Cada vez que regreso a Extremadura, mi tierra, nada más asomo por el Cerro de la Carretera y voy ya dando vita a mi querido pueblo, MIRANDILLA, noto como si se me ensanchara el corazón y se me alegrara el alma. Y es que, la tierra donde cada uno nació, el sagrado recinto familiar que nos albergó junto a nuestros seres queridos, la torre de la iglesia o bendito lugar en el que de niño iba a rezar, las escuelas pública y mis maestros, los amigos de la infancia, los juegos infantiles en las eras de mi pueblo, que ya no quedan, guiar el aro, montar en zancos, jugar al fútbol a veces hasta con una pelota hecha de trapos, montar en bicicleta, gatear por las encinas a coger nidos y pájaros, todos esos juegos de pequeño, pues ya nunca se olvidan y duran hasta la muerte.
En mi caso concreto, a pesar de haber pisado ya la edad octogenaria y tener que seguir desplazándome hasta a 440 kilómetros, desde Málaga a mi pueblo, no puedo faltar de visitarlo, al menos, dos veces al año, porque me tira la “tierra parda extremeña”, necesito olerla, saborearla, volver a visitarla y respirar su aire puro y sano, alejado del mundanal ruido y de la polución atmosférica de las grandes urbes. Por eso, no tengo más remedio que volver en primavera y en otoño. En la primavera, porque los campos extremeños están que estallan de luz y de colores, y el paisaje aparece todo vestido con sus mejores galas verdes, presentando una bella estampa panorámica de contrastes encantadores que hacen impresionante su belleza, con un clima suave y espléndido, disfrutando de lindas vistas placenteras que se pierden en el horizonte hasta allá en la lejanía, mirando hasta donde parecen juntarse el cielo y la tierra.
Ese color verde de mayo, salpicado de las distintas tonalidades del color de las flores, se hace todavía más omnipresente por la exuberante frondosidad de los densos encinares que hay en los alrededores de Mirandilla, rodeado de frondosas dehesas de encinas milenarias y con viejas oquedades que se asoman a las mismas puertas del pueblo, y también densos y extensos olivares que se desparraman recostados sobre la ladera de su preciosa sierra, que parece como si fuera una corona ceñida sobre la frente de mi pueblo levantada, presentando lindos paisajes y una estampa de verde-oliva que, junto al ambiente puro y limpio que allí se respira, hacen que en sus campos se disfrute de un encuentro pleno con la naturaleza que se relajen los cinco sentidos.
Y en el otoño, necesito igualmente volver a Extremadura porque por esas fechas el clima es bastante suave y benigno, sin frío ni calor, con un ambiente y unos paisajes deliciosos que presentan una tonalidad de variados matices cromáticos, cubriéndolos de una luz algo así como parda y amarillenta con diferentes contrastes. Parecería a primera vista que el otoño presenta un cambio empobrecedor, un tránsito hacia los tristes colores grises y amarillentos que invitan al bostezo y a la monotonía. Pero, aunque irremediablemente tenga que darse ese resultado al final del ciclo otoñal hacia la estación invernal, lo cierto es que no es necesario el vigor de la radiante luz primaveral para disfrutar de los distintos colores otoñales y, este año, la alegría de ver también de llover copiosamente, como en los viejos tiempos, tras haber padecido tan prolongada sequía.
Y en el otoño, necesito igualmente volver a Extremadura porque por esas fechas el clima es bastante suave y benigno, sin frío ni calor, con un ambiente y unos paisajes deliciosos que presentan una tonalidad de variados matices cromáticos, cubriéndolos de una luz algo así como parda y amarillenta con diferentes contrastes. Parecería a primera vista que el otoño presenta un cambio empobrecedor, un tránsito hacia los tristes colores grises y amarillentos que invitan al bostezo y a la monotonía
La disminución de luz y temperatura en el otoño se convierte en una manifestación sutil e insospechada de nuevos matices como los que se pueden contemplar en los campos extremeños en esta época, con variados colores, que permiten percibir detalles escondidos de su medio ambiente, gracias a una luz ambiental bastante más tenue que la del tórrido verano. Aunque para algunos el cambio producido con la llegada del otoño pueda pasar inadvertido y sin darle mayor importancia, quienes desde niños vivimos en la naturaleza y sentimos una irresistible atracción hacia el medio ambiente, notamos que, si bien en la época otoñal se ve disminuida la luz ambiental, sus colores ocres nos hacen recordar con nostalgia el medio natural en el que nacimos y vivimos la niñez y la adolescencia, trayéndonos gratos recuerdos y vivas sensaciones que nos impresionan y nos trasladan a aquellos años jóvenes de los que ya sólo nos queda el añorado recuerdo de aquella alejada edad en que los disfrutamos.
Y es que, la tierra que nos vio nacer, el solar querido donde la apacible virtud meció de niños nuestra cuna, esa es una de las cosas que más se graban de forma indeleble y en nuestro recuerdo; son también los vínculos más fuertes y que mayores sentimientos despiertan en las personas, junto con el del cariño de la propia familia, que suele ser el más puro y verdadero. Y no cabe duda de que por algo el poeta Gabriel y Galán, cantó así a la tierra extremeña: “Busca en Extremadura soledades/ serenas melancolías/ profundas tranquilidades/ perennes monotonías/ y castizas realidades”. Los que de verdad tenemos espíritu extremeño, amamos nuestra propia tierra desde lo más profundo de nuestro ser, porque fue la primera que nos dio cobijo, la que nos acogió, en la que dimos nuestros primeros pasos, la que desde niños nos fue dando configuración y arraigo a través del entorno, de la familia, de los amigos de la infancia y de las demás personas que nos han rodeado en esa corta edad que va desde los 8 a los 15 años en la que tanto se graban la gente y las cosas. Así fue como nos nacieron las primeras sensaciones, como seguimos las costumbres y las tradiciones de nuestros antepasados, el apego al lugar, la forma de ser, de sentir y de pensar, y también el profundo extremeñismo que se siente en la propia tierra extremeña.
Por eso, el gran poeta amante de su tierra andaluza y de la naturaleza, Antonio Machado, nos dijo: “No hay persona bien nacida que no ame a su pueblo”. Y, en Mirandilla, mi pueblo, en esta época y andando entre cerros, llanuras, valles, cañadas, eriales, regatos y posíos, me recreo y regocijo con sólo contemplar el medio natural, el verde de las primeras hierbas brotadas y también en presencia de la frondosa vegetación entre la que se disfruta del ambiente fresco y sano, en medio de la tranquilidad, quietud y paz que se vive en la soledad del campo y de sus profundos silencios, que sólo se rompen con el armonioso canto de las aves y los pajarillos revoleteando por el cielo y entre la arboleda; como cuando en esta época se puede disfrutar de la típica estampa de la llegada de las grullas a las dehesas extremeñas, que allí es uno de los espectáculos más fascinantes del otoño: ver saltar y bailar las grullas en su peculiar danza del amor.
Desde principios de noviembre van llegando las primeras bandadas de grullas cruzando los cielos y volando alto con su típica formación en flecha, o de número 1, con sus sonoros graznidos que se oyen en la distancia. Unas 70.000 grullas eligen Extremadura para pasar el invierno, y se pueden ver prácticamente en todas las comarcas; a veces cuando se posan se ven en sus danzas nupciales de saltos y aleteo en el aire y sus típicos “gru-gru” en vuelo, y haciéndolo en forma de.
La encina es desde la más remota antigüedad el árbol simbólico más emblemático que representa la naturaleza y el medio ambiente extremeño. Ya sus antiguos pobladores íberos, lusitanos, vetones y celtas, de cuya mezcla posterior con portugueses y castellanos, procede el arquetipo étnico, antropológico y sociocultural de los actuales extremeños.
Figura documentado de tiempos en que Mérida fue la capital de la antigua Lusitania, como ahora lo sigue siendo de Extremadura, que con el poder nutriente de las bellotas se alimentaron el héroe Viriato y un puñado de sus huestes extremeñas, que así fue como pudieron vencer en principio a todo un ejército imperial romano, habiendo sido de los pocos guerreros en toda Iberia que con su tenaz resistencia y sorprendentes victorias fueron capaces de vencer a generales romanos tan prestigiosos como Marcelo, Numio, Atilio, Galba, Vetilio, Plautio, Unimano y Serviliano Cepión, dejando a salvo la dignidad de Hispania, hasta que el indómito capitán extremeño fuera muerto por sus tres lugartenientes, que no eran extremeños, sino de Urxo (Osuna) que le traicionaron: Audas, Ditalco y Minuros, pero que cuando luego fueron a cobrar el precio de su traición los romanos le contestaron: “Roma no premia a traidores”.
Ahí está también para acreditarlo la inigualable calidad, afamada en todo el mundo, que tienen los exquisitos jamones de pata negra extremeños. Por eso, cada vez que vuelvo a mi pueblo, me afloran numerosos recuerdos de mi infancia, hondas emociones y profundos sentimientos. En eso, me ocurre como al ilustre extremeño Donoso Cortés en su Don Benito natal, cuando dijo: “Me debo y me entrego a la tierra; entre los míos hago pasar y repasar aquí como sombras queridas los días de mi infancia, y así me vuelvo niño para ser feliz”.
Y qué gratificante es poder contemplar por los campos extremeños su flora y su fauna. Todavía en muchos pueblos se sienten aquellas viejas sensaciones vividas de niño, de despertarse por las mañanas oyendo cantar al gallo su quiquiriquí anunciador de la madrugada, o al alba a los gorriones y las golondrinas cuando revoleteando por los tejados alegremente pían; o viendo pacer el ganado por el campo y las dehesas, oyéndose el mugido de las vacas, el balido de las ovejas, el sonar de sus cencerros, el relinche de los caballos y el ladrido de los perros. Todo eso, son brotes de vida que salen de la propia tierra.
Por eso, cada vez que vuelvo a Extremadura, disfruto y me recreo paseando por los campos extremeños, en los que la naturaleza parece haberlos dotado de tan singular belleza, en medio de la tranquilidad, quietud y paz que se vive en la soledad del campo, con sus profundos silencios. Y luego está la acogedora y hospitalaria gente de mi pueblo, tan sencilla tan modesta y campechana, como yo mismo soy, siempre con la mano tendida y el gesto generoso en señal de sincera amistad y sana convivencia.
Y luego están los ricos y exquisitos productos de mi “tierra”, como el chorizo blanco, el colorado, la morcilla de “mondongo”, la “prueba” de la típica matanza extremeña y el sabroso jamón de pata negra, que tiene fama de ser el mejor del mundo; todo ello, bien regados con el típico vino de “pitarra”, o de propia cosecha. El poeta ceutí, Luis López Anglada, en su soneto “La Bodega”, rimó así tan preciado líquido: “Bajé contigo, amor, a la bodega/ y me acerqué al tonel que allí dormía/ por ver si era verdad que en él crecía/ la flor del vino, diminuta y ciega/ Y para poder ver lo que trasiega/ el vino al corazón pensé que unía/ para jugar tu boca con la mía/ porque el amor no sabe/ a lo que juega/ Uniendo así en tus labios vino y mieles/ le demos a la flor de los toneles/ como vaso tu labio femenino/ Y todos fue tan dulce y abundante/ que nunca la bodega vio otro amante/ ebrio de tanto amor y tanto vino”.
Así somos Extremadura y los extremeños. Tierra, en general, de buena gente, con corazón noble, de sentimientos profundos, de principios sanos y comportamientos generosos; gente trabajadora, sufrida y resignada, que rara vez pide, ni protesta, ni reclama; gente que tanto ha sido a lo largo de los tiempos maltratada por el injusto reparto de los muchos bienes y materias primas que produce, pero que, luego, al carecer de transportes, industrias, medios de transformación y canales de comercialización propios y adecuados, pues se los llevan para otras ricas regiones que se quedan con la plusvalía y el valor añadido que les incorporan, dejando a los extremeños sólo las migajas, pese a que los producen y trabajan con el sudor de su frente.
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