Estuvo en Caracas porque así “Dios lo quiso”. Una experiencia que le hizo entender ciertos entresijos que no todos son capaces de comprender y que, también, le hizo sentir emociones tan humanas como miedo o frustración. El padre Guillermo María Alberto, párroco de Santa Teresa en Ceuta tuvo una vida anterior en Venezuela.
Allí se formó y aplicó la enseñanza cristiana en algunas de las barriadas más castigadas por la delincuencia en Caracas. Aprendió en estos diez años a mirar con otros ojos, a ver a las personas a través de otro espejo.
Su camino estuvo plagado de dificultades y momentos duros, pero, al final, afirma que sí al preguntarle si mereció la pena. Un testigo de historias de vida que pasó a tener un papel activo con el único propósito de brindarles la oportunidad de una vida mejor.
La educación fue el vehículo con el que llegó a muchos jóvenes para tratar de dar un vuelco a su vida. Niños y niñas que, a temprana edad, se ven expuestos a situaciones de peligro. El párroco, de la mano de la Fundación Ciudad Esperanza, los acercaba a otro futuro.
La entidad imparte distintos cursos de formación profesional con la finalidad de alejarlos de las influencias de la violencia. “Allí actúan muchas bandas que se dedican a la delincuencia y al narcotráfico. Los gobiernan. Los puntos de referencia de un joven entre 14 y 16 años son ellas y ser el capo”, explica. “La vida de un chico en un barrio de Caracas es muy corta porque se meten en muchos problemas. Después, por los llamados ajustes de cuentas, son ajusticiados”, detalla.
"Al principio no es fácil. Se escuchaban muy a menudo tiros. Soy también de carne y hueso. Me daba miedo"
Alentarlos a estudiar y tener una oportunidad laboral les permitía, de algún modo, olvidar ese mundo. “Intentábamos enseñarles un oficio para que el chaval tuviese una esperanza en la vida y viera que no era lo más importante en su vida no era estar en una banda, sino tener unos valores que le ayudase a vivir bien”, comenta.
Educar para mejorar
Los jóvenes en riesgo social llegaban a las puertas de la entidad de formas distintas. A veces por el “boca a boca”. Otras gracias a la publicidad que hacían de la fundación para darla a conocer. Sin embargo, en algunas ocasiones, solo bastaba con una charla para ofrecerles esta posibilidad.
El propio padre Guillermo se encargaba de aproximarse a ellos al pasear por la calle para ofrecerles este salvavidas. “Podía pasar en circunstancias muy dispares. Me encontraba a un grupo de chavales y me paraba a hablar con ellos. Algunos se interesaban”, señala. No todos querían participar. De hecho, no era una tarea sencilla convencerles de que la educación podía ser una puerta a la tranquilidad. “Era muy complicado porque del mundo de las drogas y de la delincuencia no es fácil salir. Cuando una persona está muy metido, en según qué contextos, y más esos, es muy duro dejarlo porque después la ley del barrio se impone”, cuenta.
“Si salen de una banda tiene, en ese contexto, tienen como quien dice los días contados. Temen si dices algo, con quien vas a hablar, con quien no lo vas a hacer. Es muy difícil salir”, especifica.
"Les decía que no pensaran que por querer entrar en el seminario eran mejores que los de la calle"
Sus vivencias durante esa década están cargadas de recuerdos marcados por la aspereza. Asume que, la labor que desempeñó, es un grano de arena. “La fundación todavía sigue activa. Ha dado muchísimos frutos, pero tampoco deja de ser una gota en medio de un gran océano. Era una ayuda. Muchos se han beneficiado de ella y han podido salir adelante”, menciona.
No era sencillo estar allí. Escuchar, ver y ser testigo de ciertas situaciones. Sus inicios tampoco lo fueron. “Choca un poco esa forma de vida. Al principio no es fácil. Se escuchaban muy a menudo tiros. Soy también de carne y hueso, también me daba miedo esas cosas”, manifiesta.
Hay que tener mucha psicología o desarrollarla para ser misionero en este tipo de circunstancias. Guillermo, en su caso, lo afirma. “La mentalidad de una persona en ese contexto no tiene sentido, si se me permite la expresión. Hay que entrar en el modo en el que piensan ellos”, reconoce.
Él siempre abogó por la paz del barrio. “La pastoral en Caracas que yo tenía era lo que el Papa Francisco llama la de ‘la oreja’, es decir, escuchar a la gente porque esta te explica y te dice”, comenta. Conversar y adentrarse en las circunstancias de los demás le ayudó a empatizar, a conocer e incluso a intermediar en la medida de lo posible.
“El barrio no podía permitirse muertos. Tuvimos el caso de un chaval, Mario, con 17 años. Por robar un teléfono delante de la madre lo mataron con un tiro en la cabeza porque las cosas allí eran así de crudas. Suena un poco a esa expresión de que la realidad supera la ficción” narra.
Una lección de humildad
“Siempre recurría a la situación personal de cada uno. Creo que nadie es feliz haciendo el mal. Eso es una experiencia que lo he visto siempre”, cuenta. Es este enfoque el que trasladaba a los jóvenes seminaristas que tenía a su cargo. Una lección de humildad y de colocarse a la misma altura que los demás independientemente de cuál sea su historia.
“Les decía a los chavales que no pensaran que por querer entrar en el seminario eran mejores que los que estaban en la calle porque no era así. La circunstancia de ellos los ha llevado a eso, pero ello no los hace peores. La situación de cada uno no determina su bondad o maldad”, señala.
Esta filosofía incluso le llevó a relacionarse con uno de los capos, un vínculo que sirvió, de algún modo, para interceder en algunas situaciones de riesgo y evitar desgracias. Lo conoció de forma fortuita. “Él me ayudó en el sentido de que no se tomaran represiones contra los chicos que decidían dejar ese mundo”, aclara. A través de un rito funerario a su propio hijo, el novenario, el padre Guillermo contactó con él. “Se murió por un ajusto de cuentas”, explica.
"El capo me ayudó para que no se tomaran represiones contra los chicos que decidían dejar ese mundo"
La familia se mostró muy agradecida con él a partir de ese momento, lo que le permitió entablar un diálogo con él e incluso frenar acciones. “Eso me permitía a mí cierta libertad para parar en momentos de guerra, porque eran como tales, especialmente en este barrio los números de muertos por la violencia son muy elevados”, comenta.
“Hay un dicho que dice que hay que aliarse a veces con el diablo para hacer el bien. No todo vale, pero sí que para estas circunstancias, donde primaba salvar vidas, me permitía el lujo de decirle que ello no convenía, que lo que interesaba era la paz del barrio”, especifica. Esta fórmula en ocasiones le servía otras, desafortunadamente, era inevitable un destino no deseado. “A veces él me escuchaba y se podía contener. Otras, por otros intereses, ahí ya no podía”, asevera.
Fe para cambiar
La fe puede ser reparadora a juicio de Guillermo. Es la que le llevó a Caracas y a entregarse a las personas de estos barrios en virtud de su bienestar. “Jesucristo tiene el poder de cambiar la vida de las personas porque lo he visto. Fui testigo de eso no solamente en mi vida sino también allí en el barrio… tanta gente que vi allí en la parroquia con una vida totalmente masacrada y que realmente pudieron dejar la delincuencia y la violencia”, explica.
“No sirve de nada ayudar desde un punto de vista social si no ayudamos a la persona. Si se hace todo lo demás también viene por añadiduras”, especifica. A pesar de la oscuridad, había quien salía del pozo. “Había muchos. La mayoría tenían que salir del barrio. Otros optaban por quedarse”, cuenta. Guillermo vio luz entre lo que otros solo verían pobreza o miseria.
“Era una zona muy necesitaba, pero, ayudar a los demás y ver su sufrimiento en tantas circunstancias difíciles… Era gratificante ver cómo en medio de todo ello veía que Dios acontecía muy humildemente y que se tenían pequeñas gratificaciones al ver cómo la gente con muy poco lo agradecía”, narra. Esta experiencia le transmitió lo que es difícil aprender en cualquier aula. Su maestro fue el sufrimiento.
"Ante el sufrimiento atroz, cuando lo veía en inocentes... lo que producía era ponerme de rodillas ante ellos"
Rememora una historia que lleva consigo y nunca borra, la de Valentina. “Era una niña de 7 u 8 años. Una semana la vi en misa y al día siguiente supe que se suicidó. Después me enteré de que era abusada por un familiar directo”, relata. Vio a la madre sufrir y perder su fe. Aquello le marcó a él también.
Arrodillarse por quien sufre
“Ante el sufrimiento tan atroz, cuando lo veía en los inocentes... lo que producía muchas veces era ponerme de rodillas ante ellos”, expresa. Él era capaz de ver a Jesucristo incluso en esos momentos. Vio personas que, al contrario que él, perdían la fe. “Me decían y me increpaban muchas veces”, comenta. “La fe no es algo mágico. Es un proceso”, reflexiona. A los vecinos les ayudaba, sobre todo sentirse acompañados. “La gente me decía que siendo yo español cómo es que está aquí en este barrio”, comenta. “Les respondía que no estaba allí porque quisiera sino porque Dios lo quería”, concluye.
El padre Guillermo también tuvo sus dudas. Sus momentos de preguntas y de porqués. Sobre todo, le ocurría ante casos como los de Valentina. “Hubo otra historia más dura. Como persona me hundí porque es cuando piensas cómo puede una persona llegar a ese extremo de brutalidad. Son momentos que te dices dejo esto porque no tiene sentido”, manifiesta.
No se trata de abandonar los hábitos ni mucho menos. Afirma que está “enamorado” de ser cura. Más bien se cuestionaba que hacía allí. “Estoy malgastando el tiempo, la vida… pero pensaba muchas veces que las personas me agradecían que estuviéramos presentes”, expresa.
“No me sentía como un supermán o un gran héroe. Iba a ayudar a esa gente igual que lo estoy haciendo aquí”, confiesa. A pesar de que carga con historias complicadas de digerir, se siente agradecido. Mereció la pena su andadura en Venezuela. “Los más jóvenes lloraban porque me iba. Les decía que lo importante no son las personas, sino aquello que te haya dicho te sirva para llevar tu vida pues adelante. Ese es el mayor premio”.
Una labor con repercusión en la zona afectada
El fundador de esta entidad y del proyecto humanitario fue el padre Antonio María Zubía, natural de Zumaia. Fue durante 20 años director del colegio de Marianistas de San Sebastián, en Gipuzkoa. A partir de 1989 vive en Catia, Caracas, junto con dos familias misioneras enviadas por el Papa Juan Pablo II.
Desde ese momento dedicó todos sus esfuerzos a esta iniciativa que relegó al párroco Guillermo tras fallecer. El resultado de esta labor social se ve reflejada en cifras. La zona ha disminuido en los últimos años el número de muertes violentas. Ha pasado de 56 en 1996 a una media de tres desde el año 2001.