Perra vida

Si han perdido a un perro, sabrán lo que duele. Nadie nos da más, por una simple caricia. Hay gente que dice que son sus hijos, pero ya les digo yo que no, porque los hijos por muy buenos que sean son incapaces de tener alma de perro. Nosotros tampoco. Ningún humano tiene tanta generosidad anclada a su cuerpo.

Mi perra se levanta de noche para saber qué me pasa. Bostezando y con ojeras, pero a mi lado. También aprovecha para rascarse, darse una vuelta a ver qué encuentra o acurrucarse. Ronca como un ogro a pesar de no pesar más de cinco kilos. Come a demanda como lactante de pediatra pijo. Busca boca a poco que le des tregua, a modo de pájaro recién salido del huevo.

Les podría contar mil anécdotas de perros, pero no servirían para olvidarnos de los muchos que esperan en las protectoras que alguien se apiade lo suficiente para dar el gran paso de adoptarlos. Porque lo es. Enorme. Tener a un perro en tu casa debe ser una decisión muy bien pensada. Yo la pondría en el mismo nivel que tener pareja, mudarte de casa o tener hijos. Es un nuevo miembro de tu familia que se queda para siempre, 24/365. Una responsabilidad en pozo ciego porque sólo termina cuando animal o humano, mueren. Nunca antes, a no ser que el pobre animal caiga en malas manos. Porque de qué sino están llenas las protectoras, si no es de incautados a la mala fortuna, de desesperados por que los quieran y de cachorritos bonitos que se volvieron grandes y meones.

Yo tuve un mestizo que no podía orinar de pie porque le habían partido las caderas a patadas. Murió en mi casa tras muchos años de convivencia feliz, dos meses después que mi marido. Les juro que creí que era mío, pero lo dejó todo para seguirle a él a un sitio donde yo no podía. Si pudiera nombrar a todos los que en mi casa murieron de viejos, no tendríamos sitio para otra cosa. No digo que estuviera mal ese reconocimiento, sino todo lo contrario porque qué otro ser te da tanta felicidad, tanto amor incondicional y tanta compañía, excepto quizás un recién nacido. El otro día- cómo no en los Toruños- conocí a José Luís y a Tao, pareja bien avenida que en años- espero- serán inseparables. No sé la historia de ninguno de los dos, más que la soledad y el abandono habían hecho mella. También sé que han compatibilizado como el aceite y el vinagre en una buena ensalada. Es irónico que cuando no tenemos nada, siempre tenemos un perro, cuando los que quisimos- y nos quisieron- ya no están o tienen vida propia, siempre nos acoge un perro con rectitud, amabilidad y mucha ternura.

No hay nada como los ojos de un perro viejo, lastrado o abandonado para ver las inclemencias de la vida, para que te devuelvan cada una de tus carencias rebosantes de sumas y vean en ti lo que nadie más es capaz de ver.

Los humanos engañamos, estafamos, traicionamos y hacemos daño por el simple hecho de serlo. Si circulan por la realidad virtual podrán ver la peor cara de la humanidad con el orgullo, la prepotencia, la vanidad y otros tantos pecados que no sé si serán capitales, pero que llenarían capitales por lo mucho que abundan. Los perros son incapaces de liarse en guerras infinitas, lo más pueden ladrar a despropósito en la oscuridad de la noche por miedo, quizás librar peleas por comida, territorialidad o defensa, pero sin matar a destajo porque ellos con que el otro se rinda patas arriba, ya van sobrados. No digo que no vengan de los lobos, ni que a veces el carácter les confunda, no digo que no haya alguno que de tanto trauma psicológico esté más allá que acá. Pero son excepciones en la verdad absoluta de que son lo mejor que hemos podido tener en nuestra evolución y la de ellos. Y aun así los seguimos viendo como” cosas” que están ahí, utilizables, vestidos de maritatas, sacados y llevados a nuestro ritmo, operados, medicados o no por nuestra conveniencia. Porque nosotros lo valemos. Somos la especie elegida, no hay más que ver a Putin y a Ellon Musk como magníficos ejemplos de ello.