El coronavirus prospera inexorable en América Latina, augurando pronósticos tenebrosos en materia económica y de empleo, habiendo originado una gran disrupción e intensificando su afanoso presidencialismo, revolviendo de raíz las agendas públicas; además, de reanimar las políticas para los tiempos de depresión y, más palpablemente, enarbolando dos modelos de gobernanza: primero, el que ostenta capacidad de liderazgo social cimbreante y que se anticipa a la toma de decisiones estratégicas; y, segundo, el que prefiere métodos cortoplacistas e incluso contradice la realidad.
Obviamente, ello acontece en un escenario mundial de revalorización sin precedentes, con el protagonismo del Estado y de lo público, como de una solicitud social por una mayor condición de líder político, que se altera conforme la crisis epidemiológica asciende y el carácter de la gestión del Gobierno introduzca o no, en su política comunicacional las metas más apremiantes.
No cabe duda, que la aldea global que intuíamos, ha dejado de asemejarse a ese espacio al que estábamos habituados a frecuentar, dando lugar a innumerables perplejidades. Lo cierto es, que por mucho que se indague, a día de hoy, se desconoce con exactitud como abandonaremos este entresijo; pero, la dimensión del desafío es tal, que requiere respuestas administrativas. De ahí, que los gobernantes de Latinoamérica, dediquen parte de su capital político en la priorización de la lucha contra el patógeno. Haciéndolo sin tener bien atadas una red de protección, como el aparato del Estado, la administración pública o un sistema sanitario adecuadamente financiado, con medios y personal apropiados.
Evidentemente, este reto los sitúa en la primera línea política e induce que una amplia mayoría, con insignificante apoyo popular, padezcan un fuerte deterioro si las dificultades procedentes del esparcimiento del SARS-CoV-2 empeoran, y los poderes representativos se enfrentan a otros problemas para simplificar una crisis que visiblemente desmorona la estabilidad institucional.
En otras palabras: el contexto presente podrían agravar los inconvenientes de gobernabilidad, principalmente, tras el enjambre de protestas sociales. Todo puede enredarse si le añade el predecible trastorno económico y la falta de eficiencia de las jefaturas para contrarrestar al virus; de manera, que se amplificaría la ya prominente antipatía a las clases dirigentes.
Inmersos en el siglo XXI, América Latina afronta una epidemia que sacude por igual, a cada una de las economías regionales. El rompimiento de las cadenas de suministro en el sector manufacturero, ha dejado sin elaboraciones a los proveedores locales, principalmente, por el desplome en la demanda general de materias primas y fabricaciones exportadas.
Asimismo, ha descendido el importe del cereal, el petróleo o el cobre, sin soslayarse, el desmoronamiento del turismo y la fuga de capitales. Amén, que el costo del petróleo se ha degradado a su nivel mínimo en dieciocho años y la Comisión Económica para América y el Caribe, abreviado, CEPAL, vaticina una depreciación del 2% y un paro que escalará en unos diez puntos. Ello, acrecentaría la pobreza de 185 millones a 220 y la pobreza extrema de 67,4 millones a 90.
Como continuación al anterior texto dedicado a la incidencia del coronavirus en Estados Unidos, la crisis sanitaria a corto plazo y la crisis económica a medio plazo, revelan un extenso repertorio de medidas para resistirla. Desde la vertiente sanitaria, se han declarado disposiciones como cierre de fronteras, autoaislamiento obligatorio, estado de excepción por catástrofe, estado de emergencia, alerta roja, toque de queda, etc.
Indudablemente, la configuración de fórmulas enérgicas comporta dos grandes dilemas: primero, durante cuánto tiempo y en qué amplitud se detendrá la economía. Me estaría refiriendo a la misma complejidad en la que están sumidos los dirigentes chinos, europeos y el presidente de EEUU Donal John Trump (1946-73 años).
Y, segundo, cómo hacer que las parcelas más perjudicadas de esta sociedad, o séase, quienes residen en núcleos marginales, o los que se estiman como pobres extremos, aunque, potencialmente casi todos englobarían esta condición, cumplan con los criterios de confinamiento o cuarentena.
Por lo tanto, nos hallamos ante un asunto de salud pública de importante calado y, a su vez, de protección; pero, para estas personas, el hecho de soportar los envites de la vida diaria es una argumentación de supervivencia.
Si habitualmente quebrantan las reglas de juego para sobrellevar una jornada más, ¿por qué no continuar haciéndolo en estas circunstancias? Luego, la tragedia que viven diversos gobiernos, acaban cuestionándose: ¿qué hacer para que dichos grupos respeten las prescripciones aconsejadas?; o, ¿cómo implementarlas?; o, si en definitiva, resultaría más beneficioso no hacer nada.
Yendo a hechos concretos, en los prolegómenos de la crisis o pro CROVID-19, se ha ocasionado una ampliación considerable en la representación de los presidentes en algunos estados intensamente presidencialistas. Los mandatarios se han reunido con autoridades municipales o provinciales, al objeto de encontrar concesos y administrar las principales recomendaciones a la ciudadanía. O, lo que es lo mismo, depositar sobre el cargo institucional toda la responsabilidad en la eventualidad.
Tomemos como referencia a las dos potencias regionales, México y Brasil, que han desenvuelto un catálogo de acciones direccionadas desde la incapacidad a la inexactitud en el oportunismo y conformidad entre las determinaciones, movimientos y discursos realizados.
En ambos casos, Andrés Manuel López Obrador (1953-66 años), presidente de México y Jair Messias Bolsonaro (1955-65 años), presidente de Brasil, con el escepticismo haciendo mella, han renunciado a desempeñar un liderazgo regional.
Comenzando por México, el Gobierno Federal se ha delimitado en llevar a cabo algunas indicaciones a las entidades, especialmente, incrementar las prácticas de higiene personal y proponer el teletrabajo como alternativa; pero, la población se ha adelantado con soluciones de protección autoimpuestas en establecimientos comerciales. Mismamente, numerosas empresas han posibilitado el teletrabajo para impedir concentraciones y cumplir con las cargas laborales atribuidas.
La nota discrepante la suscitó López Obrador, quien, ante el siniestro epidémico, cuando otros estados como Perú decretaban la cuarentena, él realizaba mítines de grandes masas, y en contraposición a la recomendación internacional de aconsejar y reivindicar el distanciamiento social, alentaba a persistir en el abrazo: “Hay quien dice, que por lo del coronavirus no hay que abrazarse. Pero hay que abrazarse, no pasa nada; así. Nada de confrontación, ni de pleitos”.
De lo que se desprende, que López Obrador ha sido consecuente con la amenaza del virus, pero sopesando las repercusiones políticas y sociales del parón que experimentaría la economía en cuarentena, su postura se inclinó por prolongar la Fase I, ‘propagación de la infección’, antes de abordar la Fase II ‘transmisión comunitaria’ y demorar la Fase III, en la que la pandemia desolara al conjunto poblacional. Lo que irremisiblemente obligaría a la instauración del confinamiento y anulación de eventos.
Es más, en las horas preliminares que hubo de aceptar el riesgo de recesión ante el declive del precio del petróleo y el estancamiento económico, proseguía invitando a la urbe a que no abandonase las calles, porque la nación se encontraba en la Fase I. Literalmente decía: “No dejen de salir, todavía estamos en la primera fase. Yo les voy a decir cuándo no salgan”.
Mientras, la Organización Mundial de la Salud, abreviado, OMS, encajaba a México en la Fase II.
En resumen: impropio y con la mente orientada en la calamidad de la epidemia y en las secuelas sociales y políticas motivadas por el paréntesis económico, López Obrador ha modificado sus principios, pasando de respaldar la cultura del día a día que vertebra la sociedad mexicana, a pedir el aislamiento en las casas: “Lo mejor es quedarnos. Vamos a aguantar, vamos a mantener este retiro que nos va ayudar mucho”.
Continuando con Brasil, el primer país Iberoamericano que a fecha 30 de mayo marca el récord de contagios diarios con 26.000 CPR+, la complicación no es de incongruencia como en México, sino de irresponsabilidad.
Con la nación abstraída por el aumento exponencial de óbitos, Bolsonaro, ha mantenido su casticismo político en la guerra estratégica particular diseñada en el Congreso. Impulsando una marcha en favor de su administración y contra el Poder Legislativo y Judicial, quebrando la cuarentena e irrumpiendo en las avenidas sin mascarilla para respaldar a sus incondicionales.
A pesar de todo, con las unidades de cuidados intensivos, abreviado, UCI, colapsadas por la punta epidemiológica y los profesionales sanitarios remando a destajo en estado de shock y sin los recursos adecuados para sortearlos, Bolsonaro, permanecía menospreciando el alcance de la gravedad y lo redujo a que la trasmisión más temeraria no es la del virus, sino la del arrebato: “Otros virus mucho más letales ocurrieron en el pasado y no tuvimos esa crisis. Con absoluta certeza, hay un interés económico para que se llegue a esa histeria”.
Con las medidas de contención contra el coronavirus a merced de los gobiernos estatales, llamó “lunático” al gobernador de Sao Paulo, Joao Agripino da Costa Doria Junior (1957-62 años), por determinar un encierro de quince días en el distrito más habitado y pudiente de Brasil.
Es tal su desconsideración a lo que se está desencadenando humanitariamente, que simultáneamente a la reunión virtual por videoconferencia el 16 de marzo de varios mandatarios hispanoamericanos, sondeando posibles compromisos para confrontar el trance pandémico, Bolsonaro, decidió ser representado por el ministro de Sanidad Luiz Henrique Mandetta (1964-55 años).
Y, no es menos, la polémica levantada con el gigante asiático, China, cuando uno de sus hijos, el diputado federal Eduardo Nantes Bolsonaro (1984-35 años), desató un conflicto diplomático en su cuenta de Twitter, al responsabilizar a la dictadura china del SARS-CoV-2.
Generalmente, esta exhibición presidencial sin un aparato ejecutivo eficiente a la retaguardia y la peculiaridad de lo acaecido, atenúan una progresiva intervención de las Fuerzas Armadas. La conformación del despliegue de militares en las vías públicas mandando en esta situación, es una fotografía frecuente que no es preferencial únicamente de América Latina.
No obstante, dado en demasía este proceder castrense en los lapsos de 1960 y 1970, respectivamente, tiende a contemplarse erradamente con creciente desazón. Sin ir más lejos, se planteó una remilitarización indiscutible de la zona, con motivo de los laberintos ocurridos en las proximidades de la comarca.
Está claro, que dada la especificidad de las instituciones militares, es más fácil convocarlas en estas condiciones, porque se convierten en el puntal vital para precipitar la maquinaria de las políticas públicas, lidiando los efectos sociales y sanitarios de la dispersión de la pandemia: Colombia, ha recurrido a 87.000 hombres; Chile designó a más de 20.000 integrantes para apuntalar las consignas de la dirección; en Argentina, las Fuerzas Armadas han dispuesto sus servicios industriales al servicio de la productividad de antisépticos y mascarillas. Toda vez, que la Fuerza Armada Nacional de Venezuela, ha desarrollado la Fase III para eludir al patógeno.
En México, la Secretaría de la Defensa Nacional va a accionar el Plan de Auxilio a la población civil en casos de desastre, conocido como Plan DD-III-E, con la ayuda de la marina, que le proveerá de ocho hospitales, aeronaves, vehículos terrestres y siete buques.
La enfermedad aprieta a las administraciones porque las prioridades ya no son las mismas: Brasil, descarta las reformas estructurales; Argentina, se aferra a los ajustes; México, recurre a la sensatez en el gasto y Chile, se engancha a la escrupulosidad financiera.
Lo que prima, es el saneamiento de los gastos sanitarios en estados con frágiles sistemas de salud, para salvaguardar a la población y atajar la malignidad del virus. La inestabilidad desatada con las peores predicciones, han conllevado al impulso de iniciativas para robustecer los Sistemas de Asistencia Sanitaria. Colombia, Perú, Brasil y Argentina, han activado fondos adicionales encaminados a este sector.
Del mismo modo, es preciso aprobar dictámenes focalizados en los ámbitos fiscales, monetarios y financieros para rebajar el choque de capital. Los gobiernos han agilizado técnicas que engloban traspasos monetarios, tasas salariales y desahogo tributario para asistir a los hogares y empresas dañadas por el letargo de la producción y el consumo.
Como se ha indicado, el ojo del huracán de muchas de estas direcciones, se han concentrado en la esfera de los más desamparados y en quienes implementan su profesión en sectores inconstantes de la economía. El propósito es reavivar el gasto y conceder protección a las porciones más vulnerables.
Hoy por hoy, una de las debilidades y no fortalezas de los territorios de América Latina en la pugna contra el COVID-19, se evidencia en los elevados impuestos de informalidad laboral propios de la demarcación, que supone indudables aprietos para extender las medidas de alejamiento social, instadas a más inversión sociales para cubrir las estrecheces de un grupo abocado a sobrevivir como buenamente puede.
Aproximadamente unos 130 millones de latinoamericanos mantienen empleos informales, también denominado empleo en negro o empleo irregular, lo que circunscribe la productividad y la mejora económica del contorno, exceptuando a los trabajadores de las protecciones sociales y laborales.
Este entorno, en instantes tan extraordinarios como los actuales, adquiere gran trascendencia, porque los estados de excepción, emergencia, alerta roja o toques de queda, dejan sin ingresos a los sectores de la economía informal.
En similitud, si en la Unión Europea, abreviado, UE, imperan redes de protección social y económica, en Iberoamérica, 140 millones de individuos funcionan en el ente informal y no disponen de un sistema de seguridad social que los socorra.
Estas reseñas cuantitativas descifran tanto las indirectas de algunos gobernantes para preferir la inmovilización de la economía, por la desconfianza a que se agite la paz social y la estabilidad, como por lo implícito de las leyes puestas en funcionamiento y que ambicionan atenuar como ejemplo: el Fondo Coronavirus, en Uruguay; o el Bono de Protección Familiar por Emergencia, en Ecuador o el Bono 380, en Perú; o los subsidios y desembolsos en Brasil y Argentina.
En consecuencia, al hilo del pasaje que antecede a estas líneas y que abordó la severidad pandémica en Estados Unidos, siguiendo con los países de América Latina, el coronavirus se torna en un test de estrés para los gobiernos. Poniéndose a prueba la equidistancia de los liderazgos presidenciales y de los aparatos del Estado, mediante la represión y la ideología.
Esta apuesta ubica a los Jefes de Estado entre las cuerdas, con un enorme desgaste, sobre todo, si la crisis se recrudece y no se articula un escudo defensivo que contenga los aparatos del Estado, poniéndose al borde del precipicio a las administraciones públicas y al sector sanitario con los pocos instrumentos y recursos humanos, técnicos y financieros para hacer frente a un enemigo que no da tregua.
Las incertidumbres a corto, medio y largo plazo de estos espacios geofísicos, están por ver. Pero, si adquiriesen la profundidad de lo que está sobreviniendo en otros sectores del planeta, podrían acabar por encolerizar las rigideces sociales que arrastran a la periferia. Escondiendo resultados políticos con mayor ingobernabilidad, fruto del desasosiego social y del embotamiento económico.
No olvidemos, que las sociedades latinoamericanas comparecen en esta crisis bastante endurecidas y con resentimientos a sus dirigentes que le han desengañado, usurpado y sitiado de los derechos humanos más elementales, con redundantes falsas expectativas y unos aparatos del Estado inoperantes, ineficaces y ennegrecidos por la corrupción.
Los inicuos intereses políticos y la frivolidad fatua de algunos presidentes, ponen en entredicho las desastrosas derivaciones de una encrucijada que tendrá dimensiones incalculables, cuando se retorne a la hipotética normalidad.
La irrupción descomunal del coronavirus es de tal magnitud y resonancia, que no nos queda otra que reinventarnos todo: las formas de operar, de promover o de recapacitar. Estas son a groso modo, las dos caras de una misma moneda de un continente al otro lado del Atlántico: Estados Unidos, donde conforme el contexto deprava, el virus no cesa en su empeño y salen a la luz verdades atroces; y, América Latina, que se atrinchera ante un marco surrealista.
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