Opinión

La Piedad

Recuerdo cuando de niños los correctivos aplicados por padres, maestros, educadores o agentes de la ley eran siempre de tipo físico. Nos decían: “La letra con sangre entra” o “Quien bien te quiere te hará llorar”. Y sí, llorando y magullados regresábamos a nuestras habitaciones, rincones, pupitres o casas para lamernos las heridas con el convencimiento de que lo único que habían conseguido era aumentar nuestro resentimiento. En realidad era una manera de pagar sus frustraciones con nosotros ante el sentimiento de fracaso que experimentaban, por mucho que lo quisieran disfrazar de acto piadoso por nuestro bien.
En los autos de fe, los condenados eran expuestos en el quemadero, hoguera premonitoria del Fuego Eterno, que tardaba en quemar y consumarse hasta la muerte del reo cerca de dos horas (a veces tres). Un tiempo de atroz sufrimiento para los pobres encausados. Como señal de piedad, los inquisidores colocaban mantillas húmedas y heladas en la frente de los desgraciados, lo que no hacía más que dilatar el tiempo de la muerte y alargar su sufrimiento.
Los dominicos, responsables de aquella “santa” institución y que daban a bien llamarse a sí mismos “los perros del Señor”, tenían la costumbre de pedir perdón a sus víctimas por los tormentos ocasionados con el fin de redimirlas, abrazándolas y dándoles sonoros besos a través de sus capuchas. Era una ceremonia que dejaba desconcertado al reo. Sin embargo, quienes mostraban auténtica piedad eran los familiares, quienes al acudir a despedirse para siempre lo abrazaban y depositaban en sus ropas y pelo pólvora para que al arder más rápido acortara su agonía.
En el Japón antiguo esta piedad era mostrada por el amigo, Kaishaku, quien provisto de una katana seccionaba la cabeza de quien se suicidaba mediante el procedimiento del Harakiri para restituir el honor de su familia, según el código ético del samurái bushido. Mientras el inmolado, de rodillas, se clavaba el tantó en el abdomen, haciéndose un corte de izquierda a derecha, lo que dejaba sus vísceras expuestas provocándole un terrible sufrimiento que se podía prolongar durante varias horas de agonía; el Kaishaku, seleccionado por el suicida de entre sus allegados o amigos, ponía fin a este sufrimiento decapitándolo.

"Sin embargo, quienes mostraban auténtica piedad eran los familiares, quienes al acudir a despedirse para siempre lo abrazaban y depositaban en sus ropas y pelo pólvora para que al arder más rápido acortara su agonía"

En tiempos no tan lejanos, los verdugos más piadosos eliminaban la bola del tornillo del “garrote vil” y lo afilaban para que el ajusticiado muriera rápidamente y no entre los estertores de la asfixia. Aunque el macabro aparato estaba diseñado para producir una rápida muerte del reo por aplastamiento del bulbo raquídeo o rotura de la cervical, lo que debía producir una muerte instantánea, la realidad es que raramente sucedía así, puesto que dependía en gran medida de la fuerza física del verdugo y la resistencia del cuello del condenado, lo que provocaba que la muerte sobreviniera por un estrangulamiento que alargaba la agonía del condenado.
Quizá uno de los casos más conocidos de piedad fue el de el médico francés Joseph Ignace Guillotín, quien en 1789 propuso el mecanismo de la guillotina. Su propuesta consistía en igualar las penas extendiendo el uso de la decapitación, hasta entonces privilegio de la aristocracia, a los reos de todas las clases sociales y “humanizar” su aplicación proponiendo un aparato “cuyo mecanismo cortaría la cabeza en un abrir y cerrar de ojos”.
En Estados Unidos, durante lo que se dio en llamar la “guerra de las corrientes”, un empleado de Thomas Edison inventó la silla eléctrica, basada en la corriente alterna en un intento de Edison para desprestigiar esta corriente desarrollada por su competidor Nikola Tesla. En 1886, un comité establecido por el estado de Nueva York dictaminó que el nuevo sistema de ejecución era más humano y debía reemplazar a la horca y desde entonces fue empleado hasta que se decidió buscar otro método más económico y práctico que fue la inyección letal, aunque en algunos estados de EEUU se sigue utilizando. El método de ejecución consistía en dos descargas eléctricas, la primera de 1750 voltios con una duración de 20 segundos, seguida de una pausa de 15 segundos, para posteriormente aplicar otra descarga de la misma intensidad durante 15 segundos más. Aunque se consideraba que la inconsciencia debía producirse en una fracción de segundo, en lo que se consideraba una forma piadosa de ajusticiar al reo, la realidad era que muchos de los reos terminaban con la cabeza ardiendo y gritando de dolor por problemas en el transformador, llegándose a administrar sucesivas descargas en lo que era un castigo cruel e innecesario.
Cuando se posee una única visión de lo que debe ser la realidad y todo lo que no se ajusta a esa visión se elimina o se intenta modificar por medios drásticos, las atrocidades se camuflan de piedad. Quizá nos encontremos en una encrucijada histórica y sea necesario recordar que la realidad es lo que es y no lo que queremos que sea, que esta es diversa y plural y que el mundo es suficientemente grande para dar cabida a todos. Querer ajustarla a una particular visión de ella, eliminando conductas e individuos que no se adaptan, no es otra cosa que totalitarismo, por más que queramos disfrazarlo de conductas piadosas, sea de la tendencia política o religiosa que sea.

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