Opinión

Perfectos iletrados

Todo lo que sé de la experiencia lo aprendí de mi padre.

Y no fue precisamente porque él gastase los mejores años de su vida estudiando.

Antes bien, al contrario, el estudio reglado y formal le rehuía, como la paz a esa llamita azuzada por el viento de la existencia.

Mi señor padre era de esas personas a las que podríamos llamar perfectos iletrados, porque su formación oficial se redujo a una cartilla escolar, atesorada en noches robadas al sueño, a la luz de un candil, al final de tanta jornada entre tomatera y tomatera:

No tuvo la suerte de poder dedicarse a estudiar tranquilamente toda una primaria, secundaria y bachillerato, amén de cuantos estudios superiores, másteres o posgrados le hubiesen apetecido.

Eso nos lo dejó a nosotros, sus vástagos, que no tuvimos que luchar por la existencia más allá de aprender a disfrutar el valor de la vida, y a los que nos inoculó el veneno bendito de la curiosidad y la indagadora pregunta de los principios.

Casi 47 años después, el que escribe, aporta al PIB nacional y consume lo que le toca, gracias a ser profesor de filosofía, luego de haber andado filmando los vericuetos de la vida y de las personas que por ella habitan.

Ahora que no está aquí para aconsejarme, sé que vive en cada una de las palabras que les dedico cada mañana a mis alumnos.

Mi padre fue un perfecto iletrado, y en su ignorancia consciente, como un Sócrates aseteando las posaderas del poder establecido, leyó todo aquello que pudo, pregunto cuanto no supo, indagó lo que le alentaba la existencia y dilucido con precisión y mimo todo cuanto le impedía la existencia.

Jamás oyó hablar, seguramente, de Física, Química, Matemáticas, Biología, Gramática o Historia, pero estaba más presente en cualquier forma a su alcance de cultura que se le pusiese a la mano, que cualquier pupilo medio de nuestros días, lo que le vino a atesorar una sabiduría tranquila de quien sabe bien atada la poca leña que maneja. La justa: conocimiento y saber no siempre son pareja, y acaso tampoco resulten las dos caras de una misma moneda.

Tampoco tuvo, en el trajín cotidiano de una vida laboral asfixiante desde la temprana edad de apenas catorce, tuvo, como le decimos a los alumnos y alumnos cada vez que cuestionan la obligatoriedad de la filosofía y su enseñanza, la sustantividad material suficiente para dedicarse, entre admiración y sosiego, a contemplar de la noche el espinazo de las estrellas, como un Sagan rememorando a los anitguos cosmólogos.

No pudo ser marxista, porque nunca oyó de Carlos, pero llevó la lucha obrera a todo escenario laboral que se le pusiera. Ni conoció a Aristóteles, pero jamás he encontrado mejores ejemplos de virtud y excelencia que sus meditados comentarios al refranero.

Obviamente desconoció a Darwin, pero como al británico le fascinó la mutación de los picos de las pardelas que campan por las islas, de los volcanes, esta vez.

Y, aunque sucumbió, por mor de un amor filial infinito, a un platonismo agustinizante, quiso entender la justicia como el único escenario posible de la existencia de estos pobres mortales.

El otro día en clase de Valores Cívicos y Éticos, esa nueva vuelta de tuerca al currículum pijo progre por europeísta dictamen, una alumna me decía que porqué y cuál fuera la razón por la que tenía que estudiar tantas cosas inútiles (la Ética entre ellas), que no le servirían para lo único importante: fabricar dinero.

No pude evitar pensar en mi padre, que ni lo uno, por precario, ni lo otro, por carente, tuvo en toda su esforzada vida. Esfuerzo… a ver cómo metemos eso en una competencia.

Tampoco pudo evitar pensar en él cada nuevo curso que comienzo en 1º de Bachillerato y les cuento a los alumnos y alumnas (aunque, honestamente, cada vez les prevengo más que no sea del todo cierto…) que en el inicio de la filosofía -occidental- fue, como si fuera ese evangélico principio en el Logos, esta vez como palabra o verbo, cuando un tal Mitos se cansó de explicar las cosas para dar lugar a un Logos que de apofántico ha devenido fulgurantemente aterrador…

Pienso en él en silencio, casi meditando, mientras recuerdo una a una todas sus palabras expresadas en una totalidad innúmera de anécdotas, historias y refranes.

Mi padre era un perfecto iletrado, tanto que cada palabra que de su boca salía era justamente una cariñosa y meditada reflexión de la experiencia: una verdadera historia de vida.

Como cada año, cuando el “temible” tema 1 acecha, con la consabida, e irresoluble, pregunta por aquello que la filosofía sea, cierro los ojos y SIENTO: lo que quiera que fuese esta, era pura filosofía lo que él hacía.

Domingo Santana Cruz

Profesor de filosofía vocacional y tardío, he pasado media vida mirando por un objetivo lo único que me interesaba: las personas. Ahora trato de entenderlas hablando con ellas y prefiero comprender a explicar.

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