Los textos de Derecho Político enseñan que la política es “el arte de lo posible”. Pero ahora más parece que sea el “arte de lo imposible”, por las dificultades de de formar gobiernos tras la mayor fragmentación parlamentaria. Y también la política parece ahora ser el “arte de decir mentiras”, porque algunos políticos son como los sofistas griegos, que eran capaces de mantener una tesis y la contraria al mismo tiempo. Niegan la evidencia, retuercen las palabras y las tergiversan a su interés y conveniencia, y cada partido acusa a los demás de hacer lo mismo que el acusador hace. Cuando están en la oposición piden una cosa y cuando gobiernan exigen la contraria.
Los políticos deberían ser mucho más responsables, serios y cumplidores de su palabra dada cuando prometen, por tantas veces como luego la incumplen sin ningún sonrojo. Los ciudadanos estamos ya hartos de que tantas veces nos engañen miserablemente. Se presentan a las elecciones y casi todos van a rebajar impuestos hasta en la luna, pero en cuanto ganan el escaño someten a tributos hasta al sol. Y, cuando se apoltronan en el cargo, se olvidan del pueblo hasta dentro de otros cuatro años. Sólo piensan en sus intereses personales; no en los generales del pueblo. No hay más ver el panorama nacional, autonómico y local para darse cuenta de lo poco que han servido los múltiples procesos electorales celebrados, pues muchos gobiernos luego se han formado a base de sumar “ripios” y tránsfugas de otros partidos, que se van al “sol que más calienta”. Por eso, la “representación política” debería tener los mismos efectos que la “representación civil”: ser revocable cuando el mandatario se aparte de las promesas y líneas programáticas de su mandante: el pueblo.
De entrada, ya es una representación indirecta, porque se vota a un partido, que es el que impone la lista de elegibles, sin que puedan los propios electores elegirlos. Ese problema debería resolverse de forma que el elector tenga capacidad de elección directa y vinculante en listas abiertas que resulten mayoritarias, pudiendo alterar el orden de los nombres presentados. ¿Y por qué en Madrid ganar un escaño cuesta 100.000 votos y en Soria, por ejemplo, sólo unos 25.000, cuando ello podría vulnerar el principio constitucional de igualdad?. Debería aplicarse el sistema europeo de circunscripción única para cada país o territorio.
¿Para qué tanto empeño en que votemos tantas veces por una u otra opción que nos proponen, si luego son los políticos los que eligen los gobiernos amasando los escaños a su conveniencia y antojo, sin el más mínimo miramiento sobre si lo que están haciendo cumple con la voluntad electoral más amplia?. Ya ven cómo hace unos días nada hablaban de programas. Sólo de pelearse despiadadamente por repartirse los mejores sillones. En cuanto aparecen los resultados, empieza el “trapicheo” de unos con otros ofreciéndose, intercambiándose y, a veces, adjudicándose por su cuenta ministerios, consejerías, concejalías y otras prebendas. Hasta por el sitio donde se sientan se pelean como niños pequeños, para que no sea el “gallinero” ni donde la televisión no les enfoca. A veces el Congreso y el Senado parecen una escuela de párvulos y una jaula de grillos.
La política debe ser diálogo razonable y razonado para confrontar ideas, programas y contraste de pareceres, de cara al logro de consensos, transacciones, acuerdos e incluso posibles alianzas para conseguir las mayorías necesarias que permitan la gobernabilidad, siempre que lo acordado sea trasparente, legítimo, justo y legal, atendiendo a los intereses generales y al bien común. Contrariamente a lo que algunos creen, la política no es el radical enfrentamiento entre gobierno y oposición, sino el desempeño por cada uno del papel que el ordenamiento jurídico les asigna; debiendo todos guardarse mutuo respeto y lealtad institucional.
No todo sistemáticamente debería ser rechazado a la oposición por el gobierno. Y no siempre la oposición debe negarle al gobierno “el pan y la sal”. Aunque la principal misión del gobierno es gobernar, y la de la oposición controlar al gobierno, oponiéndose cuando no gobierne adecuadamente; el primero debe acoger aquellas propuestas que sean viables, justas, razonables, útiles y necesarias en bien de la comunidad. Y la oposición deber de ser “constructiva”, colaborando con el gobierno en cuantos asuntos sean de Estado y de defensa de la Constitución y el ordenamiento jurídico, siendo leales a las instituciones y cumpliendo las prácticas parlamentarias y reglas democráticas, sin menoscabo de su función de eficaz seguimiento al gobierno.
Una de las cosas que más nos repele a los ciudadanos es ver cómo los políticos lo politizan todo, haciendo partidismo, cuando no sectarismo descarado; se enzarzan, se pelean como si de gallitos de corral se tratara, con insultos, ofensas y pataleos, a modo de gente mediocre e ineducada. Y ojo, con el dinero público del Estado, que es de todos los españoles. Lo administran gestores y gobernantes, pero no para malgastarlo al libre arbitrio, sino que se debe hacer uso legal y racional, sin dilapidarlo, ni derrocharlo, ni malversarlo y, menos todavía, utilizarlo corruptamente, que es ya el colmo de lo que el pueblo no soporta. Curiosamente, hay dos cosas en las que los políticos están siempre de acuerdo: en irse a comer juntos cuando se paga con dinero público, y en subirse el sueldo. Ahí hay siempre unanimidad, y qué bien se llevan todos. Bastantes alcaldes y concejales es lo primero que han hecho: subirse el sueldo.
Cuando escribo, publican los medios que el Parlament catalán ha conseguido aprobar la primera ley en los catorce meses que lleva de legislatura. Igualmente leo que parlamentarios nacionales, que llevan dos meses sin actividad alguna, el primer problema que les ha urgido resolver es subirse los “pluses” unos 3.898 euros mensuales cada presidente de Comisión, antes de marcharse de vacaciones hasta septiembre. ¿Es de recibo que el Estado, la sociedad y los ciudadanos nos podamos permitir tanta irresponsabilidad y tanto despilfarro en políticos y medios para obtener luego tan menguados resultados?.
A los políticos debería exigírseles ser austeros; no para ahorrar dinero sin invertirlo en lo necesario, sino para hacer un uso racional del que administran. El dinero presupuestado y legalmente aprobado, debe gastarse en razón de las necesidades, que para eso se aprueba. Pero debe gastarse de forma eficiente y para la finalidad que está destinado, mirando siempre su administración hasta el último euro con la misma diligencia y cuidado que dentro del hogar lo hace un “buen padre de familia”, (y una buena madre, añado yo), como ya el viejo Derecho Romano mandaba que hicieran los servidores públicos, y que así se ha ido transmitiendo hasta nuestro Código Civil.
Los políticos deberían mantener durante toda la legislatura el mismo grado de empatía y agradable predisposición con que se comportan en períodos electorales, que muy amablemente prometen resolver todos los problemas. Pero, en cuanto ganan, ya son inaccesibles para los ciudadanos hasta las próximas elecciones, que vuelven a prometer lo que ya antes prometieron y no cumplieron. Y, en demasiados casos, en vez de resolver los problemas, lo que hacen es crearlos allí donde no los hay, “politiqueando” para utilizarlos como arma arrojadiza de los unos contra los otros.
Y algunos políticos, tras encaramarse en los cargos públicos a dedo, por obra y gracia del carnet de militante y la sumisión al jefe, sin haber ganado nunca una oposición por mérito y capacidad, se parapetan en su despacho amarrados al sillón y, en lugar de servir a los ciudadanos, que son los que les pagan, se vuelven arrogantes y pretenciosos como si fueran los ciudadanos quienes tuvieran que estar a su servicio. Eso hace que la ciudadanía sienta cada vez más aversión hacia la política y menos afección hacia los políticos.
Competir en las urnas nunca debería llevarles a tenerse por enemigos irreconciliables. Todas las posiciones que legal y democráticamente se defiendan son muy legítimas en la medida en que también sean prudentes, necesarias y atiendan a los intereses generales. Por eso hay que dialogar, llegar a acuerdos debatiendo, razonando, cediendo en algo todas las partes cuando se pueda ceder, sin perjuicio de que cada parte defienda tenazmente sus postulados y la razón que crea tener. En el Derecho Romano existían el “do ut des” (doy para que des) y el “facio ut facias” (hago para que hagas); aunque lo que se haga debe estar siempre dentro de la ley y del ordenamiento jurídico-constitucional; dialogando con la debida compostura, sin perder los papeles, manteniendo las formas, la cortesía, el mutuo respeto y la buena educación.
No hay que ver enemigos donde sólo haya discrepancias razonables. No sólo nosotros podemos tener razón, ni somos los únicos “buenos” de la película y los demás los “malos”. A veces, por distintos caminos se puede pretender llegar a la misma meta. Y siempre se gana más dialogando que insultándose. Con lo rico que es el idioma español en palabras correctas y elegantes, incluso pronunciadas con ironía que pueda producir en el contrario el mismo efecto de reproche y recriminación que él haya pretendido hacernos, aunque nunca con exabruptos ni malos modos que denoten incultura y ordinariez. Ahí es donde se ve si un político es competente y da la talla personal y moral ante la sociedad.
Qué gran lección nos dieron en 1978 aquellos políticos que aprobaron la Constitución. Gente que había estado luchando fusil en mano en las trincheras, matándose unos y otros, incluso entre las mismas familias, padres contra hijos, hermanos, compatriotas, muchas veces sin ni siquiera tener distinta ideología, sino simplemente porque el azar del momento en que estalló aquella contienda a unos les cogiera en uno u otro lado; habiendo tenido que verse morir unos a otros, sufrir penalidades, odios y rencores acumulados. De augurarse una transición de régimen sangrienta, pasó a ser la más pacífica y modélica. Se pusieron a pensar juntos qué podían hacer por la paz y por España. Y fueron capaces de olvidar, estrecharse las manos, y aprobar nuestra Constitución, que ya nos ha dado más de 40 años de paz y prosperidad con sólo unir esfuerzos y voluntades. Parecían haber puesto fin a las “dos España”.
Pero hace unos años emergieron a la política sus nietos, algunos niños mimados que han llevado una vida de regalo y de oportunidades gracias a los grandes esfuerzos y sacrificios que sus congéneres aportaron para poder sacarlos adelante.
De la noche a la mañana parecía como si hubieran sido ungidos mesías venidos para regenerar España y salvarla de todos sus males, terminar con la corrupción, ensanchar las libertades y traernos un nuevo país transformado en un idílico paraíso. Hasta los cielos pretendían algunos asaltar. Pero vaya chasco que nos hemos llevado, y se han llevado; hemos ido de mejor a peor. Unos que directamente se autoproclaman vicepresidentes y ministros antes de formarse el gobierno; otros que no quieren sentarse a dialogar; algunos, llegados los últimos, que si no se sientan “a tres” y con foto de publicidad, se enfadan como críos, se van y apagan la fogata de “habemus papa”; los antiguos que son como los modernos, y éstos como aquéllos. Todos “mareando la perdiz”, y el pueblo trabajador, aguantando mecha. Por favor, sean serios y pónganse ya a trabajar y a resolver los problemas, que para eso les pagan los sufridos contribuyentes.
Aclaro, que en mis reproches anteriores, no incluyo a todos los políticos. Concibo la política como imprescindible para la sociedad. En eso, todos somos de alguna forma “políticos”, como Aristóteles nos enseña.
Todos vivimos organizados en sociedad, todos dependemos en algo de los demás y mutuamente nos necesitamos. Y el mejor y más noble servicio que los políticos pueden prestar a la sociedad es servirla de forma eficiente, con lealtad, total entrega y plena dedicación.
Pienso que todavía quedan políticos que pueden enorgullecerse de ser probos y honrados, trabajando al servicio del pueblo, al que prestan un gran servicio. Pero, de seguir al paso que vamos, los buenos políticos pronto van a quedar como especie a extinguir.