Como socialista, tanto en el sentido más ideológico como pragmático del término, no soy un militante fácil, sino crítico, visceral y hasta feroz… de esos que, como afirma una compañera, sabiéndome socialista, soy capaz de devorarme y devorar a bocados cuando difiero de las posiciones de mi partido. Y es que en poco más de dos décadas, han sido tres las ocasiones en que me he afiliado al PSOE.
La primera, cuando Aznar arrebató el poder a Felipe González: consciente de mis ideas desde mi adolescencia, pensé que era ese el momento idóneo para hacerlo y apoyar a esas siglas que mitifiqué en los ochenta siendo estudiante en el instituto. En ese entonces, tuve la suerte de poder optar por Josep Borrell en aquellas primarias frente a Almunia, y de vivir la frustración de su injusta caída (o zancadilla, ¿quién sabe?), motivo por el cual me distancié como militante.
La segunda vez fue cuando la crisis comenzó a jugarle malas pasadas a José Luis Rodríguez Zapatero, por el que sentía auténtica devoción. A causa de mis diferencias internas con parte de mi agrupación local y sintiéndome incrédulo y vapuleado por la serie de medidas que tomó en aquel olvidable mayo de 2010, que culminó con la puesta en marcha del artículo 135 de la Constitución, volví a marcharme. Sin embargo, pasado el tiempo respecto a Zapatero, pienso que su denostada figura y sus gobiernos necesitan una reivindicación urgente, porque si Felipe González modernizó el país pese a sus innumerables contradicciones, a Zapatero le debemos las legislaturas más libres y sociales de la historia de nuestra aún joven democracia: con sus luces y sus sombras, ha sido el presidente más cercano y humano que ha pisado el Palacio de la Moncloa. A toro pasado, podría decirse que creía en sus propios errores pensando que actuaba en base al bien común. Negó la crisis, cierto, pero no la creó… y actuó finalmente pensando en que iba a causar el menor daño posible.
Hace apenas dos meses, tras sufrir un complicado y duradero bache, de esos que te causa el déficit de serotonina, del que me estoy recuperando y que me ha hecho replantearme no pocas cosas, decidí volver a la Casa del Pueblo, a ese PSOE que para bien y para mal me identifica, y lo hice para quedarme, para no volver a dar un portazo cuando me falla, para aguantar y construir, como militante de base, desde dentro, porque no vive el mejor momento y casi puede decirse que parece empeñado en ello, porque creo que, para desesperación de muchos y muchas, no logra comunicar o hacer llegar a la ciudadanía de la manera más efectiva su trabajo en la oposición (que no ha sido poco, precisamente, en estos dos años).
Y justo en mitad de esa travesía en el desierto, Pedro Sánchez, Secretario General del PSOE que, por circunstancias, no ejerce su labor en el Congreso, da un valiente y decidido paso adelante registrando una moción de censura tras la condena del Partido Popular por haberse lucrado, según la sentencia, a través de la trama Gürtel. Es lo que debía y tenía que hacer, no por capricho, no por ambición personal, no para hacerse con el poder a cualquier precio, no para desestabilizar al país, sino para intentar devolvernos la dignidad tras el lodazal berlanguiano en que lo ha convertido un PP ahogado en corrupción e inmerso, desde su llegada al poder y bajo la excusa de esa crisis que nos ha vendido como heredada (la Historia también se encargará de desmontar esa falacia), en una agresiva política antisocial que solo nos ha deparado precariedad laboral; el exilio de jóvenes en busca de un futuro que aquí se les niega; el insoportable aumento de la desigualdad social; el asalto sin tregua y despiadado a la hucha de las pensiones; la manipulación paroxística, descarada, desvergonzada, de nuestra televisión pública, y una devaluación en el terreno de los derechos y las libertades como jamás hemos vivido, amén de convertir la educación en un mero objeto de marketing neoliberal en el que prima esa terrible perversión de la “cultura del esfuerzo” y donde la apuesta por el absolutista “liderazgo pedagógico” ha arrebatado la democracia participativa en los centros.
La decisión de Pedro Sánchez obliga, además, a retratarse a cada grupo parlamentario: optar por una moción para que todo cambie (y creo que, tras todo lo que ha ocurrido, cualquier avance por pequeño que sea, será recibido como una verdadera válvula de oxígeno) u optar por seguir instalados en esa fosa séptica que es el gobierno del Partido Popular cuyos gases acabarán por asfixiarnos. De más está decir que Ciudadanos, convertido en interesado felpudo del PP y movido por intereses puramente electoralistas, parece decidido por lo segundo, toda vez que hemos conocido la serie de ocurrencias delirantes que ha planteado con tal de que Sánchez no logre apoyos.
Rajoy y los suyos han respondido como solo ellos saben: invocando al miedo, haciendo creer que se trata del órdago de un advenedizo que va a poner en peligro la estabilidad de una España (y unos símbolos, y una bandera, y una concepción nacionalista ultraconservadora, anacrónica y casposa) que considera suya y solo suya (así nos ha ido: ellos ejerciendo de señoritos y el resto de mártires que debíamos ser sacrificados por su patria). No han olvidado tampoco azuzar con el fantasma independentista, como si gobernaran para seres sin memoria que no han caído en la cuenta de que los nacionalistas (la antigua CIU, ERC, PNV, partido este último que, como saben, ha sido esencial para una aprobación de los Presupuestos Generales 2018 que, por el momento, queda en el aire) siempre han posibilitado un gobierno, sea del color que sea, cuando los números no daban.
Ha llegado el momento de decir “¡BASTA!”, de intentar poner fin a tanta insensatez, a tanta corrupción, a tanto expolio, a tanto abuso de poder, a tanta rabia antisocial vertida bajo la excusa de que las urnas, según ellos, todo lo perdonan. Ya está bien de jugar con la mentira y el miedo, de inocularlos fríamente: el terror, la indignidad, la temeridad, la represión, lo insalubre, la inestabilidad y el atar en corto nuestros derechos y libertades, proceden de las decisiones y actuaciones del partido en el gobierno desde 2011 y de las élites y esos mercados que “siempre ganan” (¿verdad, señor Rato?). Y es que al PP, tanto al de la época de Aznar como al de la era Rajoy, nada hay que agradecerle: solo ha significado involución para este país.
“España no es el PP. España no es Rajoy. España son millones de personas honradas. Es posible dignificar y recuperar palabras como honestidad”, argumentaba el PSOE en la antesala de que prospere o no la moción de censura este jueves y viernes. No se puede resumir mejor: somos millones de personas quienes así lo pensamos. Estamos contigo, Pedro. Estamos con el PSOE y con quienes apoyen su moción.
Precisamente, y finalizo con esta última reflexión, pase lo que pase, el apoyo de Unidos Podemos al PSOE no debería quedarse en esta acción: ambos partidos han de tener visión recíproca de futuro porque está claro que el panorama político que dibujan las encuestas es el del pacto… y, con sus lógicas diferencias, deben tener altura de miras, no centrarse en sus propios intereses, sino anteponer a la ciudadanía que clama por ese entendimiento y, con él, la posibilidad de adentrarnos en un período caracterizado por una buena higiene y salud democrática. Tras este calvario, tras toda esta vergüenza, tras esta apología de la prepotencia y la absoluta falta de sensibilidad y empatía por parte del PP con nosotros y nosotras, pobres diablos ajenos a las élites, falta nos hace.
Espero que impere el sentido común, que no es otro que el de que prospere la moción de censura y Pedro Sánchez demuestre que su paso al frente no ha sido producto de sus ambiciones, sino que ha sido por el bien de este país: eso sí es patriotismo y no el de quienes en nombre de banderas, himnos y símbolos lo utilizan para hacer de su capa un sayo.