La época navideña es una época especial. Todos lo notamos, es algo que traspasa el origen religioso de la fiesta habiéndose convertido en parte de nuestro acervo cultural.
Los buenos deseos y las felicitaciones que en otra época sonarían extrañamente forzados o empalagosos, ahora se transforman en una moneda de cambio habitual que derrochamos sin medida y que nos provocan una sonrisa en la cara y un bienestar interior. La iluminación y el ambiente en la calle, las campañas solidarias de recogida de alimentos y juguetes, los días de fiesta o las copiosas comilonas contribuyen a esa predisposición, a sentir que no son días como otros cualesquiera. Nos sentimos mejores personas.
Esa sensación es agradable porque es la sensación más cercana que tenemos los adultos a cómo ven el mundo los niños. Incluso los detractores de la Navidad, que los hay, perciben que la bondad de la gente es más palpable que nunca.
Quizás la explicación esté en que el año se acerca a su fin y tenemos la necesidad de hacer balance de los últimos doce meses, de recapitular y hacer una purga para afrontar el inicio de año como un renacimiento personal. Es muy tentadora esa idea de renacer, de hacer borrón y cuenta nueva, ¿y qué mejor renacimiento existe que congraciarse con la humanidad?
Ahora que se acerca la Navidad he sabido de Gabriel. A Gabriel, un niño de 8 años de edad de Los Ángeles, en California, también le gustaba la Navidad. Es fácil suponerlo, siendo niño no hace falta mucho para tener esa inocencia, ellos no necesitan ese estímulo navideño extra para buscar la bondad en la gente.
Mientras dormía en el armario de su cuarto dentro de una caja atado y amordazado con grilletes en los pies, ya había sentido la sensación navideña un par de ocasiones en su corta vida. Aunque probablemente durante los ocho meses de tortura que sufrió antes de ser encontrado inconsciente con el cráneo fracturado, molido a palos, con dientes arrancados a golpes, quemaduras en la piel, costillas rotas y marcas de perdigonazos en las ingles, no llegó a comprender por qué su padrastro y su madre le hacían eso. Seguramente en su bondad murió sin entender nada y creyendo que él tenía la culpa de algo.
No quiero que se equivoquen, realmente me gusta la Navidad. En Navidad, hablar de buenos sentimientos es reconfortante. Es un motor muy potente en nuestras vidas. Nos sentimos con ganas de disfrutar del aire entrañable que se respira, de reunirnos con los amigos y pasar más tiempo en familia.
Y a pesar de estos buenos deseos, en India, recientemente una pequeña de seis años no recibió tan entrañable calor ni percibió la bondad como la percibimos la mayoría. En cambio fue violada, torturada, penetrada sus partes íntimas con un palo de madera y asesinada por un grupo de hombres.
Deben disculparme porque lo que le sucedió a esta niña o al pequeño Gabriel seguramente es incompatible con la bondad del sentimiento navideño y les puede que les cause cierto malestar, por decirlo con suavidad.
Verán, no estoy hablando de que en el mundo haya sufrimiento, injusticias o pobreza por la que también debamos preocuparnos. Tampoco estoy hablando de que haya gente comete atracos o secuestros para pedir rescates, ni de la violencia por enajenación mental, de la violencia machista, de atropellar a alguien bajo los efectos del alcohol, de ajustes de cuentas por temas de drogas, de vandalismo, de una reyerta con heridos o muertos o de corrupción.
Voy mucho más allá, de lo que estoy hablando es de la maldad pura, sin filtros, tal y como cualquiera es capaz de reconocer, de verdaderas aberraciones que no somos capaces de asimilar.
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