{jaimage crop="ML" /}Los tripulantes del ‘Frida’, el barco ghanés abandonado, añoran a sus familias, a las que no ven desde hace casi nueve meses. La pantalla del portátil ilumina la cara de Aizin, reclinado sobre la computadora en la oscuridad de su camarote. Por enésima vez desde que saliera de Ghana para trabajar a bordo del Frida, reproduce las fotografías de su familia. El marinero se pregunta cómo habrán cambiado sus hijos desde que zarpara hace casi nueve meses.
“Siempre me preguntan, ‘¿papá cuándo vuelves a casa?”, confiesa Samuel Wallendoff, primer oficial del buque abandonado por su armador en diciembre de 2012 y que, hasta el viernes, estuvo fondeado en la Bahía Norte. “Yo les digo que muy pronto, la semana que viene, pero ese día nunca llega”, cuenta afligido.
Samuel tiene tres hijos, dos chicos y una chica. El mayor, de 19, se llama Mark; el segundo es John, de nueve; y Laura es el nombre de la pequeña, que tiene seis años. “Les echo mucho de menos”, admite en la cubierta de la embarcación a la que se encuentran atados hasta que su situación se resuelva. Desde el viernes se encuentran en las instalaciones del Puerto de Ceuta.
“Estoy muy preocupado, imagínese estar en el mar durante nueves meses y que sus hijos sean expulsados de la escuela porque no pagas las facturas y que su esposa no tenga dinero para hacerse cargo de la casa”, relata este tripulante, quien asegura que su mujer recibió algunos cheques al principio, luego talones falsos y, finalmente, nada.
Con la escasa electricidad disponible en el Frida consiguieron cargar durante meses sus móviles, la única vía de comunicación con sus hogares. “Ellos nos pueden llamar pero nosotros no podemos devolver la llamada porque la conferencia es muy cara”, aseguran. Algunos de ellos disponen de teléfonos españoles desde los que hablaban con personas en tierra durante su exilio en el mar. Gracias a estos dispositivos incluso pueden conectarse a las redes sociales y charlar con sus conocidos. Pero nada mitiga el dolor que les produce estar lejos de sus familias.
Cada uno tiene a esposa, hijos, padres o hermanos que les esperan en Ghana. “Si hubiese imaginado que íbamos a pasar tanto tiempo fuera, habría traído más fotos y recuerdos conmigo”, dice Enmanuel W. Gumah, el capitán de la embarcación desatendida.
Como cada noche, Aizin baja a su camarote. Enciende el portátil y recuerda cómo era su vida. “Añoro jugar con mis tres hijos”, reconoce el marinero, que se para en la fotografía de Mariam, su mujer. “Es tan guapa... Estoy deseando estar a su lado”, dice antes de apagar el portátil e irse a dormir. Sólo pide una cosa antes de cerrar los ojos: “Que mañana nos digan cuándo podremos volver a casa”.
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