Colaboraciones

La pertinaz bombilla de Livermore y la obsolescencia programada

La primera vez que escuché la expresión “obsolescencia planificada o programada”, fue hace muchos años -cuando estudiaba la carrera- en boca de un profesor estadounidense que impartía una conferencia en un curso sobre medio ambiente. Aun estábamos en los primeros pasos del desarrollo industrial en nuestro país, cuando tuve conocimiento de la aplicación de la obsolescencia y me venía a la imaginación aquella España de mi niñez y adolescencia. La carencia y el poco acceso a los escasos aparatos domésticos y otros bienes de consumo, obligaba a cuidar los disponibles, conservarlos y en su caso llevarlos a reparar o buscarles soluciones imaginativas para que siguiesen funcionando. Quedé sorprendido al saber que, fundamentalmente en EEUU y extendiéndose a otros países desarrollados, se aplicaba esa técnica, consistente en el acortamiento planificado de la vida útil de los aparatos tecnológicos, con la finalidad de desecharlos y adquirir otros nuevos. Aunque se considera a Thomas Alva Edison como el inventor de la bombilla de incandescencia, lo cierto es que mucho tiempo antes, en 1809, Humphry Davy, había experimentado al colocar una fina tira de carbón entre los polos de una pila, con muy poca duración, pero que sin duda significó el origen de la bombilla. No obstante también es cierto que Edison, aportando un filamento de bambú carbonatado, presentó el 21 de octubre de 1879 una bombilla eléctrica que permaneció encendida 48 horas, creando el inicio del modelo comercial. En el parque de bomberos de la ciudad de Livermore, en California, las lámparas de queroseno iluminaban el local durante las noches para permitir la operatividad de los bomberos ante cualquier emergencia. El empresario local Dennis F. Bernal, donó en 1901, a dicho parque una bombilla eléctrica de incandescencia para sustituirlas. La misma fue diseñada por el ingeniero francés Adolphe Alexandre Chaillet, de la empresa Shelby Electric Company, donde se fabricó en 1887. Era de forma redondeada, de unos 8 centímetros, soplada a mano y posiblemente de 30 o 60 vatios, aunque en la actualidad ha quedado reducida a 4 vatios. En 1972, el periodista de la ciudad Mike Dunstan se interesó por la bombilla encendida y pudo constatar, con indagaciones y entrevistas a bomberos jubilados, que empezó a funcionar a mediados de 1901 y ha permanecido alumbrando desde entonces, salvo en cuatro reducidos cortos ratos por traslado de ubicación de instalaciones. En consecuencia, el pasado mes junio la bombilla cumplió 120 años − acumulando más de un millón de horas−de funcionamiento ininterrumpido. Está reconocida en el Libro Guinness de los Record, como la más duradera del mundo. La explicación de su dilatado funcionamiento y aún no se sabe cuánto tiempo más se prolongará, ha sustentado diversas hipótesis: filamento de carbono semiconductor, ocho veces más grueso que el de una bombilla actual, las escasas veces de encendido y apagado o su cuidada fabricación manual. Aunque sea la más longeva, hay que citar también las existentes en el Museo de Stockyards en Texas, que luce desde 1908, en Gasnick (Nueva York) desde 1912 y en Magnun (Oklahoma) desde 1926. No faltan quienes critican la utilización de la bombilla de Livermore, para defender la idea de que pueden fabricarse aparatos de mayor duración útil que la que proporciona la censurada obsolescencia planificada. Ciertamente la bombilla proporciona en la actualidad una luminosidad de solo 12 lumens, muy escasa, debido a los 4 vatios de potencia a la que fue reducida en 1976, al modificarle la tensión de alimentación. La bombilla es un símbolo en la ciudad y recibe incluso afluencia turística para contemplarla. Tampoco hay que desplazarse para ello, ya que puede seguirse en internet en una página web porque una cámara la mantiene enfocada permanentemente. A título de curiosidad, como constancia de su más que centenaria vitalidad, hay que precisar que, por agotamiento, han tenido que sustituirse ya dos cámaras de enfoque. No pretendo - aparte de hacer un homenaje a la impertérrita bombilla- convertirla en un paradigma absoluto contra la obsolescencia planificada. Es cierto que proporciona motivo para hacer reflexiones sobre el origen, la evolución, las consecuencias y las correcciones a este fenómeno socioeconómico y medioambiental. La obsolescencia programada tiene sus orígenes cuando el progreso tecnológico llevó a la producción en serie, con gran cantidad de productos y precios asequibles. Fue necesario la creación de una masa de consumidores dispuesta a la adquisición de los mismos. Henry Ford, quizá fue un representativo iniciador de esta política ya que en 1914 elevó al doble el salario de sus trabajadores, para que pudieran convertirse en sus clientes. La empresa General Motors, también fabricante de automóviles, dio en 1923 un paso más hacia la implantación sicológica de la obsolescencia al llevar a cabo unas acciones de captación de clientes, aportando a la fabricación de sus productos, cada cierto tiempo, modificaciones no necesariamente tecnológicas, pero si visuales y de aspecto, que motivasen el deseo de adquisición del nuevo producto. De hecho, desde 1927 sigue la política de sacar al mercado el modelo de coche anual. La crisis de Wall Street del año 1929 y la Gran depresión de la década de los treinta supuso un duro golpe para la economía. El concepto de obsolescencia aparece por vez primera en la obra de un agente inmobiliario, Bernard London, titulada Ending the Depression Through Planned Obsolescence, publicada en 1932. Ya en 1928 había acuñado la frase:”Aquello que no se desgasta no es bueno para los negocios”. London propone acabar con la crisis incentivando el consumo. No preconiza acortar la vida de los productos de forma programada, sino que el Gobierno a través de una ley establezca una fecha de caducidad de los mismos y superada la misma, se obligará al pago de un impuesto -relacionado con el poder adquisitivo- hasta que se sustituya el bien por la compra de uno nuevo. La propuesta de London no tuvo aceptación entonces y fue en los años cincuenta cuando revivió la idea de la obsolescencia. Ciertamente, a finales del XIX y principios del XX los productos se diseñaban para que funcionaran durante mucho tiempo. Las primeras bombillas comercializadas en 1881 por Thomas Edison, tenían una duración útil de 1.500 horas y se fueron fabricando nuevos focos incandescentes con 2.500 horas de vida. Puede decirse que la bombilla fue el primer producto afectado de obsolescencia planificada, ya que el 23 de diciembre de 1924 - aunque había existido anteriormente de 1921 a 1924, en Europa, un acuerdo internacional de precios para introducirse en EEUU, el Internationale Glühlampen Preisvereinigung, contrarrestrado por la General Electric con su International General Electric Company - se reunieron el Ginebra, subrepticiamente, a propuesta del presidente de Osram las grandes compañías fabricantes de iluminación: Osram, General Electric, Philips, Tungsram y otras, entre ellas, incluso la española Lámparas “Z”, para constituir un cártel. En economía, es un acuerdo formal entre empresas del mismo sector, cuyo fin es reducir o eliminar la competencia en un determinado mercado y se disimuló oficialmente como la empresa suiza Phoebus SA Compagnie Industrielle pour le Desarrollo de L’Eclairage. Aunque el acuerdo -tras la caída del Muro de Berlín, el historiador alemán Helmut Hegel encontró los documentos del cártel en la antigua fábrica Osram de Berlín Oriental- no recoge en ninguno de sus apartados la catalogación de obsolescencia planificada, se justificó con el argumento de regular el mercado de bombillas, para evitar la competencia de productos -principalmente de países orientales- de menor precio, pero peor calidad. En realidad, lo que acordaron fue controlar la producción, las ventas, los precios, los mínimos de calidad y marcar la duración de las bombillas en 1.000 horas. Prohibieron la fabricación de bombillas de 2.500 horas de funcionamiento, exigiendo una duración máxima de 1.000 horas a las fábricas productoras, con sanciones al no cumplimiento. El 90 % de la producción y venta mundial de bombillas era controlado por Phoebus. Consecuentemente, los clientes debían renovar más frecuentemente las bombillas y paralelamente mayores beneficios para las empresas fabricantes, que defendían las 1.000 horas como la opción perfecta para durabilidad, eficiencia y precio. A pesar de las presiones del cárter una agrupación de empresas de Suecia, Noruega y Dinamarca, decidió a finales de los años 20 comercializar, a partir de 1931, bombillas a precios inferiores. El Cárter Phoebus -aunque estaba previsto hasta 1955- pudo mantenerse solamente durante 15 años, hasta 1939, con el inicio de la II Guerra Mundial. No obstante, después de la contienda permanecieron remanentes del mismo. En 1942 el Gobierno de EEUU demandó a General Electric y otros fabricantes con la acusación de fijar precios y reducir la vida útil de las bombillas, considerándolo como una competencia desleal. Los litigios se mantuvieron durante once años, hasta que en 1953 una sentencia les prohibió la limitación de la vida útil, en realidad una obsolescencia planificada.
Curiosamente, a pesar de la sentencia, quizá por inercia, durante años la durabilidad de las bombillas de incandescencia, se ha mantenido en las 1.000 horas. Ciertamente su eficiencia es muy baja ya que solamente un 10 % del consumo, se convierte en luz y en parte, en un espectro invisible al ojo humano. Por ello en la actualidad se han ido sustituyendo por fluorescentes, con vida útil de 10.000 horas y lámparas LED que pueden llegar a las 50.000. Con la ralentización de la economía norteamericana en los años 50, renacieron, de alguna manera, con la idea de aumentar el consumo de los productos, aquellas políticas pioneras de los automóviles y las bombillas, de obsolescencia planificada. Se extendió esta filosofía a bienes como las medias -ilustrativo el caso de la empresa DuPont inventora del nylon, en 1938, que las hacia irrompibles, sustituyéndolo por otro material más frágil- los electrodomésticos y otra serie de productos. El diseñador industrial Brooks Stevens fue un decidido impulsor que definió la obsolescencia programada, en 1954, como: “infundir en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor y un poco antes de que sea necesario”. Incluso en las escuelas de diseño se empezaba a ilustrar con la obsolescencia programada. El crítico diseñador Victor Papanek, que pregonaba un diseño ético y responsable, llegó a calificar a sus colegas diseñadores, como una raza peligrosa. La utilización masiva de productos desechables alcanzó su cenit con el descubrimiento de los plásticos y más de la mitad de la producción mundial se destina a un solo uso: envases, bolsas, platos, vasos y cubiertos, material higiénico, etc. Hemos entrado en el siglo XXI y el consumismo y la desaforada publicidad de toda clase de productos siguen vigentes, por encima incluso de la obsolescencia planificada. La obsolescencia tiene diversos orígenes, pero pueden resumirse en dos: “Obsolescencia funcional”, cuando se avería o se interrumpe su funcionamiento - causa que, en casos, puede estar incorporada por el fabricante - o cuando su función no es aceptable por haber aparecido productos que la realizan mejor, más rápidamente o incluyen más funciones útiles. “Obsolescencia Sicológica o de deseo”, cuando el estilo o la moda hacen aparecer nuevos productos que convierten en anticuados, a juicio de muchos consumidores, los anteriores. La obsolescencia programada está indisolublemente unida al modelo de desarrollo de la civilización actual, que valora como índice absoluto de crecimiento, el Producto Interior Bruto (PIB). Sin embargo, no se tiene en cuenta que nuestro mundo es finito, los recursos, la energía y la capacidad de absorción de residuos es limitada. Se estima que, para que todo el mundo tuviera el nivel de vida de EEUU, harían falta seis planetas Tierra y referido a Europa, tres. Las consecuencias de la obsolescencia programada sobre el medioambiente son ostensibles. Los productos, aparatos y dispositivos se fabrican utilizando cantidad de recursos y materias primas que necesitan ser extraídos y que no son inagotables. Su fabricación y distribución necesitan utilización de mucho consumo de energía - atención a las recientes noticias sobre la amenaza de un cercano apagón energético - que igualmente repercute sobre las disponibilidades de la misma, además de la contaminación producida por su uso. Pero una de las consecuencias más notable -aunque por su acumulación en países lejanos, nos resulte invisible - y lamentable es la generación de enormes cantidades de basura electrónica.
Según estimaciones del PNUMA (Programa para el Medio Ambiente de Naciones Unidas), se generan anualmente en el mundo más de 50 millones de toneladas de basura tecnológica, valorando que al ritmo de crecimiento actual, del 3 al 4 %, en el 2050 podría ascender a 120 millones de toneladas. La propia ONU determina en un estudio que solamente un 20 % de los residuos electrónicos generados se reciclan adecuadamente -existe un tráfico de residuos electrónicos que supera incluso al tráfico de drogas- el resto se distribuye en inmensos vertederos como el ubicado en Agbogbloshie, cercano al capital de Ghana y en India, Pakistán o China. Los residuos contienen muchos elementos perjudiciales para la salud como plomo, mercurio, cromo y otros. Asimismo, incluyen pequeñas cantidades de oro, plata y paladio. Se calcula que en un millón de teléfonos móviles, pueden albergarse 24 kg de oro, 350 kg de plata, 14 kg de paladio y 16.000 kg de cobre. Con independencia de los impactos ambientales de la basura electrónica, ocasionada en gran parte por la obsolescencia, hay que tener en cuenta las repercusiones sobre la salud de las personas que acuden a los verteros para conseguir, como medio de vida, la recuperación, con procedimientos primarios e insalubres, los materiales contenidos en ellos. La Comisión Europea, aprobó en 2015 el Plan de Acción para incentivar la economía circular. En marzo del 2020, dentro del Pacto Verde Europeo y con las bases del anterior, adoptó un nuevo Plan de Acción. Los productos deben ser diseñados de tal manera que se aumente su durabilidad, por la calidad de sus componentes, y por la facilidad para su desmontaje y reparación. Se pretende acabar con la obsolescencia programada y los componentes deben ser reutilizables o reciclables. Se establece el derecho a reparar o poder arreglar los productos que no funcionen o presenten algún inconveniente de funcionamiento. Aunque según datos recogidos por Eurotat, siete de cada diez europeos se muestran proclives a reparar sus productos antes que afrontar la adquisición de unos nuevos, lo cierto es que los costes de reparación son tan elevados que absorben el coste de compra de uno nuevo. También se obliga a los fabricantes a mantener durante diez años las piezas de recambio y las actualizaciones de software más recientes. Deben incluir manuales de instrucciones para desmontaje y reparación, procurando una fácil realización de la misma y sin necesidad de utilizar herramienta sofisticadas. Sin embargo, la crítica se manifiesta en el sentido que el Plan solo se aplica a unas limitadas categorías de electrodomésticos: lavadoras, frigoríficos, secadoras, lavavajillas y fuentes de luz. No se contemplan medidas para reparación de móviles y ordenadores, siendo en la actualidad estos aparatos los más potencialmente afectados por la obsolescencia planificada. Sí es cierto que el Plan contempla estos útiles en sus directrices de ecodiseño, incluyendo una sostenibilidad en la fabricación y composición de los mismos. Obliga a los fabricantes a hacerlos más duraderos y que consuman menos energía, demandando que exista un sistema de carga común y no cargadores diferentes de cada marca. Debe favorecerse la reutilización, fomentando la reparación y la reventa de los aparatos. En nuestro país, de acuerdo con las directrices emanadas del Plan de Acción de Economía Circular, se modificó en el pasado mes de abril la Ley de Consumidores, adoptándose nuevas prescripciones, que han entrado en vigor el día 1 de enero del presente 2022. Una de ellas es la ampliación del plazo de garantía obligatoria para bienes de consumo duradero tales como frigoríficos, lavadoras, secadoras, móviles, ordenadores, etc., de dos a tres años. Los fabricantes deberán conservar disponibles piezas de repuesto durante diez años, desde la fabricación del aparato cuando el plazo anterior era de cinco. El cliente podrá decidir, cuando un aparato se rompa dentro del periodo de garantía, entre la reparación gratuita del mismo y la sustitución del mismo. Incluso, pedir una rebaja o la devolución del dinero.

En el parque de bomberos de la ciudad de Livermore, en California, las lámparas de queroseno iluminaban el local durante las noches para permitir la operatividad de los bomberos ante cualquier emergencia

La ley incluye novedosamente los servicios digitales- juegos, aplicaciones, libros electrónicos o plataformas musicales- ampliando su garantía a dos años y exigiendo al fabricante que tengan durabilidad, accesibilidad, continuidad, compatibilidad y seguridad. Asimismo, obliga a que comuniquen las actualizaciones que se lleven a cabo. Con respecto al tratamiento de residuos el Real Decreto 27/2021, de 19 de enero, modifican el Real Decreto 106/2008, de 1 de febrero, sobre pilas y acumuladores y la gestión ambiental de sus residuos, y el Real Decreto 110/2015, de 20 de febrero, sobre residuos de aparatos eléctricos y electrónicos. De acuerdo con las recomendaciones del Parlamento Europeo sobre la implantación de la economía circular y la lucha contra la obsolescencia planificada -valorando la opción de reparación frente al desecho de productos- Francia introdujo en el 2020 el índice de reparabilidad en los productos eléctricos y electrónicos. En nuestro país y precisamente el día 15 de marzo de 2021 - instituido como Día Mundial de los Derechos del Consumidor- se anunció la intención de seguir la senda del vecino francés, desarrollando un índice de reparabilidad para estos productos. Dicho índice se concretará en un sello adjunto a los embalajes que informará a los clientes de la facilidad, mayor o menor, del producto a adquirir frente a una potencial reparación del mismo. El índice de reparabilidad clasificará, en una escala de cero a diez puntos, la facilidad de reparación de un producto. Cinco criterios objetivos determinarán en valor en esta escala. De acuerdo con los parámetros que se establezcan, el índice se calculará por los propios fabricantes e importadores, aunque la supervisión del mismo y del etiquetado, será llevada a cabo por organismos de la administración. La entidad española FENISS (Fundación Energía e Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada) ha creado un símbolo, plasmado en el sello ISSOP, que distinga a aquellas empresas que no utilicen la obsolescencia programada en la fabricación de sus productos. Para la obtención de este certificado, de manera gratuita, las empresas solicitantes deben de cumplir un estricto decálogo de condiciones y pueden utilizarlo como logo que las identificará con un compromiso con la sostenibilidad. Quizá lamentablemente, la obsolescencia “per se” y la planificada por añadidura, están casi indisolublemente ligada al modelo económico que rige en la sociedad actual y va a ser difícil contrarrestarlas. El desarrollo se mide por el crecimiento del PIB. Si se redujese el consumo y por tanto la producción, llevaría al desempleo de multitud de sectores de la población. Por otra parte, según defienden algunos, se estancaría el progreso de las mejoras tecnológicas, al no tener consumidores de las mismas. Hay que volver a insistir que vivimos en un planeta de recursos limitados que terminarán por agotarse, unido a la también limitada capacidad de absorción de impactos medioambientales. Solo queda tomar medidas para corregir el desaforado exceso de consumismo, entre ellas abogar por la “economía circular” de reutilizar, reparar y reciclar como preconiza la Unión Europea. Teorías como el “decrecimiento económico”, regulando y controlando la producción, o la peligrosa del “estado estacionario”, alcanzando una cantidad de capital y población constante, están también planteadas en el tapete. Tal vez, con un enfoque demasiado utópico, habría que cambiar los hábitos de la sociedad, equilibrando el consumismo de productos con el de otras relaciones de bienestar, cultura, deporte, ocio, comunicación y actividades de carácter social, con empleos además de los productivos, de reparación y reciclaje de productos, etc. En definitiva, ser más frugales, vivir con menos, aunque no nos haga, necesariamente, más infelices.

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