueda disfrutar “caeteris paribus” de los privilegios que ostentan los ciudadanos de la Unión.
Lo dramáticamente cierto de esta disyuntiva es que los mismos ciudadanos sirios que fueron convertidos en refugiados de guerra por su propio Estado, ven como son repudiados asimismo por los Estados receptores, que infelizmente y en contra de lo que prometen, les condenarán a una larga travesía de miseria y carestía por un lado, y por otro, fricción y continuos desencuentros con la sociedad civil donde se hallen.
“El Estado es la encarnación del demonio” (Jesús Huerta de Soto Ballester).  

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