Opinión

Los orígenes y evolución del pan

El pan forma parte de los recuerdos de infancia de casi todo el mundo. Hace miles de años el pan se convirtió en sinónimo de “imprescindible”, pues nació de los primeros asentamientos en granjas situadas a orillas de los ríos, si se acepta que la civilización se constituyó de esta forma. Como necesidad humana básica, el pan se sitúa en tercer puesto, después del aire y el agua (Michael Batterberry). El pan, el aceite y el vino quizás fueron los primeros alimentos procesados en la historia de la humanidad (Toussaint-Samat).

Se cree que el pan de trigo levado con levadura y la molienda de la harina de trigo se originaron en Egipto hace unos cinco mil años (Rose Levy Beranbaum). Aunque, en la Wikipedia se informa de que hay estudios que demuestran que el pan se empezó a usar en 8000 a. C., concretamente en la época del Neolítico, cuando se produjo la transición del modo de vida nómada a la sedentaria con la agricultura (Harvey Lang, J.). Sin embargo, un estudio publicado en 2018 ha demostrado que la introducción del cereal en la dieta humana aparece al menos 4000 años antes (Arranz-Otaegui, A., et al).

Pero, ¿qué es el pan? El gran panadero francés Lionel Poilâne decía que cuanto más simples son las preguntas, más difícil es responderlas de un modo simple. Para él, era el alimento más común, hecho a base de harina de cereales, agua, sal y un agente leudante, pero también uno de los más complejos que existen, y el centro de un inmenso campo dietético, gastronómico y biológico.

Hacia el final de la era de la artesanía, el farmacéutico y agrónomo Antoine A. Parmentier definió el amasado del pan como una operación en la que la mezcla de levadura, harina, agua y aire produce una nueva sustancia con propiedades especiales, blanda, flexible y homogénea. Fue a partir de ahí cuando la mecanización tomó el mando y se produjo un gran maltrato a la nutrición humana. Primero aparecieron en Europa las levaduras de alta fermentación (siglo XIX) que redujeron el tiempo de fermentación de 10 a 5 horas. A partir de entonces se recurrió a productos químicos, con el fin de lograr un mayor peso del que la harina permitía, o dar un aspecto más blanco, a base de yeso, alumbre, sulfato de cobre, harinas de patata o de alubias. Más adelante se utilizó agua con ácido carbónico y se llegaron a patentar aparatos, como el panificador del doctor Douglish, que reducía la fermentación de 9 horas a 20 minutos. Todo lo anterior alteró la estructura del pan, durante tantos siglos símbolo del sustento humano (Sigfried Giedión en “La Mecanización toma el mando”).

Por ejemplo, la harina que se empezó a utilizar por los panaderos tenía una blancura superior a lo que se consideraba normal. Esto se consiguió, en principio, mediante los productos químicos que después fueron prohibidos. Posteriormente, mediante el perfeccionamiento de los molinos, que sustituyeron las piedras por cilindros de cada vez mayor precisión y capacidad de rendimiento. El objetivo era conseguir una mayor rentabilidad de la harina, haciéndola cada vez más fina y blanca, sin tener que esperar a que el periodo de envejecimiento natural de dos meses le diera ese color más blanco de manera natural. Lo que hicieron los molineros fue conseguir el remedio para el blanqueo y el envejecimiento artificial de la harina, infiltrando en el proceso corrientes de alto voltaje o infiltrando gases (cloro). De esta forma se introdujo de forma oficial en Francia, y posteriormente en Inglaterra y Norteamérica, el blanqueo comercial de la harina, en la que pesaban mucho las razones de la demanda, pero no las consideraciones humanas. Todo ello aportó una “fachada brillante y un producto más o menos artificial”.

Afortunadamente, la cosa empieza a cambiar. Ibán Yarza, en uno de sus últimos y documentados libros, “Pan de Pueblo”, además de mostrarnos bellas imágenes de las tahonas que siguen manteniendo abiertas los artesanos del pan que aún quedan en nuestra geografía patria, nos explica que uno de los incentivos para realizar su libro fue observar que desde hacía algún tiempo, estaban resurgiendo nuevas panaderías, con unas técnicas increíbles, que conseguían deliciosos panes.

Ya en 1837, el nutricionista americano Sylvester Graham nos dijo que la harina debería obtenerse de trigo entero, toscamente molido, y la masa ser cocida de forma que exigiera y asegurase un total ejercicio de los dientes y la masticación. Pero no solo esto, el pan debería conservar algo del sabor delicioso y de la delicada dulzura que los órganos puros perciben en la ingestión del buen trigo nuevo recién desprendido de la mies.

Cuando doy algún curso de pan, siempre pongo de referencia dos libros que para mí han sido importantes. “El libro del amante del pan”, del gran panadero francés Lionel Poilâne, en el que, además de descubrir los secretos del buen pan, nos introduce en el mundo del arte, el simbolismo, la política o la dietética, a través de este alimento básico. También el libro “Pan. Manual de Técnicas y recetas de panadería”, del panadero americano Jeffrey Hamelman.

Quiero acabar este artículo con algunas de las sabias reflexiones de este panadero y artesano: “Tengo la inmensa fortuna de ser panadero…Qué sentimiento tan maravilloso es echar la vista atrás, hacia los cientos de generaciones que han hecho pan antes que nosotros, y darse cuenta de que hemos heredado su experiencia acumulada. Cuando volvemos a mirar hacia delante, a las innumerables generaciones de panaderos que vendrán, nos damos cuenta de que estamos en el punto de apoyo de esta gran balanza, impregnados de profunda responsabilidad hacia el futuro, e igualmente impregnados de gratitud hacia nuestros colegas del pasado”.

Seguir fomentando el consumo del buen pan, así como su elaboración de forma artesanal, investigar sus beneficios para la nutrición humana, descubrir los lugares en los que se sigue practicando este arte tan antiguo, y buscar el punto de enlace entre la tradición y la innovación, es algo apasionante que merece la pena seguir practicando.

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