ETA ha dicho que se disuelve “para hacer política”, aunque los mismos perros, con distintos collares, pulalan ya por ayuntamientos vascos y navarros, por los parlamentos de ambas Comunidades y hasta por el Gobierno de Navarra, una tierra a la que pretenden “vasconizar”. Al menos, dicen haber abandonado lo que, en su jerga, llaman “lucha armada”, es decir, lo que en roman paladino es puro terrorismo.
Miro hacia atrás, y a mi mente llegan los recuerdos de aquellos momentos en los que he sentido, más de cerca, el fétido aliento de ETA. Fui Diputado por UCD desde 1979 hasta 1982. En el Congreso se nos aleccionaba acerca de las medidas que convenía adoptar para evitar ser víctimas de un atentado, muchas de ellas prácticamente imposibles de llevar a cabo, porque íbamos y volvíamos generalmente solos y a pie, sin posibilidad de proteger nuestras espaldas.
Sin embargo, uno de mis compañeros de escaño, Gabriel Cisneros, logró esquivar la muerte, aunque resultó gravemente herido por un pistolero de ETA. Otro, Javier Rupérez, fue secuestrado y finalmente liberado, sabe Dios a cambio de qué condiciones Jaime Mayor Oreja, también Diputado por UCD en aquella legislatura, sufrió un atentado siendo Delegado del Gobierno en el País Vasco, durante los últimos meses de 1982 Le lanzaron una granada cuando estaba en su despacho, pero, por fortuna, una farola la desvió. Por su parte, el que fuera Diputado socialista en aquella legislatura, Ernest Lluch, fue asesinado años más tarde.
En noviembre de 1984, Ceuta dio su triste contribución a ETA, al ser asesinado en Irún, con una granada que le destrozó la espalda causándole la muerte en el acto, el policía nacional ceutí allí destinado, Mohamed Ahmed Abderrahman. También hay aquí una familia que nunca olvidará el final tan cruel de un hombre joven, casado y con una hija aquejada de parálisis cerebral.
A finales de mayo de 1989 vinieron a Ceuta una prima de mi mujer, Maribel Franco, y su esposo, el recién ascendido a coronel de Intendencia José María Martín-Posadillo. Estuvieron en nuestra casa y cenamos con ellos en la caseta que por aquel entonces tenia Artillería en la playa, invitados por un amigo común, el Comandante de dicho Cuerpo José Torrens.
Martín-Posadillo era un hombre afable y una buena persona, feliz por haber terminado el Curso de ascenso a Generales y también con su nuevo destino en Madrid, donde tan solo unas semanas más tarde, el 19 de julio de dicho año, fue ametrallado y asesinado por los pistoleros etarras franceses Henri Parot y Jacques Esnal, el primero de ellos ya en libertad, pese a estar condenado a cientos de años de cárcel por la Justicia española, y el otro cumpliendo prisión perpetua en Francia, donde fue juzgado.
No sirvió el invento de la “doctrina Parot”, y resulta evidente la diferencia entre las leyes penales de ambas naciones. Muchos ceutíes recordarán la silueta en nuestro puerto, donde hace años tuvo su base, del buque militar de transporte “Martín Posadillo”, así bautizado en memoria de aquel Coronel que perdió la vida simplemente por ser un jefe del Ejército español, como declararon sus asesinos.
En abril de 1990 la ETA decidió mandar, a nombre de mi hermano, cuando éste ocupaba el cargo de comisario general de la Expo92 de Sevilla, un paquete bomba. Dentro iba un libro preparado de tal forma que, al ser abierto por la secretaria, Carmen de Felipe, le destrozó la mano derecha, pues en él iba la bomba, preparada para estallar en ese momento. La perfidia de ETA rondó cerca de mi familia.
En diciembre de 1991 se celebró en Sevilla la boda de mi sobrina Macarena con Javier Arenas. Entre los invitados estaba Manuel Broseta Pont, catedrático de Derecho Mercantil en la Universidad de Valencia, ex senador por UCD en la misma legislatura en la que yo fui diputado y, además, secretario de Estado para las Comunidades Autónomas, más tarde consejero de Estado, un buen amigo común de mi hermano y mío. Nos dimos un fuerte abrazo sin poder imaginar que sería el último, pues muy poco tiempo después, el 15 de enero de 1992, fue asesinado por ETA en Valencia.
Durante los años 1993 a 2000 fui senador por Ceuta. En la llamada Camara Alta también nos daban consejos para prevenir un atentado, tan difíciles de llevar a la práctica -por no decir imposibles- como los de la época en que era diputado. Recuerdo las largas sesiones en las que se debatían los Presupuestos Generales del Estado, que llegaban a durar hasta las dos de la noche, en las que los senadores salíamos a la calle muchas veces solos. Atravesar toda la Plaza de España en solitario a esas horas, como yo tenía que hacer, no era precisamente un paseo agradable.
Pero fue más tarde, en mayo de 2001, durante unos días que pasamos mi mujer y yo en su ciudad natal, Zaragoza, donde volví a experimentar, y esta vez muy de cerca, la vesania de ETA. El día 6 de dicho mes asesinaron a Manuel González Abad, presidente del PP en Aragón, cuando, junto con un hijo, iba al Estadio de La Romareda para asistir a un partido de fútbol. Tres tiros por la espalda acabaron con la vida de otro hombre bueno. Su capilla ardiente se instaló en el Palacio de la Aljafería, y allí permanecí durante unas horas, pudiendo comprobar en directo el tremendo dolor de una familia hundida y desconsolada.
Ni una sola de las 853 víctimas mortales de ETA merecía tan terrible castigo, y ninguna de sus familias –asimismo víctimas- merecía sufrir el intenso e irreparable dolor de perder a un ser querido de esa forma, tan cruel como inútil. Han sido muchas las víctimas de ETA y mucho el sufrimiento sembrado por esa banda terrorista durante medio siglo.
En una entrevista que publicó el Heraldo de Aragón en enero de 2011, Maribel Franco, la prima de mi mujer, viuda de Martín-Posadillo y madre de sus tres hijos, decía la significativa frase que entonces, como hoy, sirvió de título: “Perdonar es de cristianos, pero olvidar es cosa de tontos”. No, los familiares de los asesinados jamás podrán olvidar que la crueldad de ETA les arrebató para siempre a un ser querido. Todos ellos también son víctimas.