Esta semana dediqué una noche de lectura al libro “Patrimonio inmaterial de la comunidad musulmana de la Ciudad Autónoma de Ceuta. Fiestas, costumbres y tradiciones”, cuyas autoras son María de los Ángeles Avilés Espejo y Mariam Mohamed Mohamed. La edición de esta obra ha corrido a cargo del Centro Cultural Al Idrissi, contando con la colaboración de la Ciudad Autónoma de Ceuta. Se trata de un libro asequible tanto desde el punto de vista económico, ya que cuesta tan sólo diez euros, como en su contenido. Está escrito, como insisten sus autoras en la presentación, para que llegue al mayor número posible de personas y con este propósito a la vista, han utilizado un lenguaje sencillo y atractivo. El hecho de que hayan insertado en el texto fragmentos de las entrevistas realizadas a miembros de la comunidad musulmana ceutí aporta al libro dinamismo, frescura y entretenimiento.
La lectura de este libro me ha permitido conocer muchos detalles que desconocía sobre las tradiciones y costumbres de mis vecinos musulmanes. Siento que mi pensamiento se ha enriquecido con el conocimiento que he adquirido gracias a esta obra. Ésta es la gran virtud de los libros: la capacidad que tienen de ensanchar nuestra perspectiva sobre la realidad en la que estamos inmersos. Somos tan diversos como visiones particulares y colectivas tenemos del sitio en el que vivimos y de las personas con las que compartimos nuestras vidas. Ceuta, en este sentido, es un espacio de encuentro cultural. Aquí convergen distintas maneras de percibir, sentir y relacionarse con la naturaleza, lo inefable y el sentimiento religioso. Todos compartimos un mismo territorio y estamos dotados de la misma estructura básica de percepción, sentimiento y pensamiento. De igual modo, como el resto de seres vivos, estamos insertos en un ciclo vital de nacimiento y muerte, durante el cual realizamos funciones similares (alimentación, reproducción, etc…) para mantenernos vivos en el plano individual y colectivo. Pero a diferencia del resto de animales superiores, que sepamos, los humanos tenemos conciencia de nuestra propia existencia y finitud. Buscamos sentido a la propia vida y a todo lo que nos rodea. De ahí que seamos seres simbólicos. Todos los animales comen, se aparean, construyen sus refugios y mueren, pero de todo ello el ser humano es el único que hace de estas funciones básicas expresiones de religión, cultura y arte.
La línea que separa la religión, la cultura y el arte es muy delgada. Podríamos hablar que estamos ante un constructo mental que separa lo indisociable para poder entender mejor determinados conceptos. Platón distinguió entre bondad, verdad y belleza con el único objetivo de marcar un camino de perfección para el ser humano y ubicar mejor el complejo mundo de los ideales y las ideas. Partiendo de este esquema abstracto de pensamiento conviene poner los pies en la tierra para reconocer que cada cultura es fruto de un paisaje. El islam, tal y como explicó de manera magistral Waldo Frank en su obra “España Virgen” es hijo del oasis, del desierto, de los cielos limpios y las noches estrelladas y la omnipresente influencia de la luna. El lugar donde nació el islam, en palabras de Frank, “un mundo que durante el día es un mundo de violencias, sin agua y sin dulzura; el mundo de esta vida que apenas es una marcha falaz y apasionada hacia el crepúsculo. La noche es el reino del hombre, su amada realidad: un mundo de jardines en los que fluye el agua, un hogar de llamas tranquilas, un paraje de sombras y de meditación, un refugio empapado de amor. No es extraño el triunfo de Mahoma, el amo de las tierras de la desolación, que aún conduce su pueblo a través de un día de llamas hacia el sueño revelador de su sombrío paraíso”.
El amor por la noche del islam explica que su calendario sea lunar y que su símbolo sea la media luna. Guiados por la luna los árabes buscaron su paraíso terrenal en Occidente. En el árabe, como en todos los pueblos del desierto, existe el impulso de expansión. En esto, nos dice Frank, son iguales el árabe y el judío. Los musulmanes durante muchos siglos mantuvieron “la Idea de las razas del desierto que se mueven siempre hacia los horizontes, hacia una meta inconquistable”. Pero llegaron a Córdoba y aquí contemplaron el paraíso que llevaban siglos buscando y echaron sus raíces. El cristiano, el árabe, el judío, el bereber y el copto se mezclaron dando lugar a cruentos enfrentamientos, pero también dio extraordinarios frutos científicos, filosóficos, culturales y artísticos.
Ceuta fue también un fruto maduro del islam asentado en su anhelado paraíso. Aquí, en esta tierra, fructificaron la religión, la ciencia, la poesía, la filosofía y el arte. La propia ciudad se convirtió en una espléndida obra de arte admirada y deseada por todos. Más hacia el interior del norte de África el islam tuvo más dificultades para penetrar e imponer su férrea doctrina. No tuvo más remedio que integrar en su religión tradiciones ancestrales como el culto a la naturaleza, a los santos y a muchas divinidades paganas introducidas en esta zona por fenicios y romanos. El resultado de este sincretismo religioso y cultural son los numerosos morabitos dispersos por el amplio territorio de Marruecos y Argelia. Ceuta contó con muchas tumbas- santuarios, más de ochenta si tomamos en cuenta la referencia dada por Al Ansari.
Es fácil darse cuenta al leer el libro sobre las fiestas, costumbres y tradiciones, editado por el Centro Cultural Al Idrissi, que el islam que se practica en Ceuta es una mezcla entre sus formas más ortodoxas y las más autóctonas y originales. Las primeras no tienen ningún peligro de perderse. Las segundas, por el contrario, están muy amenazadas. Lo están por el rigorismo religioso que quieren imponer algunos dentro del propio islam y por el descuido a la hora de transmitir este patrimonio inmaterial a las generaciones más jóvenes. El proceso de uniformización de los símbolos, las ideas y las costumbres que trae aparejada la globalización constituye un serio peligro para la preservación del patrimonio intangible mundial, nacional y local. No podemos recluirnos en nuestra tribu ni volver a modos de vida superados, como pretenden determinados grupos fanatizados. Debemos estar abiertos al mundo, pero manteniendo firmes nuestras raíces. Cuando más profundas sean las raíces mejor podremos resistir el persistente y fuerte viento que azota al mundo debido a la aceleración de la historia.
Una de las causas que explica la proliferación de casos de reclutamiento de jóvenes para el grupo terrorista DAESH es el desarraigo que sufren estos chicos y chicas. Buscan de manera desesperada una bandera que enarbolar y un fin que perseguir, así como una identidad que no encuentran en su interior. Construyen su personalidad enfrentándose a un mundo del que se sienten excluidos, y en muchos casos tienen razón en albergar este sufrimiento y este dolor que no tarda en convertirse en frustración y luego en odio. Vivir sin esperanza es fuente de desesperación. Necesitamos saber que nuestra vida tiene un sentido y un significado, y la encargada de dar respuesta a estas cuestiones han sido y son las religiones.
Puede que las religiones tradicionales, como el islam, el cristianismo, el hinduismo y el judaísmo, -por citar a las más seguidas-, cada una de ellas de manera independiente, no tengan la respuesta que anhelan los hombres y mujeres del siglo XXI. Confío más, y tengo más esperanza, en el surgimiento de una re-religión que extraiga de todas las religiones citadas y de muchas otras la parte de verdad que atesoran para confeccionar con estas esencias una renovada manera de entender y concebir la vida. Puede que el cambio sea la autoelaboración de una religión individual que surja de la búsqueda particular de un significado de la vida que no desprecie el pasado ni las enseñanzas de las religiones tradicionales, pero que tampoco supongan un freno y un límite para la libertad de pensamiento, expresión y acción. No va a resultar fácil abordar esta síntesis religiosa y filosófica que proponemos, pero pensamos que es el único camino que nos conduce a la posibilidad de gozar de una vida digna, plena y rica.
Necesitamos, tal y como escribió Lewis Mumford, “una persona no marcada indeleblemente por los tatuajes de su tribu ni coartada por los tabús de su tótem…Una persona a quien sus restricciones dietéticas religiosas no le impidan participar en el alimento espiritual que ha resultado nutritivo para otros hombres”. Esta persona a la que se refería Mumford debe desprenderse de sus máscaras y de su sentido de pertenencia exclusiva a ninguna nación, grupo, oficio, secta, escuela ni comunidad.