Vuelven los políticos a enzarzarse unos con otros en la sede del que ellos llaman “templo de la soberanía nacional”, que dicen es el Parlamento. Andan los unos y los otros insultándose con su tan cacareado: “…y tú más”, como gallitos encrestados de corral que se disputan la gallina más ponedora, pese a que todavía no haya habido ningún gallo del hemiciclo que haya sido capaz de demostrarnos qué hay de verdad sobre el eterno debate de si “fue primero el huevo o la gallina”. Según la leyenda popular, habría sido Cristóbal Colón uno de los que más avanzara en la porfía sobre quién sería capaz de poner un huevo de pie que, como nadie lo supo poner, fue el propio Descubridor quien cogió el huevo y simplemente con darle un golpecito sobre la mesa, pues resulta que el huevo cascado quedó así algo achatado y se quedó ya de pie, dejando a todos boquiabiertos.
Pero, dejando ya a un lado la anterior hilaridad, vayamos ya al centro neurálgico de la cuestión que voy hoy a exponer. Y qué ausentes andan ahora aquellos antiguos políticos que podríamos llamar de mérito y capacidad, de la talla de los célebres oradores de tanto arraigo y prestigio reconocidos como fueron en el siglo XX, entre otros: Donoso Cortés, Argüelles, Cánovas, Castelar, Sagasta, Azcárate, Francisco Silvela, Pi y Margall, Romero Robledo, Alonso Martínez, etc, que, cuando estaban en el uso de la palabra, hasta sus más incisivos adversarios temblaban y hacían estremecerse el hemiciclo parlamentario con sus demoledoras intervenciones. Y no ya sólo por la calidad de su elocuente y brillante oratoria, que también, sino por su poder de convicción, por su capacidad de diálogo y por saber pactar y llegar a fructíferos acuerdos.
Desde luego que, el discurso parlamentario no tiene siempre que ser moderado, sensato, mesurado o de tono comedido. En la vida parlamentaria, lo mismo que en La vida social e incluso en el ámbito familiar, como producto diverso que todos somos del humano entendimiento, es bueno que surjan discrepancias y disensiones, que quienes las tengan pongan en la legítima defensa de sus postulados énfasis, entusiasmo, ardor, e incluso pasión, vehemencia y confrontación razonada y razonable, porque pienso que cada uno es muy dueño de defender tenazmente sus convicciones y sus propios asertos o la causa que cada uno persiga o represente.
Pero, por favor, que los políticos aprendan a saber comportarse y respetarse educadamente, con cortesía parlamentaria, con decoro, con dignidad institucional y personal; sin zaherirse, sin acritud, sin animadversión, sin insultos, ni ofensas, ni descalificaciones. Y también que, lo que prediquen como “`personajes”, que algunos dicen que son, luego ellos mismos, como “persona”, en su vida particular no lo inviertan para practicarlo al revés, como ese dicho que muchos se aplican, de: “Consejos traigo, que para mí no tengo”.
Personalmente pienso que, no tiene más razón quien más grita o más insulta, sino que, precisamente, aun cuando la razón esté de su parte, sólo por ofender y descalificar al adversario la pierde y deja automáticamente de tenerla. Y no se imaginan el efecto tan perverso que eso hace en los electores, que los políticos estén siempre peleándose y a la gresca, negándose a dialogar y negociar, anteponiendo ya de entrada radicales exclusiones, cordones sanitarios o líneas rojas. Tanto tiempo como pierden en insultarse y descalificarse, si lo aprovecharan en resolver los problemas para los que se les ha votado, pues anda que lo íbamos a pasar poco bien los sufridos electores.
En nuestras relaciones sociales con los demás, tenemos que mirarnos más a la cara y frente a frente, y no de reojo, con recelos, odios o resentimientos. En la vida, cada punto de vista o simplemente cada intercambio de opiniones y pareceres pueden ser muy útiles y necesarios en la medida en que también lo son las relaciones humanas y la paz social. Y saber dialogar con voluntad de acuerdo, con altitud de miras y sentido común, es importantísimo. Si para pactar y negociar, no hay que imponer el ideario o los intereses de uno sobre los demás, no someter al oponente o contrario, sino que se debe ceder por todas las partes en aras del acuerdo, en beneficio a los intereses generales de todos y del bien común.
Decía Fernando Lázaro Carreter, que fue filólogo y Director de la Real Academia Española, que “los gobernantes deberían saber que el idioma es garantía de convivencia y de comprensión mutua. Es un instrumento esencial de la democracia”. Sin embargo, en los últimos tiempos, el insulto, la falacia, la ocultación de la verdad, las mentiras compulsivas, la descalificación sistemática, se han ido apoderando progresivamente de la lengua que utilizan nuestros gobernantes y representantes en los foros políticos, convirtiendo así el idioma en un medio de expresión chabacano, barriobajero y a veces hasta soez, que podríamos poner como ejemplo de lo que nunca se debería decir o hacer, sobre todo, si se tienen en cuenta valores generales y universales como la urbanidad, la cortesía parlamentaria, la educación y la ética en general.
La arrogancia, la soberbia, la posesión de la verdad absoluta y la denuncia feroz de los errores o defectos del adversario, sean reales o inventados, constituyen el eje del actual discurso político. Y los políticos se las ingenian para negar lo evidente, para retorcer los votos obtenidos presentando como victorias lo que sólo son fracasos, para imputar a los demás las faltas en las que el imputador es el que merecer ser más reprobado por lo mismo de lo que él se queja, para tapar sus propias vergüenzas y afirmar y negar una misma cosa a la vez y al mismo tiempo, a modo de como hacían los antiguos sofistas en recia clásica. En, resumen, estamos ante un lenguaje de los políticos engañoso, ordinario y falaz.
Hacer crítica constructiva, señalar los defectos y los errores de los demás con miras a corregirlos o subsanarlos, es siempre válido, como también lo es la confrontación civilizada y constructiva; pero el insulto, la ofensa o la descalificación personal, no. Muchos políticos no caen en la cuenta de que el insulto no pertenece al agraviado, pero sí dice mucho y mal del insultante. El lenguaje, que tan útil y necesario es para la convivencia (hablando se entiende la gente), puede volverse nocivo y peligroso cuando se utiliza para insultar, ofender, malmeterse o zaherir y puede ser muy dañino y peligroso si es utilizado de mala forma y con mala fe. Porque, ¿cómo devolver o restituir luego el buen nombre y la dignidad a los insultados u ofendidos sin motivo ni razón?.
A muchos nos sorprende y nos dejan atónitos la demagogia, el sectarismo, el populismo, la tergiversación de las palabras, el menosprecio, los improperios, los “bulos” (ahora que entre los mismos políticos que los han inventado son tan de uso común para herir al contrario) y las frases degradantes que con demasiada frecuencia se intercambian, todo ello, favorece, propicia y promueve la crispación, las situaciones violentas y el enfrentamiento radical que tanto enturbia la paz y la convivencia. Se han perdido las formas y los buenos modales políticos. Las principales características del contenido del discurso político actual son la arrogancia, la soberbia, la vanidad, la autosuficiencia, la mentira evidente y comprobable en muchas ocasiones, junto a la grosería. Y ello no hace sino enturbiar el acuerdo y el entendimiento.
Lo que los españoles necesitamos no es que los políticos se dediquen a pelearse, dividirse entre ellos y también a los propios electores, por aquello que se dice de: ”divide y vencerás”, aun cuando se trate de levantar muros infranqueables, como algunos sin ningún rubor nos han confesado que pretendían hacer, como si los de un lado fueran los buenos y todos los demás los malos. Los políticos tienen que dialogar con seriedad y rigor, con responsabilidad y auténtica voluntad de conciliar la política, llegar a acuerdos, unir esfuerzos y voluntades en torno al bien común, para armonizar en lo personal y el buen trato en la vida, las personas y las instituciones. Eso es lo que los electores le están diciendo a los políticos, pero sin que éstos acaben de enterarse. No escarmientan; ellos van a lo suyo, a ganar el escaño y, luego, si te vi no me acuerdo, hasta dentro de otros cuatro años.
Los políticos del siglo XX, lo que sí usaban mucho era de la ironía parlamentaria, ahora tan ausente, que solían dar a las discusiones parlamentarias la frescura, la gracia y el ánimo distendido que necesita; pero jamás insultaban, ni ofendían, ni descalificaban a sus oponentes. Plutarco nos decía a comienzos del siglo II que la oratoria no es tal si no va acompañada de una razonable dosis de ironía; y también afirmaba que Cicerón cuando hablaba mortificaba a sus adversarios con expresiones hirientes, pero nunca ofensivas, ni calumniosas, ni insultantes; siempre enmarcaba sus asertos dentro de una exquisita educación y fina elegancia, que ello denota cultura e inteligencia.
Pongo algunos ejemplos de ironía política, mordaz e incisiva, pero siempre enmarcada dentro del contexto del fino ingenio y la docta sabiduría. A Winston Chúrchil una diputada le espetó en la Cámara de los Comunes una frase repleta de inquina y odio: “Señor Primer Ministro – le dijo - si yo fuera su esposa, le pondría en el té veneno”. Y él, con sonrisa irónica en el gesto y finos modales en la forma, replicó: “Señora, y si yo fuera su marido, me lo bebería” (con tal de no soportarla). Y en nuestro país, en cierta ocasión, estando en uso de la palabra el diputado Juan de la Cierva, su oponente Sánchez Guerra, le reprochó: “¿Qué se puede esperar de su señoría, si es diputado por Mula”?. Y el primero le replicó: “Pues anda, que de su señoría, que lo es por Cabra”?. En otra ocasión, se presentaron varias señoras a ver a Cánovas del Castillo cuando era Presidente del Gobierno, y una de ellas le dijo: “¡Ay don Antonio, dirá usted que siempre le estamos molestando!. Y él, con todo su gracejo malagueño, le contestó: “Señora, yo nunca me enfado por lo que las mujeres me piden, sino por lo que no me dan”. Indalecio Prieto, para tachar de anticuado a Gil Robles, le dijo en una interpelación: “Su señoría es de los que todavía lleva calzoncillos de seda”. Y Gil Robles le contestó: “No sabía yo que la esposa de su señoría era tan indiscreta”. Se guardaban entonces tanto las formas y la cortesía parlamentaria que Manuel Azaña, al reprender a otro diputado una grosería en su intervención, le dijo: “Perdóneme que me sonroje en nombre de su señoría”.
En fin, ya más en serio, en la vida parlamentaria, igual que en la institucional, en las relaciones sociales y hasta en las personales, es hasta bueno que haya disenso, discrepancia, disparidad de criterios y hasta dura confrontación dialéctica siempre que sean constructivas y civilizadas. Eso es producto de las diferentes formas de pensar de los seres humanos, que es lo que hace más enriquecedora la vida para que tenga más aliciente. El pensamiento único, no existe, como tampoco el axioma de que “quien no piensa como yo, está contra mí y es mi enemigo”, o que la lucha por el poder pretenda justificarlo todo. Luego, cada uno, en uso de su legítimo derecho de expresión y de opinión es muy libre de manifestar sus ideas, sus criterios y convicciones. Pero el derecho a la libertad de cada uno, tiene necesariamente que detenerse allí donde empiece a lesionar la libertad y los derechos de los demás. Y lo que menos soportan los electores de los políticos es ver cómo con tanta frecuencia les mienten, les engañan y se aprovechan de lo público para acrecentar su esfera privada o familiar, en detrimento de los que son bienes generales y de y de interés común.
Los parlamentarios y los políticos deberían darnos ejemplos, ser el espejo permanente de conducta, comportamiento y educación en el que tendrían que mirarse el resto de los ciudadanos, a los que representan. Pues aprendan a respetarse unos a otros entre sí, a respetar al Parlamento, las instituciones, y a los electores que les han votado para que les resuelvan los problemas y que, también, aprendan a respetarse a sí mismos. Es por ello que, por favor, póngase ya a trabajar en serio y de una vez por todas, dialoguen, pacten, lleguen a acuerdos, dedíquense a resolver los problemas de los ciudadanos, pero no a crearlos o a empeorar los que ya tenemos. En lugar de estar constantemente zarandeándose y perdiendo el tiempo en disputas absurdas y en discusiones estériles, trabajen más por dignificar la alta función, el decoro y la responsabilidad que la institución de su honroso cargo representa.