Opinión

En los oscuros almacenes del museo

Aún recuerdo las tardes que, siendo un niño, pasaba colaborando en la desaparecida Sala Municipal de Arqueológica de los Jardines de la República Argentina. Era un edificio pequeño, con una serie de vitrinas en los laterales que recorrían la historia de Ceuta. En el centro podía verse la reconstrucción de una tumba romana bajo tégula y al fondo el magnífico sarcófago romano de las cuatro estaciones del siglo III d.C. La Sala de Arqueología tenía el encanto de las escaleras que bajaban hasta las galerías subterráneas del siglo XVIII. Era como entrar en el inframundo. Si tomabas el camino occidental llegabas hasta el triangular cuerpo de guardia, un espacio aprovechado para exponer parte de la magnífica colección de ánforas y piezas de anclas romanas. Toda esta exposición sobre la arqueología submarina ceutí fue obra desinteresada de Juan Bravo Pérez. En este insigne ceutí se unía la inteligencia, el afán investigador y una extraordinaria destreza para preparar ilustraciones y reproducciones en madera, plomo y piedra. Todo era muy artesanal, en el mejor sentido de la palabra, y muy humano. Había verdadera pasión en los pioneros de la arqueología ceutí entre los que destacan, por méritos propios, tres nombres: Carlos Posac, Juan Bravo y Emilio A. Fernández Sotelo. Yo empecé a colaborar con D. Emilio Fernández a la edad de quince años. Él me dio la oportunidad de participar en la primera excavación arqueológica sistemática que se hizo en Ceuta, realizada en un solar delimitado por la calle Jáudenes, O`Donnell e Independencia. Era el año 1985. Una vez que concluyeron los trabajos de campo en la primavera del año 1986 seguí acudiendo todas las tardes y los sábados por la mañana para echar una mano en el lavado del material y la clasificación del material arqueológico. Contábamos con una gran mesa en la que se extendían los fragmentos cerámicos e intentábamos reconstruir las formas originales. Se podría decir que era un puzle de miles de piezas de las más variadas tipologías y colores. El destino ha querido que treinta y cuatro años después regresara a la calle Jáudenes y, de manera más concreta, a apenas un par de metros de la situación de aquella primera excavación en la que participé muy joven, para dirigir una intervención arqueológica preventiva. En aquella excavación de mediados de los años 80 los testimonios de época romana fueron muy escasos. Todo se limitó a una moneda de Lucilla (164 d.C.), un fragmento de lucerna y un muro de destacable anchura que en la publicación de la memoria de esta excavación, su excavador relacionaba con la “muralla romana” de la calle Queipo de Llano.
Ninguno de los que participamos en la mencionada exploración arqueológica sospechamos que dos metros más allá aguardaba una importante cetaria construida en el siglo I d.C. Puede suceder, como ha ocurrido, en esta ocasión, que un equipo distinto de arqueología plantee un sondeo arqueológico y se quede a unos pocos centímetros de una pileta de salazones romana intacta. La diosa fortuna es caprichosa, o al menos esa impresión da, y para su rueda en la casilla de una u otra persona, tanto para lo bueno como para lo malo. Al margen de esta casuística, lo importante es poder asomarte al pasado de Ceuta, tomar los datos que puedas y con esta información intentar reescribir páginas perdidas de nuestra milenaria historia. La impresión, aún fresca, que tengo de lo visto en la calle Jaúdenes es la de un complejo industrial salazonero de singular magnitud e importancia. Apenas hemos podido arañar el subsuelo en unos días de frenético trabajo, y el color que asoma es el dorado. No me refiero a riqueza económica, sino arqueológica. Algunas piezas recuperadas son de gran interés no sólo para la reconstrucción del devenir histórico de Ceuta, sino también para el conocimiento de determinadas técnicas de fabricación de cierta clase de objetos romanos. Mi experiencia personal me ha llevado a estar convencido de la certeza de aquello que Carl Gustav Jung denominó lo psicoide. La materia, tal y como creían los alquimistas, tiene cierta capacidad de conciencia. Por tanto es posible establecer algún tipo de conexión con ciertos objetos que trasciende lo tangible. En mi caso, hay algunas piezas arqueológicas que me han cambiado la vida. Podría decir que las amo. No obstante, se trata de un amor totalmente desprendido. No siento ningún apego por ellas, ya que siempre tengo presente que no me pertenecen a mí, sino al pueblo de Ceuta. Me entristece mucho que ciertos objetos arqueológicos relevantes terminen en los almacenes o la caja fuerte del Museo de Ceuta sin que nadie pueda contemplarlos. Me siento como Indiana Jones al final de “En busca del Arca Perdida”. Como recordarán, después de jugarse la vida para encontrar el arca de la alianza y luego rescatarla de manos de los nazis ésta termina entre miles de cajas en unos almacenes estatales. La frustración del personaje de esta conocida serie cinematográfica es similar a la que sentimos los arqueólogos cuando determinadas piezas las sacamos de la oscuridad del subsuelo para conducirlas a los no menos oscuros almacenes de los museos. Lo que se merecen es que estén expuestas a la luz de nuestro presente para recordarnos nuestro pasado e iluminar el futuro. Cada día que pasa se hace más evidente la necesidad de que Ceuta cuente con un museo acorde a la importancia de nuestro patrimonio arqueológico y a la magnífica colección de materiales que custodia la institución museística ceutí. No es nada chovinista decir que nuestra ciudad puede aspirar a tener uno de los más importantes museos arqueológicos de España. Contamos con fondos museísticos muy sobresalientes, pero carecemos de unos gobernantes con suficiente visión para apostar de una manera firme por la cultura y el patrimonio como motor de desarrollo económico, cultural e identitario. Todas sus aspiraciones se limitan a cubrir, -a toda prisa y con pesadas losas de granito-, unas calles bajo las que se conserva un patrimonio arqueológico de una importancia inimaginable para muchos.

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