Opinión

Partidarios y detractores del vino

Estamos en tiempos de vendimia, de recoger la uva, de pisarla en los lagares, de recoger el mosto en los odres y las viejas tinajas para después catarlo, paladearlo y saborearlo, que en eso consiste la “prueba”, cuando se “pinchan” los toneles y se degusta el rico mosto para saber cómo ha salido. Y es que, el vino es tan antiguo como la propia vida; quizá por aquello que dicen los beodos (borrachos), y otros a los que, sin serlo, les gustan el vino y la vida, que el mismo vino ya es “vida”, porque cuando cualquiera está alicaído, algo depresivo o apesadumbrado, el precioso líquido hace hasta de resucitar a los muertos.

Según la tradición religiosa de Grecia, fue Baco el dios del vino, hijo de Baco, habiendo sido éste quien empezó a plantar viñas para producir vino. Los filósofos estoicos del siglo IV, a. C., reconocieron el vino como fuego, porque decían que era a través de la embriaguez y la orgía como se llegaba a la integración mística de la divinidad. Pero hay otros autores de la antigüedad que atribuyen el origen del vino a una arraigada tradición cristiana. En el Génesis 9. 20, se dice que, “Noé, plantó una viña, pisó las uvas y bebió vino”. Para la Biblia, fue este varón el que inventó el vino. El salmo 104, 15 refiere que: “El vino alegra el corazón al hombre”. Y no cabe duda que el vino algo bueno debe tener, cuando toda la jerarquía eclesiástica desde el último cura hasta el Papa lo bendicen, lo consagran, lo ofrecen en sacrificio a Dios y moderadamente lo beben, aunque un poco rebajado con agua, para que a los oficiantes de la liturgia no se les enrede la lengua, ahora que los curas son un bien escaso y algunos tienen que repetir la eucaristía en tres o cuatro pueblos el mismo día por falta de reverendos.

Y el vino para la celebración eucarística debe ser “del producto de la vid” (natural y puro, es decir, no mezclado con otras extrañas sustancias químicas, según dispone la Instrucción General del Misal Romano, 322. Habitualmente, llevan en su etiqueta la leyenda “Apto para la Santa Misa”. En caso de urgencia, pueden ser utilizado otro vino, siempre que sea de buena calidad, lo que expresa la dignidad que tiene el culto litúrgico. Las marcas de vinos usados para la misa suelen ser: Pajarete, Moscatel, Mistela, Tarragona y Terra Alta, todos de excelente calidad.

En mi niñez, fui monaguillo en Mirandilla dos años, junto con Luis, hermano del cura don Crescencio, y ambos nos bebíamos el vino cuando en la sacristía reponíamos las vinajeras antes de misa. Aquél era vino tinto dulzón, sin que fuera del todo puro, cuya condición debe tener el consagrado, según el Nuevo Testamento. Cuenta la vieja leyenda popular extremeña que, en Almendralejo, cuna del poeta Espronceda y del buen vino extremeño de “pitarra” (de propia cosecha), había un vinatero que, cuando vio que se moría, llamó a sus hijos para revelarles el secreto de que: “tuvieran en cuenta que el vino también se hacía de la uva”; lo que da idea de qué podía él haber estado haciéndolo.

En el Tesoro de Cobarruvias, la voz de las coplillas del Siglo de Oro, lo cantaban así: “Bendito sea Noé/ que la viña plantó/ para quitar la sed/ y alegrar el corazón”. El mismo Jesucristo bendijo el vino en las Bodas de Canaán y en la Última Cena. San Agustín, conocido por el sobrenombre de “Sabio Doctor Angelical”, decía: “el vino, sabio en su medida, riega la ciudad de Dios”, y que: “el buen vino, bien administrado, estimula los sentidos y alivia el alma”.

Numerosos actos oficiales, para darle a la fiesta mayor realce y celebridad, suelen anunciarse diciendo que el ágape, o almuerzo, será  servido “regado con una copa (o las que se tercien) de vino de honor español”. Y en esos actos, ya se sabe que no puede faltar un brindis: “¡Por el Rey!” y “¡Por España!”; porque la costumbre del brindis no solo se instituyó en Europa como costumbre imperial, como en Alemania y Francia, sino que igualmente fue copiada por las monarquías como costumbre real.

En España fueron los romanos quienes mejoraron mucho el cultivo de la vid, aclimatando en las altiplanicies las cepas que eran más resistentes al frío. Luego, hasta 43 veces cita Cervantes el vino en el Quijote, dado que a Sancho le gustaba “empinar el codo”, y con sus excéntricos delirios le dio una vez por desenvainar la espada en una posada de Esquivias (Toledo) y “pinchó” casi todos los odres llenos de vino. Que, después de eso, uno no alcanza a comprender por qué en Esquivias, que fue el pueblo de Dª Catalina de Palacio y Salazar, mujer de Cervantes, y que también está allí el Mayorazgo de los Quijada, pues resulta que instituyeron las Fiestas de la Leche, en lugar de haberles llamado fiestas del vino que, además, está al lado, en La Mancha, tierra fértil, con amplos viñedos y buenos vinos de Rioja, que hasta a mí me gustan sin ser apenas bebedor.

El vino es también alegría, amistad, alma, vida y corazón; es todo un cúmulo de sensaciones encontradas; y es un don que cuando se bebe nos hace estar pletóricos y considerarnos los elegidos, los poseedores del placer, los amos de los sentidos y los magos de las emociones. El vino, de una u otra forma, lo cierto es que a todos nos “embriaga” con sus sabores y aromas de recuerdos. Y, aunque muchos dicen que lo beben para olvidar, yo creo que hay bastantes más que lo beben porque les gusta.

Dicen los buenos bebedores que, el vino, bebido moderadamente, tiene propiedades curativas: previene enfermedades cardíacas, aumenta los niveles de Omega 3, previene la artrosis, reduce el riesgo de padecer cáncer, ralentiza el envejecimiento, protege la piel, facilita la vida feliz, fortalece el cerebro; todo ello, claro está, si se bebe responsablemente y con moderación. Son numerosos los estudios que se han realizado sobre el consumo de vino y sus efectos saludables, prestigiosos científicos y universidades de todo el mundo han demostrado sus beneficios.

El vino estuvo muy presente en la literatura. Escribieron sobre él, lo cantaron, pregonaron y llegaron muy gustosamente a beberlo - quizá para inspirarse - prestigiosos poetas y escritores, como Aristóteles, Cervantes, Cobarruvias, Tirso de Molina, Menéndez Pidal, el “román paladino” de Gonzalo de Berceo, las odas de nuestro paisano extremeño Meléndez Valdés, las comedias de Lope de Vega y la poesía de Quevedo en el “Libro de todas las cosas”; Claude Tiller aseveraba que: “Comer es una necesidad del estómago, y beber es una necesidad del espíritu”. Y hasta el agareno Hafiz refiere, que: “El vino es la sangre de la tierra y de la creación”, aunque luego disimulaba diciendo que su religión se lo prohibía.

Séneca proclamaba que, “el vino es capaz de depurar el alma, curar la tristeza y aliviar las inquietudes”. Cervantes, que: “Tan alto volaba el vino, que ponía las alas en las nubes, aunque él no se atrevía a dejarlo mucho tiempo en ellas para que no se le aguara”. Quevedo añadía: “Mejor es ahogarse de vino, que vivir mojado de agua”. Sancho Panza, con una copa demás, balbuceaba: “Hermosísimo licor/ quién dirá de tu parentela/ a mi padre llaman vid/ y por apellido cepa/ y luego me hice arar/ nací en sarmiento/ y cuando me maduré/ me vinieron a cortar/ Me metieron en un cesto/ y me llevaron al lagar/ allí me pisaron las tripas/ y  caldo me hicieron echar/ Me metieron en la cuba/ y me taparon con tierra/ y cuando “criao” estuve/ me vinieron a probar/ Y salí tan buen danzante/ y con tanta ligereza/ que a todo el que mucho me beba/ le hago hincar la cabeza”.

Y en El Quijote añade: “Bebo cuando tengo ganas/ y cuando no la tengo/ y cuando me lo regalan/ por no parecer un mal criado/ que a un brindis de un amigo/ ¿qué corazón es tan de mármol que no haga la razón?” (“Hacer la razón”, era beber). Tirso de Molina, dice en el Burlador de Sevilla y Convidado de piedra: “Poco beben por allá/ yo beberé por los dos/ Brindis de piedra, ¡por Dios!/ menos temor tengo ya”.

El poeta de Ceuta López Anglada, en su soneto “La Bodega”, rimaba: “Bajé contigo, amor, a la bodega/ y me acerqué al tonel que allí dormía/ por ver si era verdad que en él crecía/ la flor del vino, diminuta y ciega/ Y para poder ver lo que trasiega/ el vino al corazón pensé que unía/ para jugar tu boca con la mía/ porque el amor no sabe/ a lo que juega/ Uniendo así en tus labios vino y mieles/ le demos a la flor de los toneles/ como vaso tu labio femenino/ Y todo fue tan dulce y abundante/ que nunca la bodega vio otro amante/ ebrio de tanto amor y tanto vino”. Aristóteles se preguntaba por qué el vino mezclado con agua emborrachaba más que el puro vino de solera. Stevenson que: “El vino es como un poema en el vaso”. Goethe, que: “La vida es demasiado corta, para beber malos vinos”.  Y el vulgo dice: “De los vinos, el viejo; de los amores, el nuevo”, que eso es saber elegir.

Creo que, como todas las cosas, el vino es bueno si se bebe sin abusar y sabiendo hasta dónde hay que llegar. Si su consumo es responsable y moderado. Y debe ser así cuando hay muchos galenos a los que bien que les gusta “doblar el codo”. Sea como fuere, los catadores entendidos coinciden en señalar que el vino, bebiéndolo sin exceso, es bueno, porque los taninos y el resveratrol, sustancias que contiene el vino tinto, son antioxidantes, ayudan a mantener más limpias las arterias, activan la circulación sanguínea, favorecen el metabolismo y la digestión; y, si es de uva negra, los más mayores dicen que lo beben porque retrasa el envejecimiento y previene algunas enfermedades geriátricas como el Alzheimer.

Prueba de que favorece la salud es que, cuando se bebe en festejos o actos sociales, lo primero que se hace es brindar ante los comensales o contertulios levantando la copa y acompañándola de la consabida expresión de: ¡Salud!, como deseo que todos la tengan y disfruten. Tiene también el vino propiedades cardio protectoras que protege contra el infarto de miocardio. Se dice que con él se tiene un menor riesgo de padecer los cánceres de próstata y pulmón. Y en el terreno social, en muchas ocasiones la amistad se sella con una copita de vino por delante, porque ante un buen vino no hay ni mal bebedor ni conversador torpe o tardo en la expresión.

Pero, lo peor que el vino tiene para los abstemios y sus detractores son el abuso y los excesos que del mismo se hace, el pasarse de la raya y llegar a la ingestión etílica. El alcoholismo es muy pernicioso para la salud, pudiendo producir numerosas enfermedades hepáticas y renales, más efectos colaterales que en los alcohólicos produce el casi seguro trastorno de la personalidad, caer en descrédito ante la sociedad si se está borracho y se comienzan a decir impertinencias y necedades; entonces es cuando se llegan a perder las antiguas amistades y la convivencia; los enormes perjuicios y las tremendas consecuencias que un alcohólico suele acarrear para la vida en familia, pudiéndose llegar en numerosas ocasiones hasta la ruptura familiar, sufrimiento, mal ejemplo y mala educación para con los hijos, dificultades laborales y las consiguientes pérdidas económicas que puede suponer, marginalidad social en la que se puede caer ante la reprobable y mal vista figura del “borracho” que tanto suele ser objeto de mofa y escarnio.

No caigamos nunca en sus perversos excesos. Ahora bien, bebido con moderación y sin tener que conducir, ahí se puede estar hasta capacitado para “soplar el refractómetro”. Pero, si se tiene que conducir, entonces, ni “gota”. A mí me lo pusieron una sola vez en ruta y lo superé tan holgadamente que los agentes me regalaron de recuerdo el aparato medidor. Y, en esa línea, con mi debido respeto y el permiso de los lectores, me uno a quienes quieran alzar la copa para brindar conmigo, en señal de paz y amistad: ¡Salud, va por ustedes…!.

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