Opinión

Poder o plenitud

La opinión pública ceutí está convulsionada por la operación contra una supuesta organización criminal que se encargaba de la compra y venta de viviendas  de protección oficial. Un  hecho muy penoso y descorazonador. Es lamentable que algunos, supuestamente, se hayan enriquecido con bienes públicos, jugando con una necesidad tan básica como es la vivienda. Las implicaciones políticas todavía no están claras, aunque ya se ha producido la dimisión de dos consejeras del Gobierno de la Ciudad. No obstante, el que fuera durante varios años responsable de la empresa municipal de la vivienda (EMVICESA) lleva ya varios días en la cárcel, así como otros supuestos miembros de esta supuesta trama corrupta. Tendremos que esperar al levantamiento del secreto del sumario para enterarnos de qué se acusa a la veintena de detenidos y qué pruebas hay contra ellos. Mientras tanto conviene ser prudentes para evitar el linchamiento público de los investigados.
Cuando ocurren este tipo de acontecimientos, como hemos comentado al comienzo de este escrito, nos inunda un sentimiento de tristeza y desesperanza. Nos enfrentamos cara a cara con el rostro más siniestro del ser humano. El afán de poder y de dinero degrada la condición humana. Algunos no se conforman con lo que tienen y desean más y más, aunque sea a costa de los demás y del bien común. Este mismo deseo perverso es el que hace que nuestros paisajes y todo lo que contienen sean destruidos o deformados. Nuestro entorno está siendo radicalmente modificado por el ser humano para mantener un sistema económico basado en el crecimiento ilimitado. Un modelo de economía que enriquece a muy pocos y condena a la miseria a la mayoría.
Además de las consecuencias medioambientales del capitalismo hay que mencionar a las de orden antropológico. La disminución de la calidad de los paisajes ha venido de la mano de la devastación de la calidad del sujeto. Como dijo Mumford, en nuestros tiempos los siete pecados capitales han pasado a ser las siete virtudes cardinales. Las virtudes clásicas del equilibrio, la justicia, la valentía y la prudencia son consideradas reliquias del pasado que en nada contribuyen al “progreso”. Todos  los saberes tradicionales han sido igualmente arrojados al cubo de la basura por considerarlos inservibles. Las únicas habilidades tildadas de útiles son las relacionadas con el mantenimiento de la megamáquina. La dependencia del ser humano de las nuevas tecnologías es cada día más acusada. Aquel dicho popular de que “la información es poder” se ha convertido en la base de la economía del presente y del futuro. El propio negocio de la banca, -como declaró hace algún tiempo el presidente del BBVA, Francisco González-, va a consistir en la compra y venta de los datos de sus clientes. A la megamáquina le interesa conocer nuestros hábitos cotidianos, sobre todo cuándo, dónde, cuánto y qué compramos. Algunas de las más importantes multinacionales como Google, Facebook o Twitter ponen en manos de la megamáquina el conocimiento de dónde estamos y adónde vamos, en qué trabajamos, cuál es el contenido de nuestro expediente académico y médico, en qué creemos o a quién votamos.
La megamáquina y los seres humanos compartimos un mismo objetivo: la supervivencia. La diferencia principal entre nosotros y las máquinas estriba en que los seres humanos somos seres vivos sujetos al ciclo vital del nacimiento, reproducción voluntaria e inevitable muerte. La megamáquina, por el contrario, puede seguir creciendo hasta límites insospechados, colonizando y destruyendo todo lo que se cruza en su camino.  En el puesto de la naturaleza, -que ha servido  al ser humano de escenario tradicional en el que se ha representado su drama vital-, la megamáquina ha colocado un mundo artificial de máquinas y realidades virtuales.
La pregunta clave a la que llegamos es cómo desprendemos del dominio absoluto de la megamáquina. El punto de partida tiene que ser la toma de conciencia de la propia existencia de este complejo tecnoburocrático dirigido por el pentágono del poder, tal y como lo hace el protagonista de la conocida película “Matrix”. Una vez desenmascarada la megámaquina hay que acabar con los mitos que la sostienen: el del Estado, el del proletariado o los mitos religiosos. Todos estos mitos están basados en una cosmovisión mecánica del mundo.  Para acabar con ellos es necesario sustituirlo por un mito alternativo, el de la Vida; y una cosmovisión igualmente alternativa, la orgánica.  Hay que partir del hecho de que los mitos siempre van a existir, así que, de lo que se trata, es de sustituir un mito contrario a la vida por uno que promocione la vida. Un modelo que no proceda de las máquinas, sino de los organismos vivos y de los complejos orgánicos.
El modelo orgánico tiene como rasgos definitorios el equilibrio, la totalidad y la completitud. Mantienen igualmente una relación de continua interdependencia entre lo interno y lo externos, así como entre los aspectos subjetivos y objetivos. La asunción de este modelo alternativo requiere tiempo y constancia. Para lograr este propósito la movilización de masas resulta ineficaz y contraproducente. Lo único que se consigue por este medio es el respaldo al sistema que combaten. Los cambios que han sido efectivos son aquellos emprendidos por pequeños grupos que arañan las máquinas de la estructura del poder interrumpiendo el orden y desafiando las normas. Un ataque de este tipo no aspira a tomar la ciudadela de la autoridad, sino a alejarse de ella y paralizarla de manera sigilosa. En cuanto se extiendan este tipo de iniciativas, comentaba Mumford, el poder y la autoridad volverán a la fuente adecuada: la personalidad humana y la comunidad basada en la cercanía y las relaciones cara a cara.
Alguien tiene que oponerse al complejo del poder, enfrentarse a sus propias contradicciones e incoherencias. Mientras que alguien lo haga, la megamáquina sentirá granos de arena que en un principio no impiden su funcionamiento, pero poco a poco van erosionando sus engranajes hasta que un día se pare. Ésta es nuestra esperanza, ésta es nuestra lucha. Es necesario desarrollar una contracultura  más vital, centrada en seres humanos despiertos, lúcidos y coherentes, en plena posesión de sus facultades y dispuestos a actuar, como reza en el juramento de los jóvenes de la antigua Atenas, “en solitario o con el apoyo de todos”. Cada uno de nosotros, en palabras de Mumford, “en tanto la vida se agite en su interior, podemos desempeñar un papel a la hora de desenmarañarse del sistema de poder, afirmando su primacía en actos silenciosos de deserción física o mental, en gestos de inconformismo, en abstenciones, restricciones e inhibiciones que le liberen del dominio del pentágono del poder”. En nuestra mano está el abandono del interés sobre los asuntos triviales y superfluos que los medios de comunicación transmiten día y noche. De igual modo podemos desacelerar el ritmo que nos impone la megamáquina y frenar en seco todas las rutinas sin sentido y los actos absurdos, como estar todo el día con una pantalla delante de nuestros ojos.
La clave está en una simple elección: el poder o la plenitud.  El primero de los caminos, el del poder, conduce a una existencia de rituales impuestos, de despersonalización y de automatización. Mientras que el segundo, el de la plenitud, requiere una fuerte autodisciplina interna, muy difícil de lograr en nuestros tiempos de ceguera moral  y laxitud ética. Es muy fácil atender los cantos de sirena del poder que lo único que consiguen es que terminemos destruidos y hundidos. El ansia de poder es intrínseco al ser humano y es muy complicado reconducirlo hacia ideales elevados y trascendentes en el contexto de la vigente sociedad de masas. Alcanzar una vida plena sólo está al alcance de quienes soportan su existencia en los sólidos pilares del compromiso cívico, la sabiduría y el aprecio por la belleza. El poder está al alcance de todos y logran triunfar en este putrefacto ambiente los más zafios, ruines y desleales. Por el contrario, la plenitud, igualmente accesible para cualquier persona, requiere autoconocimiento, autoeducación, autodisciplina y autonomía.

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