En la segunda mitad del siglo XVIII, la normalización de las relaciones con los países del Norte de África se convirtió en una de las principales prioridades de la diplomacia hispana, pues, a medida que pasaba el tiempo, se imponía la necesidad de regularizar la situación del comercio marítimo mediterráneo, amenazado constantemente por los corsarios y los piratas de ambos bandos, y terminar de una vez por todas con el vergonzoso tráfico de esclavos del que eran víctimas súbditos españoles en pleno siglo XVIII.
Además, la enemistad con Gran Bretaña y la posibilidad de que se produjera una guerra por Gibraltar o la independencia de las colonias norteamericanas hacía que cada vez fuera más necesario poner fin a la rivalidad con los musulmanes para dedicar los esfuerzos y recursos a hacer frente a las nuevas amenazas. La necesidad de mejorar las conflictivas relaciones con los países islámicos se había planteado ya en el reinado de Felipe V, durante el cual los capitanes generales de Cataluña, Valencia y Baleares se mostraron partidarios de establecer la paz con el Imperio otomano y las Regencias de Argel, Trípoli y Túnez.
Por su parte, la Corona también era consciente de que la paz sería más beneficiosa que la guerra, aunque todavía tendrían que pasar cuarenta años hasta que se emprendieran iniciativas diplomáticas para regularizar las relaciones con aquellos países, cuyo comercio marítimo también sufría graves pérdidas por la acción de los corsarios hispanos, por lo cual los musulmanes también tendrían gran interés en evitar los inconvenientes que ocasionaba aquella situación.
Desde los primeros años del reinado de Carlos III, se inició una política de acercamiento hacia los países de la ribera sur del Mediterráneo, cuyo primer objetivo sería establecer un tratado de paz con el sultanato de Marruecos, lo cual se conseguiría en 1767. Sin embargo, la normalización de las relaciones hispano-marroquíes no fue tarea fácil, pues sería necesario superar un enfrentamiento que duraba ya varios siglos y no tardarían en surgir nuevas dificultades por causa de las plazas españolas del norte de África, entre ellas, Ceuta y Melilla, pues, poco tiempo después de que se hubiera firmado aquel tratado, el sultán, Mohamed Ben Abdellah ⎯Mohamed III⎯, se intentaría apoderar de ellas mediante la fuerza, por lo cual estallaría una nueva guerra entre ambos países a cuyo término se firmaría un nuevo convenio de paz en 1780.
Con ello, las relaciones entre ambos reinos inauguraron una nueva etapa durante la cual se pasó de un estado de guerra permanente a otro que se caracterizaría por la existencia de una serie de paces inestables que se quebrantaron con frecuencia, jalonadas por unos acuerdos diplomáticos que tampoco se respetarían en numerosas ocasiones. Si bien aquel estatus suponía un notable avance en relación con el anterior, ambas naciones todavía necesitarían largo tiempo para regularizar sus relaciones.
El siguiente paso tras la rúbrica del primer tratado de paz con Marruecos sería la normalización de las relaciones con la Regencia de Argel, con la que se mantenía una guerra desde hacía más de 200 años y constituía el principal problema de la Corona en el Mediterráneo en aquellos tiempos, porque sus corsarios eran una importante amenaza para el tráfico marítimo y los moradores del Levante peninsular, cuyas poblaciones estaban expuestas a sufrir un ataque en el momento más inesperado, por lo cual numerosas propiedades cercanas a la costa permanecían baldías e improductivas. Además, los argelinos mantenían un lucrativo negocio a costa de la liberación de quienes habían caído en poder de sus corsarios, quienes exigían un rescate por cada cautivo que hacían, lo cual era cada vez más difícil de aceptar en pleno Siglo de las Luces.
En un primer momento se intentó solucionar la cuestión argelina recurriendo a la fuerza, para lo cual se emprendió una expedición militar en 1775 cuyo principal objetivo sería imponer un tratado de paz mediante el cual la Regencia se comprometiera a renunciar al corso contra las embarcaciones de las naciones cristianas de una vez para siempre y respetara la libre navegación en el Mediterráneo. Aquella expedición, mandada por el conde Alejandro O'Reilly, tenía también entre sus metas destruir las fortificaciones de Argel, cerrar su puerto y apoderarse de toda la artillería, embarcaciones y material de guerra que hubiera en la Regencia e incluso del tesoro de los reyes.
Además, el tratado de paz que se había previsto imponer a la Regencia tenía condiciones muy duras, pues no podría fortificar de nuevo el puerto de Argel ni sus costas, construir o mantener buques de guerra, practicar el corso contra naciones cristianas, ni exigir material militar como regalo a ninguna de ellas, y también estaba obligada a admitir la inspección de las autoridades españolas para verificar el cumplimiento de aquel tratado.
Sin embargo, la expedición del conde O'Reilly terminaría siendo uno de los mayores fracasos militares del siglo XVIII y costaría un elevado número de vidas: 27 oficiales y 501 soldados muertos y 191 oficiales y 2.088 soldados heridos. Después de aquel episodio se regresó a la senda diplomática, iniciándose una serie de negociaciones que estarían plagadas de dificultades, pues los argelinos exigían que se hubiera firmado la paz con el Imperio otomano previamente y tan solo estaban dispuestos a acceder a un acuerdo parcial, por lo cual el conde de Floridablanca enviaría un plenipotenciario a Constantinopla con la misión de negociar un tratado de paz con la Sublime Puerta, entablándose unas conversaciones verdaderamente complicadas.
Además, la mayor parte de los miembros del Diván argelino se oponían a firmar una paz que consideraba perjudicial para sus propios intereses porque muchos de ellos poseían embarcaciones que se dedicaban al corso y tendrían que renunciar a esta actividad. Como medida de presión, el conde de Floridablanca suspendió el rescate de los españoles que se encontraban cautivos en Argel, medida que se mantendría hasta que se firmara el tratado de paz en 1786 añadiendo nuevas penalidades a las de aquellos desdichados, aunque también impidió que los corsarios pudieran continuar lucrándose con su actividad.
La cuestión se complicó todavía más cuando la Sublime Puerta prohibió al dey de Argel en 1780 que se plegara a las exigencias españolas; pero finalmente se firmaría un tratado de paz y amistad con el Imperio otomano el 14 de septiembre de 1782, tras lo cual la Sublime Puerta accedió a enviar un firmán a la Regencia argelina para comunicarle que la paz entre España y Argel sería de su agrado. No obstante, todavía no habían terminado las dificultades, pues la Regencia se negaba a extender aquella paz a Portugal, los enemigos del entendimiento con España recordaban la fracasada expedición de 1775, el dey se oponía a firmar el acuerdo, el Diván se encontraba dividido y muchos pensaban que la paz con España sería tremendamente perjudicial para la economía argelina porque terminaría con el lucrativo negocio del corso ⎯aunque las embarcaciones argelinas también dejarían de ser perseguidas por los jabeques españoles⎯.
Por otra parte, los cónsules de las naciones europeas que disfrutaban de una paz con Argel en aquellos momentos obstaculizaban a su vez la firma de un acuerdo porque la Regencia acostumbraba a romper las paces anteriores cuando establecía una nueva y esto era algo que no les convenía. Por último, el estancamiento de las negociaciones, el incremento de las actividades de los corsarios argelinos, la paz entre España y Gran Bretaña y la ineficacia del firmán otomano propiciarían que se recurriera de nuevo a la fuerza para obligar a la Regencia a firmar el tratado de paz.
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