Cuando tenía 25 años me enamoré. Ya me pasó a los 15, al despertar de una primavera que tuve que compartir con un invierno.
El primer amor adolescente fue escondido en la sima más profunda. Lo guardé, no dejé huellas, sellé el secreto conmigo mismo, lo disimulé las 24 horas del día los 365 días del año.
Sentí miedo, me paralizaba el terror de que alguien sospechara, se diera cuenta.
Así pasó mi adolescencia, buscando lo que había encontrado. Era el amor y el deseo que se sientan juntos en la clase, comparten pupitre, comparten amigos, comparten acampadas, comparten charlas y proyectos. Yo compartí el alma pero nunca se lo dije.
Me alié con el silencio, me enrolé en la guerra destinada a destrozarme las entrañas.
Después de naufragar en una brutal depresión a los 55 años decidí abrir la caja negra y sacar a la luz los acontecimientos que me hicieron permanecer en una cueva escondida por la vegetación salvaje. Tardé 35 años en hablar. Había años luz de distancia y estaba a salvo, aunque en realidad ya no necesitaba salvarme.
A los 29 años, los Dioses se volvieron a acordar de mí; bueno, no sé si fueron los dioses o los diablos que regresaron a hablarme del ayer.
Me volví a enamorar. Esta vez dejando un reguero de hechos, de palabras, de emociones, de admiración hacia la otra persona. Él nunca apostó por esa relación desde el primer momento pero yo decidí no rendirme, no desesperarme por el miedo a un vacío existencial.
Ver en el ojo de la mirilla, oír sus pasos, preparar todos los jardines de flores que uno pueda imaginar. Pero ya estaba escrita la crónica del desamor anunciado.
Ya, después de toda una vida siento las pérdidas en las cicatrices que no duelen, que ya no hay que curarlas, que se incrustaron en las pieles que habitamos.
Salgo a la calle, busco con un candil en la oscuridad de la edad provecta, espero agazapado la presa de amor, el trofeo añorado que se me escurrió de las manos y los brazos que no pudieron abrazar. Una boca que guardó besos sin respuesta, una complicidad sin cómplice.
Así estoy yo sin ti, sin saber quién eres y esperándote sin esperarte.
Recuerdo una canción de Víctor Manuel que escucho con los ojos húmedos del que perdió la partida.
Entre los restos del naufragio y la memoria
como una sombra, se alza en sus vidas
un tercero que no nombra, pero que estorba
y pone hielo en esta historia
Los dos pensaron que era un juego en realidad
después de casi treinta inviernos el final
Quién puso mas, los dos se echan en cara
quién puso más, que incline la balanza
quien puso mas calor, ternura, comprensión.
quién puso mas, quién puso más amor.
Sigue poniendo dos cubiertos en la mesa
y dos cervezas,
no existe noche que no sea un duermevela
y los recuerdos son un gran rompecabezas
dos hombres solos y la gente alrededor
son treinta otoños contra el dedo acusador.
Como cantó Mocedades... “Yo no estoy loco, estuve loco ayer, pero fue por amor”.