Lamentablemente aún no conocía Italia. Solo, hace tiempo, pasé unas horas en el aeropuerto de Turín. Me ha venido a la memoria el título de la película que dirigió, en 1962, Vincente Minnelli – adaptación de una novela de Irwin Shaw – “Dos semanas en otra ciudad” en la que el protagonista, interpretado por Kirk Douglas, pasa ese tiempo en Roma. En mi caso, han sido también dos semanas en las que he recorrido una significativa parte del país.
A muchas personas les sorprende –quizá porque en sus mentes reside aún la imagen del poderoso Imperio Romano– que la actual Italia, como nación, solo tiene en la actualidad 158 años de existencia. La caída del imperio fragmentó el territorio peninsular y a principios del siglo XIX existían los estados de : Cerdeña–Piamonte; Lombardía y Venecia; Parma, Módena, Toscana, los Estados Pontificios y el Reino de las Dos Sicilias.
Es precisamente en el siglo XIX cuando surge el movimiento político y social conocido como “il Risorgimento” –el Resurgimiento– que se comprometió con la unificación del país. Entre los años 1821 y 1849 existieron diversos movimientos de unificación, pero ciertamente no tuvieron éxito.
Sin duda alguna, Víctor Manuel II, rey del Piamonte-Cerdeña fue señero en el proceso de unificación, con la participación de figuras como Giuseppe Garibaldi, Camilo Benso, Giuseppe Manzini o Camilo de Cavour.
En la guerra contra Austria, tras las batallas de Magenta y Solferino, en el año 1859, se incorporó Lombardía. Un año después, en 1860, mediante un plebiscito, se anexionaron al reino de Cerdeña los Estados de Parma, Módena y Toscana.
Entretanto Giuseppe Garibaldi con sus Mil Camisas Rojas, se apoderó de Sicilia avanzó hasta Nápoles, e incluso quiso continuar hasta los Estados Pontificios, aunque fue disuadido prudentemente por Víctor Manuel II. Sicilia y Nápoles fueron incorporados a Cerdeña.
El 13 de marzo de 1861, en la entonces capital Turín, el primer Parlamento Nacional proclamó a Víctor Manuel II como Rey. Verdaderamente, al ser el primero de una nueva nación, debía de haberse llamado Víctor Manuel I pero, sin embargo, quiso mantener el II de su original Cerdeña. Al nuevo Estado se le dio el nombre actual de Italia, precisamente el que el emperador Augusto había asignado a toda la península. Cuando el cuerpo de voluntarios de la Legión Lombarda se incorporó al ejército francés, Napoleón entregó a la misma, en noviembre de 1796, un estandarte con los colores verde, blanco y rojo. La bandera tricolor de Italia, en bandas verticales, tiene su origen en el referido estandarte.
Como consecuencia de la paz con Austria, Venecia había permanecido en poder de los austriacos. Gracias al apoyo de Prusia y con el Armisticio de Cormons, el 12 de octubre del año 1866, Venecia pudo añadirse al Reino de Italia.
Solo quedaba para completar la unificación total la inclusión de Roma y los Estados Pontificios. En 1870 las tropas de Víctor Manuel ocuparon Roma pero la confrontación con el Papa, que se negaba a la anexión, suscitó lo que se denominó Cuestión Romana. La solución final no vino hasta mucho más tarde, en 1929, a través del Tratado de Letrán. Firmado por Benito Mussolini y Pietro Gasparri, en nombre de Víctor Manuel III y del Papa Pío XI, reconocía la existencia, como estado propio dentro de Roma, del Estado Vaticano. Verdaderamente es en esa fecha, relativamente reciente, cuando culmina la unidad definitiva de Italia.
Durante todo el proceso histórico el nuevo país ha tenido tres capitales: Turín de 1861 a 1865, Florencia de 1865 a 1871 y desde ese año hasta la actualidad, Roma. Cuatro reyes han regido la nación: Víctor Manuel II, Humberto I, Víctor Manuel III y Humberto II.
Finalizada la II Guerra Mundial –con la monarquía, en cierto modo desacreditada por su vinculación con Mussolini y el fascismo– se celebró un referéndum el 2 de junio de 1946, que estableció la forma de estado como república. La Constitución de la República Italiana entró en vigor el 1 de enero de 1948, aún está vigente y declara a Italia como “una república democrática fundada en el trabajo”.
A pesar de la monarquía abolida en el país, pero plasmado en numerosas estatuas, se muestra un gran reconocimiento a la figura de Víctor Manuel II, artífice fundamental de la unidad patria.
Mis dos semanas se iniciaron en Nápoles. Si te dicen que la ciudad tiene poco que ver, no es cierto. Puede que a muchas personas no les resulte interesante, pero a mi no me disgustó el caos y la anarquía que se respira en la ciudad, los ruidos callejeros a cualquier hora del día o de la noche, los olores, las paredes sin un resquicio ausente de pintadas grafiteras –los romanos, desde antiguo, tenían mucha pasión por garabatear en paredes, columnas o asientos de anfiteatros–, la ropa a secar tendida en las ventanas e incluso los tendederos en la acera. El neorrealismo en estado puro. Aparte de ello, pueden visitarse lugares atractivos como, las iglesias, las plazas, los castillos, las galerías, los quartieri spagnoli o barrios españoles y saborear la pizza Margherita, creada en esta ciudad, con queso mozarella, tomate y albahaca –los colores de la enseña nacional– en honor a la reina Margarita de Saboya.
Cercana está Capri, en el mar Tirreno, la isla mítica donde vivió y gobernó Tiberio, del año 27 al 37. Desprovista, al menos para mí, de gran parte de su encanto por el agobiante turismo masivo. Pompeya y sus ruinas nos permiten rememorar el enfado del Vesubio que asoló, en el año 79, la ciudad y sus habitantes.
La llegada a Roma te impregna del encanto de su historia, aunque el Coliseo –Anfiteatro Flavio, iniciado por Vespasiano e inaugurado por Tito en el año 80 – parezca externamente un queso de gruyer, robado y esquilmado a través de siglos de expolio. Aunque el circo Máximo, de Lucio Tarquinio Prisco, sea solo un campo de césped ocupando el espacio donde corrían las cuadrigas y el Foro y la Vía Sacra sean un cúmulo de piedras. Da gusto pasear por la barroca plaza Navona, con la Fuente de los Ríos, de Bernini, el Trastevere, la majestuosa escalinata de la Plaza de España y el sonido del agua en la Fontana, de 1762, en la recogida plaza de Trevi.
El Vaticano, absorbente: sus museos, la riqueza de la Basílica, la Piedad de Buonarroti, la excepcional Sixtina y la impresionante Plaza de San Pedro, diseñada por Bernini como un monumental abrazo.
Florencia es elegancia y estilo. La joya del Renacimiento. La galería Uffizi, el río Arno, el puente Vecchio y el reconstruido Ponte della Grazie, la Catedral de Santa María del Fiore con mármol blanco, verde y rojo, el espíritu de Alighieri y la impronta del legado de los Medicis.
Siena conserva el espíritu medieval en sus calles. La Catedral, del gótico italiano, es impresionante en su exterior pero el interior es indescriptible. Solería de mármol reflejando escenas religiosas y paganas, con una exquisita técnica que no es mosaico ni taraceado. La biblioteca es una capilla sixtina en miniatura.
San Gimignano, pequeño pueblo medieval, con iglesia del siglo XII, sirve de mirador a los verdes paisajes de la Toscana. Pisa, aunque únicamente se visite por su Catedral, Batisterio y su inclinada Torre, del siglo XII, merece la pena y además permite la turística y tópica foto de simular su aguante con los brazos.
Verona, ya en la región de Véneto, sorprende como ciudad tranquila, agradable, que puede recorrerse fácilmente. Su atractivo lo protagoniza, sin duda, la historia de Romeo y Julieta, pero tiene lugares bellos que visitar: el Anfiteatro romano Arena, del año 30 d.C., de acústica impresionante; el teatro romano del siglo I a.C.; el castillo de San Pedro, magnífico mirador o la Basílica de San Zenón, donde dice la tradición que en su cripta se casaron los célebres amantes.
Desembarcar –nunca mejor dicho– en Venecia impresiona. Para mí es una de las ciudades más originales del mundo. Sus palacios, mansiones y casas, con las fachadas lamidas por las aguas son de lo más insólito. La grandiosa plaza de San Marcos, con su Basílica Catedral bizantina, sus estrechos canales –calles de agua–, surcados por las gráciles góndolas y el impresionante recorrido por el Gran Canal es una experiencia única.
Finaliza el viaje, pleno de intensidad –pero con momentos de síndrome de Stendhal– en la industriosa ciudad de Milán, capital de Lombardía. Urbe de potente actividad económica y emblemática por su cuadrilátero de la moda, está presidida por el Duomo o Catedral, plagada de estatuas que adornan sus paredes y con las impresionantes ventanas del coro.
Durante la interesante experiencia viajera, acompañado de mi esposa –a la que felicito por la organización de la estancia– que hemos realizado fuera de un viaje por agencia, nos ha permitido apreciar con mayor detalle el país, sus habitantes e incluso hacer una comparativa con el nuestro. La amabilidad ha sido una constante. Somos muy parecidos.
Algunas reflexiones colaterales: me ha llamado la atención que en las estaciones de tren no efectúan escaneo o control de equipajes. En los transportes públicos, extrañamente, no se proporciona información, o muy poca, de paradas o estaciones en el recorrido. La circulación , sobre todo en el sur es un caos, los pasos de cebra se respetan poco y hay que ser precavidos. Me ha extrañado la ausencia de grandes o medianos supermercados, en el centro de las ciudades, aunque existen pequeños, normalmente asistidos por orientales. La profusión de grafitis en paredes e incluso en el exterior de los trenes, verdaderamente, rayaría con el vandalismo. No sé si los italianos leen mucho , pero es cierto que me ha llamado la atención la existencia de bastantes librerías. Pensaba encontrar algunas exuberantes estanqueras, como la de Amarcord, de Fellini. Sorpresivamente he comprobado que – y no solo en la juventud– está ausente, en alto grado, la obesidad, situación que en España comienza a ser preocupante y ello, paradójicamente, con la cantidad de pizzerías y gelaterías – heladerías– que pueblan las calles. Merecieron la pena las dos semanas.
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