Los que nacimos en la primera mitad del siglo pasado recordamos cómo, cuando éramos niños, nuestros padres nos restringían la bebida de agua, sobre todo, durante las comidas. Es probable que, de acuerdo con aquel refrán machista que dice “agua de pozo y mujer desnuda, echan al hombre a la sepultura”, tales recomendaciones se debieran, en gran medida, a la escasa calidad de aquella agua en la que pululaban inquietos gusarapos. No era extraño que, efectivamente, quitara las ganas de comer o que, a veces, produjera diarreas. Todos hemos podido comprobar el esfuerzo notable que hacen en la actualidad algunos ancianos a los que, a pesar de que han estado acostumbrados durante la mayor parte de su vida a aquella “saludable sequía”, ahora les aconsejan los médicos que ingieran, al menos, un litro y medio diario de agua.
En los tiempos que corren -seguramente por influencia de las costumbres que nos vienen de los Estados Unidos o por seguir los consejos de las empresas embotelladoras- se ha generalizado la moda de beber agua embotellada a todas horas del día. Con frecuencia contemplamos cómo en el autobús, en el cine, en el fútbol e, incluso, en las clases, muchos jóvenes acuden acompañados de sus respectivos botellines de plástico.
Hace bien la publicidad cuando, siguiendo las recomendaciones de otro refrán -“al enfermo que es de vida, el agua le es medicina”- nos explica que el agua es un elemento esencial para la vida ya que, no sólo sirve para digerir de manera más fácil los alimentos sólidos e, incluso, para evacuar los productos de desecho, sino que también ayuda a regular la temperatura, a lubricar las articulaciones, a proporcionar forma al cuerpo, a hidratar la piel y así lograr que, con su tersura, presentemos un aspecto más juvenil.
Pero, en mi opinión, no estaría mal que también nos advirtiera que, aunque es cierto que beber cantidades exageradas de agua generalmente no causa hiperhidratación -ya que si los riñones y el corazón funcionan con normalidad, el organismo elimina el exceso- deberíamos controlar la ingestión con el fin de evitar la potomanía, un trastorno psicológico que consiste en consumir agua de una manera impulsiva. Según dicen los especialistas, si sobrepasa ciertos niveles, la ingestión de agua puede alterar el buen funcionamiento de los riñones, la adecuada composición de la sangre, el equilibrio de fluidos y electrolitos dentro del organismo y, en resumen, puede causar un defectuoso funcionamiento metabólico.
Les confieso que lo que más me preocupa es el consumo compulsivo y excesivo de agua de aquellos que, sin sentir sed, experimentan tal sensación placentera que -aunque no tanto como la bulimia y la anorexia- llegue a generarles una dependencia, síntoma de cierto desequilibrio psicológico. No podemos perder de vista que estos comportamientos -potomanía, bulimia y anorexia- son trastornos de ansiedad, que tienen en común una incapacidad de dominar los impulsos, cuyo origen reside en una incorrecta estructuración de las ideas racionales y, sobre todo, en una percepción errónea del propio cuerpo determinada por unos modelos que nos proporciona la publicidad.
Fíjense cómo nos han persuadido de que el agua embotellada, sobre todo si el envase es vistoso, no sólo posee mejor calidad sino que tiene mejor sabor que el agua del grifo. Muchos están convencidos de que, incluso, sirve para perder peso. Si antiguamente el remedio para algunas enfermedades era el agua bendita, en la actualidad muchos creen que la que hace milagros es el agua embotellada.