Opinión

Paz y guerra

Guerra y paz’ es el título de una voluminosa novela de casi 1900 páginas, cuyo autor fue el escritor ruso León Tolstói, publicada en 1867 a modo de obra épica que representa la lucha del pueblo ruso en defensa de su soberanía nacional contra las ansias imperialistas de Napoleón Bonaparte por adueñarse de Rusia y Europa. El autor utiliza como argumento la exaltación de la guerra, las supuestas virtudes castrenses de los rusos y sus tradiciones. Pero he querido titular este artículo con el título invertido al dado por Tolstói a su novela, para comenzar plasmando en él mi orden de preferencia. Es decir, antepongo la “paz” a la “guerra”, como inequívoca expresión de mi pacífica condición.
Entiendo la paz, no sólo como ausencia de guerra, sino una situación en la que se respeten los derechos humanos, sociales, económicos, culturales, la justicia social, la unidad de España y el orden constitucional en un país donde todos nos podamos respetar mutuamente los unos a los otros. Hace más de dos mil años Cicerón ya decía, que “prefería la paz más injusta, a la más justa de las guerras”. Después, ese gran portento de la literatura española, Miguel de Cervantes, nos dice en “Don Quijote”: “La paz es el mayor bien que se tiene en la vida, y que no es bien que hombres honrados sean verdugos de otros hombres”. Benjamín Franklin: “Nunca hubo guerra buena ni paz mala”. Juan Pablo II: “La guerra es siempre una derrota de la humanidad”. Y Gandhi, el abanderado de la paz: “No hay camino para la paz, sino que la paz es el camino”.
Vemos así, cómo muchos de los grandes personajes de la Humanidad se alinearon más con la paz que con la guerra. De todas formas, ya Thomas Moro, prestigioso filósofo y jurista inglés, nos presenta en su obra “Utopía”, escrita en 1516, cómo entiende que sería la “sociedad perfecta”, razonando que no podrá nunca existir una paz y una sociedad perfectas si las personas están consumidas por la avaricia, la codicia y es inestable en sus creencias, porque, de esa forma, sería imposible alcanzar la felicidad. Y su compatriota Thomas Hobbe, va todavía más allá cuando más crudamente aseveró un siglo después: “Homo homini lupus” (El hombre es un lobo para el hombre).
Las guerras ya sabemos que matan, destruyen, asolan, oprimen, imponen carencias, necesidades, sacrificios, sufrimientos, penalidades, vulneran derechos y libertades fundamentales. Por el contrario, la paz es creadora de vida, promueve diálogo, convivencia, tranquilidad, armonía, progreso, desarrollo, bienestar económico y nivel de vida, dándose con ello las condiciones necesarias para que las personas podamos usar y disfrutar los derechos en paz, armonía y libertad. Quienes son de mi época recordarán a un “halcón” de la guerra, como fue el Ministro de Defensa israelí durante la “Guerra de los Seis Días” (1968), Moshé Dayan. Este hombre, tan belicoso y extremista de la guerra, al final, quizá horrorizado por la cantidad de estragos que con sus órdenes de guerra causó, terminó acuñando la bonita frase: “Si quieres la paz, no hables con tus amigos, sino con tus enemigos, porque, si no, todos hablamos de paz, pero todos terminamos produciendo más armas”.
Lo ideal sería que todos los Estados y todos las personas del mundo entero pudiéramos vivir siempre en paz y armonía, en convivencia, con tolerancia, democracia, libertad y también con responsabilidad, donde todos respetáramos el imperio de la ley y nos respetáramos los unos a los otros. Pero no es menos cierto, y también muy lamentable, que, eso, que tan lógico y razonable parece, luego termina siendo una simple utopía, como ya hemos visto que nos dijo Thomas Moro, porque los humanos no siempre estamos por la labor de ponernos todos a trabajar por la paz, y nos empeñamos en enzarzarnos los unos con los otros, tantas veces sin apenas motivo ni razón.
Por consiguiente, no hay más remedio que reconocer que la paz ha sido, es y seguirá siendo demasiado vulnerable y frágil para que difícilmente se pueda conseguir en su plenitud, porque ese concepto ideal, no deja de ser luego una mera efusión retórica carente de contenido real y efectivo. Los buenos deseos de paz la inmensa mayoría de las veces se ven truncados por la realidad misma de los hechos: la existencia de guerras. Nuestro ocurrente y conceptista Quevedo nos lo dijo a su manera: “Sale de la guerra, paz; de la paz, abundancia; de la abundancia, ocio; del ocio, vicio; y del vicio, guerra”.
Y, cuando hay guerras, quienes siempre pierden y sufren más son los débiles; mientras que los que más ganan y se regocijan son los fuertes. Ahí nace el viejo aforismo militar latino: “Si vis pacem parabellum” (si quieres la paz, prepárate para la guerra), que el primer presidente norteamericano, George Washington, lo recogía así: "Estar preparados para la guerra es uno de los medios más eficaces para conservar la paz”. Es por ello que, aunque parezca una enorme contradicción, los ejércitos modernos son necesarios; no tanto ya para hacer la guerra como para tratar de asegurar la paz. Un ejército hoy se necesita, más que nada, como arma de disuasión, para hacer desistir a los demás que pretendan atacarnos y para poder ayudar al mundo a preservar y proteger a los países débiles, de los ataques, atropellos, violencias, injusticias y comisión contra ellos de crímenes de lesa humanidad.
Por eso los ejércitos de las potencias más desarrolladas, deben estar preparados para la guerra, aunque sin olvidar que su principal misión debe estar orientada hacia las misiones humanitarias y de paz en el exterior, ayudando, auxiliando, enseñando y colaborando con los países que lo necesiten para mantener la paz que haga más efectiva la seguridad internacional; para controlar el desarme cuando así esté acordado; para supervisar el alto el fuego pactado o autorizado por las Naciones Unidas. Y eso es, exactamente, lo que creo que hoy está haciendo nuestro Ejército en sus más de 20 misiones de paz en el exterior, siendo centinela de la paz y llevando ayuda humanitaria y de colaboración necesaria.
Con todo, el peligro de guerra real y efectiva no ha desaparecido, ni desaparecerá. Ahí están las potencias atómicas (EE.UU, Rusia, China, Corea del Norte, Irán, India, Pakistán, Arabia Saudita, Oriente Medio, etc) amenazándose mutuamente. Más hoy las guerras ya no suelen ser declaradas ni con armas, como antiguamente se hacían, sino que han surgido nuevas formas de confrontación: el terrorismo sanguinario, que tanta muerte, desolación y barbarie siembra en el mundo. Hace unos días recordábamos en España el tristemente conocido “11-M”, del que se acaban de cumplido 15 años, que tanto y tan duramente nos golpeó, dejándonos 192 muertos y más de 1000 heridos. El eminente y sagaz estadista Emilio Castelar, ya nos advertía: “Las naciones que olvidan los días de sacrificio y los nombres de sus mártires, no merecen el inapreciable bien de la independencia”. Hay, pues, que prevenir la guerra y el terrorismo sanguinario para asegurar la paz.
Y luego está también la llamada “guerra fría”, el enfrentamiento entre países o bloques, no con armas, sino a través de medios políticos, económicos, sociales, pirateo informático, manipulación de medios de información, científicos, tecnológicos, carrera armamentística, guerras étnicas, de religión; guerra por el espacio; guerra del agua, como dentro de nuestro propio país ya se da entre regiones, sin permitir las excedentarias, cuyos ríos más caudalosos vierten las que les sobra al Cantábrico y al Mediterráneo nororiental, sin permitir trasvases a la España seca de Levante y parte de Andalucía; o la carrera de armas nucleares, cuyo tratado de no proliferación acaban de abandonar EE.UU y Rusia.
La “guerra fría” vino en darse tras finalizar la II Guerra Mundial entre el bloque Occidental liderado por EE.UU y el bloque Oriental encabezado por la Unión Soviética (antigua URSS), habiéndose iniciado entre los años 1945-1947, prolongándose luego hasta la disolución de la URSS en 1985, accidente nuclear de Chernóbil en 1986, caída del muro de Berlín en 1989 y golpe de Estado fallido en la URSS de 1991. Aunque ninguno de los dos bloques tomó nunca acciones bélicas contra el otro. O sea aquella antigua “guerra fría” no fue clásica, o con armas, sino un enfrentamiento esencialmente ideológico y político, pese a que a veces pusieran en peligro la paz mundial. Pero también hizo mucho daño creando tensiones.
Por un lado, la URSS financió y respaldó revoluciones, guerrillas y gobiernos de izquierda; mientras que los EE.UU. dió apoyo y propagó desestabilizaciones y golpes de Estado de signo derechista, sobre todo en América Latina y África. En ambos casos los derechos humanos se vieron seriamente violados. Y si bien estos enfrentamientos no llegaron a desencadenar una tercera guerra mundial, la gravedad de los conflictos económicos, políticos e ideológicos, marcaron significativamente gran parte de la historia de la segunda mitad del siglo XX. Las dos grandes superpotencias pugnaban por implantar su sistema político-económico y su forma de gobierno, erigiéndose en “guardianes” del mundo, en su propio provecho e intereses.
Ahora en Europa no existen las guerras clásicas, y ni siquiera las “guerras frías”; pero sí están resurgiendo estas últimas, de nuevo vuelven a estar en el campo de operaciones beligerantes. Y es que vuelven a tenerse indicios racionales mu fundados de su resurgimiento, aunque casi no se vean por estar solapadas con otra clase de enfrentamientos, como la guerra comercial que están manteniendo los EE.UU. y China; la nueva carrera de proliferación de armas nucleares, a la que retornan esas mismas potencias tras haber roto su anterior pacto para su eliminación; vuelve a surgir la carrera por el espacio; surgen las guerras electrónicas; las cibernética con ciberataques de los llamados “hackers” a través de las redes sociales y medios, para influir en la formación de la opinión pública y en los resultados de los procesos electorales (últimas elecciones norteamericanas, referéndum británico sobre el Bretxit); también la divulgación de noticias falsas que produzcan efectos dañinos y alarma social, económica, orden público; y el separatismo irredento que, paradójicamente, con su corta visión localista opta por el secesionismo cuando el resto del mundo camina con otras más altas miras hacia la globalización.
Pues una forma de frenar o paliar los efectos de las guerras bélicas y las “guerras frías”, como también los grandes flujos migratorios, masivos e ilegales, que son otro factor de desestabilización mundial como en Europa estamos viendo, creo que podría ser que los países ricos promovieran y fomentaran planes de ayuda y desarrollo mediante inversiones productivas en los países pobres. No puede ser que el 1% de la humanidad controle más de la mitad de la riqueza del mundo, y que el 20% más rico posea el 94,5% de esa riqueza, mientras que el 80% debe conformarse con el 5,5%. Es una profunda desigualdad que éticamente significa una enorme injusticia. Aunque tales inversiones dinerarias deben estar condicionadas al control, gestión y administración del dinero por organizaciones internacionales independientes, para que lo invertido vaya destinado a la finalidad que persigue, y no termine cayendo en manos de gobiernos y dirigentes corruptos, mientras que el pueblo se muere de hambre.
Hay que admitir inmigrantes por razones humanitarias a los procedentes de países en guerra que vengan huyendo para refugiarse en el nuestro, previo expediente de regulación como refugiados; incluso hay que admitir la inmigración económica ordenada que venga en busca de trabajo y responda a ofertas previas Pero quienes nunca se deben dejar entrar son quienes vienen arrojando a la cara de la Policía excrementos, productos tóxicos, corrosivos, apaleando a nuestros agentes para quitarlos del medio y ellos pasar la frontera por la fuerza y delinquiendo; y siendo muy vigilantes a posibles terroristas infiltrados que vengan a ponernos a matarnos por cientos como los del “11-M”. Debiéndose también implicar en el acogimiento a todos los países ricos, incluidos los de los “petrodólares”, que nunca acogen inmigrantes ni éstos van a refugiarse en ellos, incluso cuando reyes, jeques, emires e inmigrantes son vecinos. Eso, llama la atención.

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