Los periodistas somos muy dados a dar lecciones y poco receptivos a recibirlas. Cuestión de ego, viene con nuestro pecado original. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. El plumilla polaco Ryszard Kapuscinski se permitió una de estas lecciones en Los cínicos no sirven para este oficio. Decía, algo así como que, si alguien pretende fama, gloria y dinero, no era precisamente el periodismo la mejor manera de alcanzarlo. Qué demonios, tenía razón. Sin embargo, ejercer el periodismo requiere de una dosis semejante de cinismo como de empatía.
Entrando en materia de lecciones, osaría decir que a mayor distancia con el objeto tratado, más gramos de cinismo se despachan. Y cuanto más cerca se encuentra el narrador de los acontecimientos, más empatía. Por eso resulta más cómodo, por ejemplo, hacer una sección de nacional en un medio regional que un reportaje local sobre el desahucio de una familia con tres criaturas a su cargo. Por eso es menos incómodo un análisis político internacional en un periódico local que la crítica al gasto por farola en la reforma de una avenida que acumula meses de retraso. No me cabe duda de que usted me entiende.
En el arte de manejar el cinismo, el desaparecido Paco Umbral lo tenía claro: “El periodismo mantiene a los ciudadanos avisados, a las putas advertidas y al Gobierno inquieto”. Sinceramente, todavía no he tenido la oportunidad de ver atribulado al regente de este virreinato de ultramar al que ya le dura dieciocho años su áleo en la mano. Será que lo hace muy bien o que los otros lo hacen muy mal. Habrá que familiarizarse con la cosa política poco a poco. De momento, no he tenido lugar más que para el clero y la milicia. Hay a quien le he escuchado calificar al sempiterno Juan Vivas como “mi presidente”, título poco asiduo entre gobernantes y gobernados en estos tiempos.
Sobre la cuestión de la empatía, ahí es donde un periodista se juega los talentos. El cinismo, el colmillo retorcido, siempre es la mano fácil en una partida de cartas a la que poco le queda de cuarto poder. Por el contrario, la empatía no deja de ser, en palabras de Montesinos, el camino más corto que la memoria escoge para herirnos.
Porque los periodistas, aunque usted no lo crea, también lloran. Pero lloran, como Alejandro Sanz: cuando nadie los ve. Lloran en los baños de los juzgados cuando asisten a la tragedia de ver cómo la ley se vuelve contra el más débil. Lloran a pie de playa cuando ven el cadáver de una joven que pretendía -pobre ilusa- cruzar el mar en mitad de la noche porque alguien le había prometido una vida mejor al otro lado. Lloran ante el drama de la vida, imparable, imbatible, en todos sus resquicios. Lloran con lo que les asusta, lloran ante lo que temen, lloran ante lo que desean. Lloran con los ojos abiertos, con la cámara encendida y con la grabadora enchufada para dar testimonio de lo que ven con el corazón.
Ceuta es uno de esos lugares donde el llanto de los periodistas se muestra en la asepsia de los textos que intentan salvaguardar la dignidad de los afectados por encima de todas las cosas. “¿Te parece demasiado sensacionalista esta foto?”, me preguntaba mi jefa y, a la vez, compañera. Hacer cinismo en Ceuta podría ser una falta de respeto a los indígenas y pecado con excomunión reservada a cada lector.
Aquí pasan cosas, demasiadas. La cosa, como diría el periodista Guillem Martínez, es qué cosas elegimos para contar, qué cosas son las que queremos que la gente conozca y, lo que es peor, qué cosas se van a quedar por contar eternamente, de las que usted ni nadie sabrá nada. Porque, siento decirle que, lo que no sale en los papeles -soy demasiado viejo para ser tan joven, como me dijo en cierta ocasión una monja yeyé-, no existe. Pierre Bourdieu se dio cuenta de esto en Sobre la televisión y no tuvo empacho en decirle a la ciuddanía que, si deseaban que sus protestas tuviesen efecto, las diseñaran para los medios de comunicación.
Decía que en Ceuta pasan cosas. Más de las que los peninsuleros imaginan aunque ellos -yo, hasta hace diez días- crean que solo pasan cosas vinculadas a la inmigración, el narcotráfico y los sucesos, en general. Probablemente, esas cosas que pasan sean muy parecidas a las que ocurren en otros lugares pero en cada uno de ellos sucede de manera diferente. Porque “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. Cuánta razón tenía León Tolstoi en su primera frase de Ana Karenina.
Tierra adentro no es significativo el sentido de los vientos pero, a pie de mar, un día de levante te obliga a lavar por segunda vez la ropa tendida que olvidaste recoger del tendedero. Ya saben a lo que me refiero. Hablar de multiculturalidad está bien pero vivirla es una bofetada con la mano abierta que te hace replantearte si ser racista pudiera ser una opción. Aseguraría que no llora más el papa de Roma al ver una cuchilla de concertina durante una entrevista en exclusiva que una reportera de El Faro cuando visita a una guineana de veintipocos años que perderá las dos piernas entre dolores y morfina interminable.
Ceuta tiene su propia historia y sabe llorarlas en silencio, sin alharacas. sin aspavientos exagerados, con esa frialdad propia de quien siempre tiene las cicatrices en carne viva. Por más tragedias que ocurran, apostaría a que ni uno de los que comparten redacción conmigo -o en otros medios- ha desaprendido a llorar por los horrores que cada día contemplan.
Pero también se llora de alegría y de eso también saben los periodistas. Se llora de amor y se llora por amor al otro, se llora por la alegría recordada en los momentos felices. No es nostalgia es sinceridad ante la premisa de que ningún tiempo pasado fue mejor que el que ahora nos toca vivir.
En Ceuta se llora de alegría cuando la triunfan los buenos, cuando las historias personales se convierten en la historia de todos y cuando llegan los días de descanso. Ahí sí que saben llorar los periodistas. Porque son en las horas muertas cuando recuerdan que este oficio merece la pena.
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