Habrá que insistir. Más por compromiso personal con los valores democráticos que por albergar alguna remota esperanza de que podamos volver a la razón. Hoy, más que nunca, tengo absolutamente asumido que predico en el desierto. Intentar que el asunto de la presencia de menores extranjeros no acompañados en nuestra Ciudad se aborde de una manera objetiva y racional desde los principios que informan nuestra Constitución, es una quimera. Hemos llegado a un punto de degradación de la moral colectiva que cualquier argumento que se aparte del linchamiento (ya sea mediante la expulsión inmediata o la reclusión permanente de estos jóvenes) se interpreta como una ofensa, generando desprecio cuando no odio a quien se atreve a exponerlo públicamente.
La irritación ciudadana ante la mera visión de estos adolescentes deambulando por las calles se ha convertido en un fenómeno sociológico de carácter transversal. Afecta indistintamente a jóvenes y mayores, musulmanes y cristianos, pobres y acomodados, progresistas y conservadores, hombres y mujeres. El relato que convierte a los menores extranjeros en la causa principal del deterioro de la calidad de vida en Ceuta se ha ido consolidando en el imaginario colectivo (como una ola incontenible) hasta alcanzar tintes axiomáticos. Hemos conseguido crearnos un fiero enemigo que nos amenaza como Ciudad (“aquí ya no se puede vivir”) y nos atemoriza como individuos (“todos estamos expuestos a sufrir un robo o una agresión en cualquier momento”). La proliferación de noticias relacionadas con este asunto en todos los medios de comunicación (con inexplicables dosis de enfatización tipográfica); de comentarios y estados en las redes sociales rebosantes de bilis de la peor especie; e insidiosas declaraciones públicas y artículos de opinión abundando en las tesis de la enérgica exclusión, dibujan un panorama desolador. El grado de paranoia que sufrimos es ciertamente preocupante (y alarmante).
Como era fácilmente previsible, este hecho ha trascendido del espacio de opinión al ámbito político adquiriendo una inocultable relevancia. Hasta el extremo de erigirse en la referencia básica de la agenda política actual. Una prueba concluyente. Hemos conocido el proyecto de Presupuestos Generales del Estado para dos mil diecinueve. Ninguna de las gravísimas carencias que tiene nuestra Ciudad encuentra una respuesta satisfactoria en tan malhadado documento. Sin embargo, la indignación del Gobierno de la Ciudad se centra en que “no aparece la partida para los MENA”. No preocupa la ausencia de inversión en vivienda (en la ciudad con el mayor índice de infravivienda del país), no importa la ridiculez prevista para construir centros docentes (a pesar de liderar la clasificación de fracaso escolar), no duele el desinterés `presupuestario por el empleo (teniendo tres de cada cuatro jóvenes en paro). El PP se revuelve contra el Gobierno de la Nación porque no ayuda a resolver el problema de los MENA. Resulta tan frustrante como insultante. Esto es así porque el PP ha llegado a la conclusión de que su declive electoral, vinculado el intuido auge de Vox, tiene su origen en el descontento de la sociedad ceutí (en especial de su electorado) por su incapacidad para “limpiar” la Ciudad de menores extranjeros. Para combatir este efecto han urdido una estrategia. Aunque radicalmente equivocada. En lugar de situar el problema (que existe) en sus justos términos, evitar la difusión de opiniones valoraciones subjetivas y exageradas (a menudo delirantes), transmitir tranquilidad a la población, y aplicarse en cambiar sustancialmente la política que están desarrollando; se dedican a alentar el discurso de la “eliminación” (“cambiaremos las leyes para repatriarlos”) para mimetizarse con la muchedumbre beligerante y ansiosa. Pretenden decirles “estamos con vosotros, compartimos vuestra preocupación y vuestras intenciones y estamos en ello, no os marchéis”. Ocurrirá todo lo contrario. Si el propio Gobierno se empeña en magnificar el problema estará echando más leña a un fuego que no puede apagar, fomentando la imagen de incompetente que ahora tiene. El propio PP empuja a sus votantes a otras posiciones más inhumanas.
Pero lo más triste es que el comportamiento del resto de partidos políticos, que tienen la solidaridad con los más débiles como piedra angular de su ideario, no es más decente. Se han puesto de perfil como si no se sintieran concernidos (salvo esporádicas y tímidas excepciones). Todos callados, haciendo un infame cálculo electoral convencidos de que “partir una lanza” por los MENA tiene un elevado coste electoral que nadie está dispuesto a asumir. Sienten auténtico pavor a verse arrollados por la marabunta. Una vergonzosa derrota en toda regla. Porque los partidos políticos no pueden derivar en una caja de resonancia de las consignas emanadas de los instintos atizados por el miedo, sino que tienen que actuar como baluartes de los principios y valores en los que se asienta la democracia. No pueden ser camaleones ideológicos por miedo a las consecuencias electorales.
Es muy duro aceptar que un colectivo de menores (trescientos aproximadamente) haya sido capaz de desarbolar moralmente a nuestra Ciudad, nos haya derrotado políticamente y nos haya desquiciado por completo. Es preciso reaccionar.
Ceuta no está amenazada por los MENA. La Ciudad no está desbordada por los MENA en mayor medida de lo que lo está en otros servicios públicos. No es verdad que atender a los MENA suponga un coste inasumible para las arcas públicas. No existe un grado de inseguridad desproporcionado causado por los MENA. No es verdad que no se pueda pasear por la calles. Sí es cierto que existe un problema cuyo origen está, precisamente, en la nefasta gestión del Gobierno en el ejercicio de la competencia de menores. Y lo que debe hacer es rectificar. Cumplir con su obligación, que no es otra que habilitar instalaciones adecuadas, contratar plantillas suficientes, prestar todos los servicios preceptivos y desarrollar los programas necesarios. Dicho de otro modo: cumplir la ley. Sólo a partir de ahí es lícito entrar en otras consideraciones.
Los menores que malviven en nuestras calles, reacios a la tutela que se les ofrece en espera de poder embarcar clandestinamente hacia la península, presentan una imagen penosa que nos impacta (a todos). Sus carreras frenéticas, empujones y actitudes desafiantes provocan desasosiego. En algunos casos (pocos) cometen pequeños delitos (indeseables). Pero no deberíamos olvidar nunca que se trata de personas extremadamente vulnerables, que sólo conocen el sufrimiento y la más dura adversidad como forma de vida desde su nacimiento. Hijos de la miseria y el dolor. Quizá nos vendría bien a todos abandonar por un instante ese confortable refugio en el que gozamos de un simulacro de felicidad (que nos aísla en cierto modo de la verdad), zafarnos de tanto prejuicio inoculado por el miedo, descender hasta lo más profundo del alma y reconciliarnos con el hermoso principio de la solidaridad entre todos los seres humanos que poblamos el planeta. Entre ellos también están los menores extranjeros no acompañados.
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