Opinión

Las palomas de Ziryab

Allá por el verano de 1901, Virginia , Pablo y Antonio solían visitar el aduar de Jamila Nuba.

Jugaban con los demás niños en el patio donde crecía un florido jazmín que trepaba por la tapia, recibían la merienda y salían de la casa en dirección a Ceuta por un camino de guijarros entretejidos con argamasa. Las casas del poblado, blancas como la adárgama, descendían por la colina hasta las jaumas y los pozos ,donde los hatos de camellos y cabras hacían cola.

El buhonero Zirryab llenaba en esos pozos sus cántaras con agua que vender en Ceuta a perra gorda el sextario, y mientras que Jamila o cualquier otro echaba las cántaras al pozo , se distraía con quienes en los huertos próximos daban juego a la azada y al rastrillo.

Contaba Ziryâb que en otro tiempo trabajó de cordelero en Istambul y quea a sus ancestros los expulsaron de la que fue Tierra de so Tres Libros , creando vergeles desde Tánger hasta la misma Turquía. Jamila Nuba, por ejemplo, era tangerina, descendiente de los desterrados de Álchera, una aldeílla cerca de Jimena, en la Península.

Preguntada al respecto por los niños, Jamila Nuba respondió que sí y que en una ocasión estuvo en el hogar de su antepasados y le pareció muy hermoso pero que en el aduar corría el agua en pleno agosto, lo que no era maravilla menor.

-Eso es completamente cierto - corroboró Ziryab con las buenas manos las que hacen buena tierra.Pero Ziryab imaginaba una tierra aún más hermosa donde corrían los arroyos y crecían en las orillas los acebuches, quejigos y mirtos de gruesas y fuertes raíces, y ,un poco más allá, limoneros y manzanos y almendros, cuyos ramajes cargados de fruto se cruzaban formando umbrías como las hubiera en el Edén.

Cuando hablaba de ese lugar, los niños se preguntaban si en realidad era cosa de su imaginación pies parecía haberlo tenido ante sí.

A veces, los niños lo acompañaban a la playa que llamaban Playa de los Huesos en busca de las valvas de los gaviones que, pulidas y pintadas, servían de recipiente. Estaban allí los huesos de las ballenas a las que los marineros sacaron el saín. Huesos tan grandes que Virginia cabía entre ellos, sintiéndose la niña como el Jonás en el fondo de los mares.

Ziryab se daba trazas para pescar un que otro grojo y negrete, que salían de las profundidades del Estrecho a desovar. Contó que navegó por el filero tras los atunes, chovas, caballas y ochetas, los cuales entraban por el desfiladero en grandes compañías que se dispersaban a la altura de los islotes de Alborán, en las corrientes que allí se formaban. E igual que los peces ascendían de los abismos y se encaramaban a la luz del Estrecho para engendrar, por la misma razón llegaban las rorcuales y aliblancas desde la lejanísima y oscura Terranova, a disfrutar de la luz de aquellas aguas en las cuales dedicarse a galanuras y amoríos, pues había época del año en que tales poderosas criaturas solo obedecían al impulso amoroso.

En cierta ocasión, refirió que navegó hasta Terranova. El frío llenó el mar de blancos islotes y las velas y los cordeles, incluso su propia barba, de carámbanos de hielo.

Abd ar- Ziryâb habitaba ocasionalmente (pues él siempre vivía ocasionalmente en cualquier parte) una alquería en ruinas próxima a Ceuta. En realidad, de la alquería quedaba poco más que el techo de una habitación y un palomar en lo que fue la planta alta. En las horas de agobiante calor, Zuryab buscaba refugio bajo un emparrado que crecía espeso y silvestre en la parte de atrás. Allí cortaba suelas, cosía y embetunaba zapatos igual que hacía plumas de escribir, de las de pavo, a las que daba un corte oblicuo en la punta y luego desocupaba un trozo del interior, dejando intacta la transparente envoltura del canelón ,con el fin de que al mojarse en el tintero hiciera de depósito. Los niños se sorprendían de que alguien comprara semejante antigualla con la que escribir, pero Ziryab no daba puntada sin hilo.

En el palomar salían y llegaban palomas volatineras con buenas o malas noticias, que él cobraba a perra y media. Cuidaba el palomar con poco esfuerzo y sabía cuánto tardaba una paloma en llegar desde Tetuán o desde la lejana Marrakeh o Cádiz. Presumía incluso de conocer los días de navegación que mediaban entre los puertos de una y otra banda, navegación siempre a vela. Así, de Málaga a Alhucemas había un día y medio; de Almería a Orán, otros dos; de Águilar a Ayn Farr, tres días…

Pasados los años, Virginia aún recordaría las palomas buchonas de Ronda y Alhabar, las bravías de Calatrava , las plateadas de Tánger y Fez, los ojos azules de las de Tetuán y Chefchauen y las de Lucena ,tan blancas como las velas de los jabeques, así como las de Ronda y Almazán. Por llegar así de sofocadas, Ziryab les daba de su preciosa agua y tras leer los mensajes recorría Ceuta con sus mulas, desde la calle Linares al Fuerte de San Antonio , a repartir esto y lo otro y también a dar y recibir noticias. Virginia observaba con cierta opresión en el estómago la cara de la gente al recibir o enviar noticias a familiares y allegados y al cabo todos, con sonrisa o entre lágrimas, pagaban a Ziryab su precio.

En cierta ocasión, refirió que navegó hasta Terranova. El frío llenó el mar de blancos islotes y las velas y los cordeles, incluso su propia barba, de carámbanos de hielo.

Abd ar- Ziryâb habitaba ocasionalmente (pues él siempre vivía ocasionalmente en cualquier parte) una alquería en ruinas próxima a Ceuta. En realidad, de la alquería quedaba poco más que el techo de una habitación y un palomar en lo que fue la planta alta. En las horas de agobiante calor, Zuryab buscaba refugio bajo un emparrado que crecía espeso y silvestre en la parte de atrás. Allí cortaba suelas, cosía y embetunaba zapatos igual que hacía plumas de escribir, de las de pavo, a las que daba un corte oblicuo en la punta y luego desocupaba un trozo del interior, dejando intacta la transparente envoltura del canelón ,con el fin de que al mojarse en el tintero hiciera de depósito. Los niños se sorprendían de que alguien comprara semejante antigualla con la que escribir, pero Ziryab no daba puntada sin hilo.

En el palomar salían y llegaban palomas volatineras con buenas o malas noticias, que él cobraba a perra y media. Cuidaba el palomar con poco esfuerzo y sabía cuánto tardaba una paloma en llegar desde Tetuán o desde la lejana Marrakeh o Cádiz. Presumía incluso de conocer los días de navegación que mediaban entre los puertos de una y otra banda, navegación siempre a vela. Así, de Málaga a Alhucemas había un día y medio; de Almería a Orán, otros dos; de Águilar a Ayn Farr, tres días…

Pasados los años, Virginia aún recordaría las palomas buchonas de Ronda y Alhabar, las bravías de Calatrava , las plateadas de Tánger y Fez, los ojos azules de las de Tetuán y Chefchauen y las de Lucena ,tan blancas como las velas de los jabeques, así como las de Ronda y Almazán. Por llegar así de sofocadas, Ziryab les daba de su preciosa agua y tras leer los mensajes recorría Ceuta con sus mulas, desde la calle Linares al Fuerte de San Antonio , a repartir esto y lo otro y también a dar y recibir noticias. Virginia observaba con cierta opresión en el estómago la cara de la gente al recibir o enviar noticias a familiares y allegados y al cabo todos, con sonrisa o entre lágrimas, pagaban a Ziryab su precio.

Una vez arriba, contemplaron la planicie azulada del mar extendiéndose hasta las sierras de Cádiz. A Virginia le pareció aquel un lugar especial, saboreando los tonos de luz y el sutil movimiento del mar en la distancia. Al atardecer se encendieron las luces de los barcos que se dirigían Mediterráneo adentro o a mar abierto, hasta cabo Bojador, Canarias o más lejos aún. En el otro lado del Estrecho brillaron hogueras en medio de un silencio solemne que parecía descender del firmamento. Entonces, por primera vez, se sintió embargada por el arrullo del mar. El Mediterráneo exhalaba olor a especias, a naranjas, y susurraba zéjeles y lailas de lejanas tierras, sones que reverberaban en las olas y en el ajetreo de las plazas.

Zyryab hablaba de forma similar. Una de las últimas veces que estuvieron con él contó que vivió en ciudades excelentes pero que en otras sus habitantes eran esclavos incluso antes de nacer, hacinándose por decenas de miles en los sórdidos entramados de los callejones. Eran gente cuyos antepasados fueron hechos esclavos al igual que ellos y perecieron víctimas de la hambruna y cuyos parientes resultaron diezmados por la peste y la guerra. Gentes que no consiguieron dejar memoria que sus deudos veneraran, ni tierras, ni plata, ni ganados ni cacharros y cuyos pechos eran puños crispados, sus manos garfios de hierro y sus bocas succionaban los huesos de la desesperación.

El lugar que Ziryab anhelaba era muy distinto.

A él se llegaba volando a través del alambicado laberinto de una caracola marina. Ciudad protegida de los malvados y de los perversos por la furia de las tormentas. Allí los desheredados, los desnudos y desarrapados de la vida encontraban cobijo. Era la vuelta a casa, el regreso al hogar donde nadie sería nunca humillado ni torturado ni considerado un extraño.

Cuando Ziryab hablaba así, los niños lo escuchaban embobados, como a través de un sueño.

-Creo que ya sé lo que es un yuelán -dijo Virginia-Alguien que cuenta el vuelo de las palomas.

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