Opinión

Al otro lado de la puerta

Esta sección nació hace veintiún años. Cualquier nacimiento es siempre un milagro y una incógnita. Yo no podría haber imaginado la persona que soy, ni las personas que creamos la asociación Septem Nostra llegamos a sospechar el alcance de nuestra labor. Nacimos gracias a la confluencia de un interés compartido por un grupo de ceutíes comprometidos con la defensa, estudio y difusión del patrimonio natural y cultural de Ceuta. El destino quiso que fuera así y no de otra manera. A cualquiera de nosotros igual le hubiera convenido, para nuestras respectivas trayectorias profesionales y académicas, que este encuentro nunca se hubiera producido. Sin embargo, sólo a las Moiras le corresponde la misión de trenzar las hebras de nuestros respectivos destinos. Las Moiras, emparentadas con las Musas, son las que poseen el conocimiento de lo que ha sido, lo que es y lo que será. Precisamente, por este motivo, saben a la perfección cómo trenzar el pasado, el presente y el futuro.

Nuestra preocupación por defender el patrimonio cultural, como testigo del pasado, se ha asentado en la idea de identificar en los vestigios de épocas pretéritas las semillas latentes de un futuro más prometedor que el presente que nos ha tocado vivir. Tal y como explicó de manera magistral Jean Gebser, la estructura de nuestra consciencia ha experimentado una evolución desde la etapa arcaica, en la que se documenta una falta del sentido del yo y de la propia consciencia, hasta la emergencia de la consciencia mental o racional que trajo consigo la imposición del tiempo lineal, el desarrollo del ego racional y el imperante racionalismo. En esta evolución de la consciencia algunos han llegado a una etapa emergente, denominada integral, en la que se ha relativizado el tiempo y el espacio, han alcanzado la trascendencia del ego y han logrado la comprensión de las anteriores estructuras de la consciencia, entre ellas la arcaica, la mágica y la mítica. Esta comprensión ha sido posible tras el reconocimiento de un sustrato primario que conforma todas las formas y que da vida a todos los seres vivos, como escribió Joseph Campbell. A partir de esta comprensión, se puede cimentar una vida sólida y trazar el camino que conduce a la vida interior.

Siguiendo este hilo argumental hemos llegado a un punto en el que para algunos la naturaleza y el patrimonio cultural son mucho más que unas reliquias del pasado que por su extrañeza y singularidad merecen la pena conservar y transmitir a las generaciones venideras. Nuestra predominante estructura de consciencia mental deficiente “ha creado un mundo de aislamiento, mentalidad de masas, fenómenos de masas y atomización. Ha promovido estilos de vida caracterizados por la actividad sin sentido, la fragmentación y la compartimentación. Con la consciencia mental deficiente, la vida ha quedado radicalmente desarticulada; hay una ausencia de cohesión entre los diferentes sectores de la sociedad, por ejemplo, así como entre las diversas disciplinas académicas. Lo más importante de todo es que el desarrollo excesivo de la racionalidad ha hecho que la estructura mental en su forma deficiente niegue la realidad de las otras estructuras y, por lo tanto, se desvincule de los significados vitales y las experiencias unitivas accesibles a las estructuras mágica y mítica” (K. Le Grice, El Cosmos Arquetipal, Atalanta, 2018).

Los vestigios arqueológicos e históricos son algo más que fuentes para el conocimiento del pasado. Los necesitamos para conformar la estructura de consciencia integral del futuro. Todas las edades del pasado han sustentado su cosmovisión en un relato mitológico. El mito cumple una importante función psicológica al conectar conscientemente al individuo con el orden y las realidades de la psique. El capitalismo ha sido muy hábil al construir un relato mitológico que Lewis Mumford denominó con gran acierto el mito de la máquina. Este mito es el hijo esperable de la estructura de consciencia mental deficiente. Según este relato mitológico, un Dios masculino omnipotente e incuestionable ideó el mundo siguiendo un esquema matemático y deducible que luego hizo suyo el cientificismo y el racionalismo. Dios diseñó está máquina y la puso en marcha, siendo todos y cada uno de nosotros piezas sustituibles de una megamáquina cuyo fin único y exclusivo es su propia conservación. Las máquinas carecen de alma, por tanto, el ser humano fue desposeído de su dimensión trascendente. La cosificación del ser humano lleva a su completa desvalorización. Un ser humano carente de alma no se diferencia de una piedra que podemos apartar del camino de un puntapié. Todo acto de barbarie que perpetra un ser humano contra otro viene precedido por una negación de su dignidad innata.

Las administraciones públicas, como la Ciudad Autónoma de Ceuta, encarnan a la perfección los atributos de la megamáquina. Sus fines principales son la autoconservación y la vigencia del mito maquinal al que de manera ciega sirven. Sus conductores, modelados por la propia megamáquina, rinden culto al complejo del poder. Son incapaces de reconocer en el territorio otro valor que no sea el económico. Su miope mirada sólo ve posibilidades de negocios o problemas para sus planes desarrollistas. Donde unos pocos vemos bondad y belleza, otros sólo ven rastrojos o ruinas inservibles. Percibir lo que mayoría ignora es un extraordinario regalo al mismo tiempo que una inagotable fuente de sufrimiento. El sentimiento de amor a la naturaleza conlleva un paralelo malestar cuando es ultrajada o maltratada. A pesar de esta circunstancia, este dolor es compensado con creces con la emoción trascendente que se experimenta mediante la contemplación consciente de la naturaleza. Esta emoción se transmuta en un amor consecuente que te anima a defender a la naturaleza y al patrimonio cultural. Esta actitud frente a las intenciones de la megamáquina no está exenta de peligros. La principal pérdida es la seguridad. Se vive de manera mucho más confortable bajo el amparo del sistema establecido.

Otra pérdida es el respeto y la consideración de una parte de la sociedad, la más poderosa, pero al mismo tiempo recabas el apoyo de otra comunidad, aquella que realmente merece la pena que te tengan respeto. No me refiero a aquellos que reconocen tu labor y no te ningunean en tu propia cara, sino de una comunidad que trasciende el tiempo y el espacio. A este respecto, he leído en estos últimos días una obra de Joseph Campbell, editada recientemente por Atalanta, titulada “El éxtasis del ser. Mitología y danza”. En un pasaje de esta obra, Campbell traza una línea genealógica que une a autores que han marcado mi trayectoria intelectual, como C. G. Jung, Thomas Mann, Goethe, Emerson, Thoreau y Walt Whitman que comparten una misma “filosofía mística”. Todos ellos tienen en común el reconocimiento de un mundo intermedio al que sólo se puede acceder por medio de la contemplación de la naturaleza, el estudio de la mitología y el cultivo del arte. Como decía Cézanne, “el arte es una armonía paralela a la naturaleza”.

No tengo la más mínima duda de que cada uno venimos a este mundo con un propósito y que la plenitud existencial consiste en seguir nuestro camino con valentía y decisión. Hay quienes han dedicado buena parte de su trayectoria profesional al estudio de puertas históricas y para mí merecen todo mi respeto y consideración. En mi caso, una vez identificada la puerta de la eternidad que se erige sobre Ceuta, todo mi empeño se ha dirigido a encontrar la llave que la abre para que el espíritu de este lugar regrese a esta tierra sagrada, mágica y mítica y así este lugar sea resacralizado. Esto no sucederá al menos que nos desprendamos del mito de la máquina. El siguiente paso depende de nosotros, pues, como concluyó Lewis Mumford en su monumental obra “El Pentágono del Poder”, “las puertas de la cárcel tecnocrática se abrirán automáticamente, pese a sus herrumbrosas bisagras, en cuanto nos decidamos a salir de ella”. Al otro lado de la puerta nos espera un mito ignorado y ninguneado por los conductores de la megamáquina y sus complacientes seguidores: el mito de la vida. Este relato mitológico ha sido representado durante muchos milenios en Ceuta y en el Estrecho de Gibraltar y ha permanecido oculto de manera interesada, como ciertos elementos arqueológicos empotrados en milenarias murallas. La sincronía es muy sugerente, aunque los caminos que han conducido a ambos descubrimientos han sido claramente distantes, así como lo han estado sus respectivos caminantes. En cualquier caso, lo importante es lo que nos espera al otro lado de la puerta.

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