Los supervivientes de mi generación -los llamados “niños de la guerra”- vivimos ahora una en una permanente y penosa contradicción con respecto a los valores que se nos inculcaron al educarnos. Había que respetar a las personas mayores. Había que atender sus consejos, surgidos de la experiencia adquirida con los años. Había que cederles las aceras y ayudarlas a cruzar la calle, si tenían alguna dificultad para ello. Incluso había que descubrirse, en el caso de que se llevara alguna prenda de cabeza, si se les saludaba. La vejez era un grado.
Y así, mi generación se crió dando un estricto cumplimiento a tales normas. Fuimos respetuosos con nuestros mayores y oímos –aceptándolos sin discusión- sus consejos. Mas hete aquí que, a estas alturas, nos encontramos en la tesitura de ser nosotros quienes, por ley de vida, asumimos el papel de la gente de edad. ¡Qué diferencia! Es doloroso reconocerlo, pero la norma general (aunque haya elogiables, si bien escasas, excepciones) es que ni se nos respeta, ni se nos oye, ni se tiene la menor deferencia hacia nuestros años. Parece cómo si estorbásemos, y la prueba está en la proliferación de residencias para mayores, donde muchas personas pasan por la pena de ver que sus propias familias se las quitan de encima, eso sí, cuando ya no pueden cuidar a los nietos. -Ahí te quedas, abuelo, porque no tenemos tiempo de ocuparnos de ti. Ya vendremos a verte alguna vez.
Una prueba del despego hacia los mayores la da la vida política, donde parece que si tienes más de sesenta años –salvo también muy contadas excepciones- ya es una razón más que suficiente para prescindir de tus servicios, pese a la gran experiencia que pudieras aportar. Para muchos resulta extraño que aún haya un ministro (uno solo) que supera esa edad (García Margallo).Conste que por mi parte no tengo queja alguna al respecto.
Ayer salí un rato, y me entretuve poniendo a prueba la conducta de los demás. Ni caso a la edad. Reuniones en las aceras, que te obligaban a dar un rodeo y pasar por la calzada para seguir tu camino; algún empujón que otro de alguien que va más de prisa y quiere adelantarte, pero que no se molesta en disculparse; bicicletas o monopatines de cuya trayectoria o te apartas o te dan un golpe, y casi todo así.
Por cierto; hablando de bicis y de patines ¿hay forma de meter a ciclistas y patinadores en cintura? Porque, que yo sepa, las bicicletas están obligadas a cumplir las normas de circulación y a acatar las correspondientes señales, y sin embargo campan por sus respetos yendo a toda velocidad y haciendo caballitos en dirección prohibida, sin llevar ni timbre -ni luz, de noche- todo ello con el peligro que supone, y los usuarios de patines o monopatines se lanzan cuesta abajo, por ejemplo en el Revellín, aunque esté lleno de viandantes, pero también en otras calles, peatonales o no. Que se conozca, ya se han producido varios atropellos y caídas, por fortuna sin gravedad, pero cualquier día podría suceder –Dios no lo quiera- algo más serio.
Total, que a estas alturas no vende nada el ser setentón. No queda más remedio que aguantarse. De cualquier forma, he de dar las más rendidas gracias a la misericordia divina por haberme permitido llegar a esta edad, con la esperanza, además, de que me conceda cuántas más prórrogas mejor. Pese a la crisis, y con todos sus demás inconvenientes, la vida sigue siendo bella.