Estamos que lo tiramos en un final de temporada veraniega en que Gran Hermano nos va a alegrar las pajarillas, enseñándonos fauna renovada. No nos hacía falta porque tenemos en exceso, caminando por las calles y paseando osamenta.
No nos hacía ninguna falta porque llevamos tatuada en el alma, el lema de la superficialidad y la idiotez más supina como formas de existencia y la ambición de comprar por comprar en un mundo que vive de fagocitarse a sí mismo.
No se dan cuenta de ello las principales víctimas, los progenitores con edad de merecer, con vástagos a la carta que proyectan en sus órganos sensoriales todo lo que soñaron para ellos mismos en algún momento de sus vidas.
Isabel con más de setenta, con un marcapasos en su pecho que regula su vida en latidos parejos, recuerda junto a su marido enfermo de Alzheimer todo lo que significó estar plegada a las alas de sus hijos.
“Eran otros tiempos”, pensarán ustedes, pero no, porque si quieres, si los quieres en verdad vives para ellos. Es un esfuerzo titánico pensar solo en lo mejor para ti y respirar tranquilo. Por eso mismo, se les mima en exceso, se les trata como si fueran mercancía preciada en vez de hacerles ver que lo que tienen es por tesón y trabajo de los que los quieren , sin que sea necesaria contraprestación alguna.
No se es el mejor padre o madre porque des a manos llenas sino porque estás tú, que educas con reiteración de monje amanuense, construyendo una casa que es un refugio donde nada puede herirles o hacerles daño, porque estás de guardia para protegerlos. En algún experimento de la zona 51 nos han grapado en el ADN, la peregrina idea de que solo seríamos felices si teníamos en vez de si éramos, que las tiendas y grandes superficies son esencia de santidad y que la delgadez, la envidia , la estulticia , nos las han regalado los dioses para igualarnos a ellos.
No hay como ver un casting de Gran Hermano para darse cuenta de que hace mucho que la humanidad se agita en la podredumbre, que el formato está comprimido, que nos extinguimos como especie elegida vagando hacia la destrucción más absoluta, porque si los zombis llegaran solo comerían carne de carroña enlatada.
No hay como ir a unas pruebas de selección para que los niños accedan a algo que el resto de sus compañeros no, para ver las mandíbulas batiéndose, los padres enervados, los niños compulsivos y las gradas hechas un mar de orgasmos sensoriales, con móviles alzados en son de guerra buscando inmortalizar el momento crucial.
Hemos cambiado el ritmo de los acontecimientos, porque nos hemos hecho depredadores con camisetas de Pokemon.
Parimos engendros y ahí los tenemos siendo los dueños del planeta, sin solidaridad ni compasión, sin vértigo o vergüenza, sino enseñando implantes y dentaduras perfectas en la última edición de un experimento televisivo que allá por su primera entrega nos parecía fabuloso, por espiar las tripas a tanto jeta que se paseaba por los platos de Telecinco sin darse cuenta que le estaban sacando el tuétano de los huesos. Ahora muchos años después con la misma fantasmagórica puesta en escena, se recicla a sí mismo, se envalentona y los ascetas sueñan no con ovejas eléctricas sino con hacerse varios platós para salir del anonimato que te permite ir a donde quieras y ser uno más entre millones de habitantes de la Tierra.
Son orgasmos sensoriales de bobalicones que se miran al espejo y voltean la cabeza, que se quieren con pasión de gavilanes por haber nacido de pandereta escénica y que ahora pululan por casa imaginaria y amigos impíos, en sesiones de prime time revisadas por una Cúpula sin Buonarroti que se precie.
Que les coja confesados y con la ropa nueva, mis buenos amigos, porque amenazan con arrasar y meterse en nuestras vidas, vigiándonos y no dejándonos ni vomitar tranquilos.
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