Opinión

La hora de las luces

La Ilustración significa el abandono del hombre de una infancia mental de la que él mismo es culpable. Infancia es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona. Esta puericia es culpable cuando su causa no es la falta de inteligencia, sino la falta de decisión o de valor para pensar sin ayuda ajena.
¡SAPERE AUDE! ¡Atrévete a saber! He aquí la divisa de la Ilustración”. Así definía el filósofo prusiano Immanuel Kant el conocido “Siglo de las Luces”, una época que alumbró una nueva forma de entender la sociedad en pleno siglo XVIII y en el que la francmasonería jugó un importante papel, siendo francmasonas casi todas las protagonistas de ese momento.
Este movimiento, que acabaría alumbrando la Revolución Francesa de 1789, anteponía, pues, la razón y el conocimiento frente al oscurantismo tenebroso, la superstición, el fanatismo, el aplastante dominio de los dogmas religiosos y la dominación y abuso que perpetraban desde siempre el estado absolutista y las Iglesias. Seguro que le suena.
La denominación “Siglo de las Luces” no es baladí, ya que se propugnaban las metafóricas luces de los conocimientos y no “la Luz” en singular, que se referiría a la iluminación divina y, por tanto, un planteamiento dogmático y por ende irrefutable a pesar de las evidencias.
Sin embargo, algunas de las filósofas sí creían en Dios. Ser antidogmática y creer en un ser superior es perfectamente compatible, la prueba.
El propio Voltaire, que conocería el exilio y la prisión por sus convicciones y escritos, afirmaba que el universo era como un enorme reloj, “y alguien tiene que ser el relojero” aseguraba. En el caso del autor de La Henriade, no se trataba de una negación de un ser supremo, sino de una lucha contra el poder de las Iglesias. Seguirá sonándole, espero.
Es más, François-Marie Arouet, verdadero nombre del ensayista, escritor y filósofo, en su obra La Henriade (1723), se posicionó claramente contra el fanatismo y la intolerancia. De hecho, lo explicó años más tarde, en 1764, en su Diccionario filosófico. Así, Voltaire afirmaba que “entendemos hoy en día por fanatismo una locura religiosa, oscura y cruel. Es una enfermedad que se adquiere como la viruela”. Como se puede comprobar, lo que era válido hace casi 300 años, desgraciadamente lo sigue siendo en los tiempos que corren. Cuán lamentable resulta no saber avanzar a pesar de la experiencia acumulada de las mentes más lúcidas.
Qué sensación más penosa la de comprobar que vamos para atrás. Estamos a mitad de camino entre la indignación y el miedo, sin ningún aporte más que silencios cómplices o litros de aire contaminado de odio. De locas.
Contemporáneo de Voltaire, y brillando con luz propia, era el filósofo, escritor y enciclopedista Denis Diderot que impulsó y coordinó la “Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios” en la que el mismo publicó más de 5000 entradas en áreas como la economía, las artes mecánicas, la filosofía, la política o la religión, entre otras. El autor de frases como “engullimos de un sorbo la mentira que nos adula y bebemos gota a gota la verdad que nos amarga”, o “cuidado con el hombre que habla de poner las cosas en orden porque poner las cosas en orden siempre significa poner las cosas bajo SU control”, comprometió a las mentes más preclaras para su Enciclopedia.
Decenas de personalidades de la época, como el antes citado Voltaire o Adam Smith, participaron en una obra que, sin duda, dio difusión a los conocimientos de una manera más racional, alejando las supersticiones y acercando el pensamiento crítico a una sociedad acostumbrada a los grilletes mentales. El tiempo no pasa, está claro.
Tampoco se puede obviar al suizo francófono, el polímata Jean Jacques Rousseau (fue escritor, pedagogo, filósofo, botánico y naturalista), que defendió a lo largo de toda su vida la justicia social, la participación del pueblo en todas las designaciones representativas.
Plasmó esas revolucionarias ideas en los cuatro volúmenes que forman “El contrato social o los principios del derecho político” publicado en 1762 y que, según algunos expertos, fue el detonador final de la Revolución francesa. Frases como “Renunciar a la libertad es renunciar a la cualidad de hombres, a los derechos de la humanidad e incluso a los deberes” o la férrea defensa de un sistema de democracia directa son parte del legado de Jean-Jacques Rousseau. Parece que estamos condenadas a no pasar de la casilla de salida.
Plasmar en este H2SO4 a todos los que aportaron su racionalidad en algo que cambiaría la historia de la Humanidad es imposible, pero sí debemos nombrar, entre otras muchas además de las citadas, a ilustres como Lavoisier (química), Newton, Lagrange y Monje (matemáticas y física) o la familia Jussieu (botánica). Todas tuvieron un denominador común: dejar los dogmas religiosos fuera de cualquier ecuación y la generosidad de trabajar por los demás, sin tener la certeza de ver el fruto de esa ingente labor. A pesar de las dificultades y de saber que no verían materializada su obra, llenaron el siglo de Luz cuando más falta hacía. Y en esas estamos…
Puede pensarse, y con razón, que las protagonistas del “Siglo de las Luces” eran una élite intelectual.
La diferencia entre esa élite y las que posteriormente vinieron, empeñadas en “salvarnos” a nuestro pesar, es que las Voltaire, Diderot y compañía pusieron sus conocimientos, sus reflexiones y su saber al servicio de quienes menos posibilidades tenían. La diferencia es obvia.
En estos tiempos de galopantes tinieblas, a una le dan ganas de gritar lo que dijo Goethe poco antes de morir: “Luz, más Luz”.
Luz contra una intolerancia que cada vez nos hace retroceder a los tiempos en los que pensar a contracorriente era sinónimo de hogueras y de cadalsos.
Luz contra el dogmatismo galopante que se antepone al librepensamiento y que, a poco que se le deje (venga de donde venga) nos hará creer de nuevo que la tierra es plana, que el astro rey gira en torno a nuestro ego, o que las mujeres son seres impuros e inferiores.
Luz para la falta de Fraternidad que provoca que un color de piel diferente, un acento distinto o un pasaporte de otro color que el nuestro sea, automáticamente, equivalente a enemigo.
Luz para la Fraternidad que debemos fortalecer entre nuestras iguales y saber entender que, si nos une mucho más que lo que nos separa, tenemos el deber de poner en práctica lo que escribía el argentino José Hernández en su obra Martín Fierro: “los hermanos no pelean, esa es la ley primera, porque cuando los hermanos pelean los devoran los de fuera”. Axioma.
Luz para aclarar las mentes que, en situaciones como las que vivimos, se manipulan cada vez con mayor facilidad. Dirigir las masas como un rebaño de ovejas se ha vuelto de una sencillez pasmosa, tanto que algunas poderosas, desde allende nuestras fronteras, no dudan en fomentar situaciones de caos. La carambola es sencilla de entender: se provocan acciones que conllevan reacciones y las consiguientes acciones de respuesta que, a su vez, terminan desestabilizando el país. Es algo tan evidente que, quizás por eso mismo, nadie parece poder o querer verlo.
Luz para que todas entendamos que la defensa de la sanidad, de la educación y de los servicios públicos, en general, no son un privilegio sino un derecho, y que se destruyan esos servicios públicos es un ataque directo hacia las más vulnerables y una ganancia sustanciosa para las poderosas compañías privadas.
Bien es verdad que en este H2SO4 nos seguimos preguntando por qué necesitamos Luz para poder ver algo que resulta tan de manifiesto, pero es lo que hay…
Luz para darnos cuenta de que somos imbéciles y que estamos destruyendo, o dejamos que otras destruyan, el único planeta que tenemos para vivir.
Luz para seguir avanzando, poniéndole proa al temporal de la intolerancia que nos invade, porque darles la espalda a los problemas, o ignorarlos/minimizarlos, los hace más fuertes, más soberbios, más imparables, y las consecuencias ya la conocemos de sobra. Qué pena de memoria desaprovechada.
Luz para que entendamos, de una vez por todas, que todas las personas nacen libres e iguales, y que mientras una de nosotras esté encadenada, el resto seguirá esclavizada a la cuerda de presas.
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero quizás haya llegado el momento de sacar la cabeza de debajo del ala y poner nuestras mentes a trabajar por un mundo diferente en las que los dogmas religiosos y políticos de cualquier índole ya no tengan cabida. ¿Utopía? Considérelo como quiera, pero la realidad es suficientemente terrible como para osar pensar de verdad en clave de Libertad, Igualdad y Fraternidad.
En el hipotético caso en el que nos comprometiésemos a trabajar para aportar Luz (y eso ya es mucho pensar, lo sé) a una sociedad en la que la oscuridad gana enteros por momentos, deberíamos empezar a plantearnos que aquí no sobra nadie y que, por lo contrario, falta hacemos todas.
Somos necesarias todas las que opinamos que retroceder es lo contrario de avanzar y que el librepensar es el mejor antídoto frente a un “non plus ultrismo” que pretende cercenar las conciencias y estancarnos en un pantano de estéril intelectualidad al servicio del poder, sea del color que sea.
Seamos, pues, coherentes, afanémonos por reunir lo disperso, unamos nuestras voluntades, nuestras buenas intenciones y lucidez para ofrecer a las generaciones futuras (nuestras hijas y nuestras nietas, sin ir más lejos) una sociedad en la que atreverse a pensar no sea demonizado… en la que tan simplemente se permita pensar. Sitios no faltan para poder producir esa Luz y ponerla al servicio de quienes más la necesitan. Se trata solo de querer encontrar esos lugares y de tener la voluntad de comprometernos con nuestro tiempo y con nuestra gente. Fácil de entender, muy fácil.
Definitivamente, si tuviésemos solo un pelín más de raciocinio que las vacas que ven pasar el tren, deberíamos urgentemente iniciar nuestra particular “HORA DE LAS LUCES” para iniciar un camino que ya se antoja de supervivencia ética, moral e intelectual.
A modo de punto de partida, quizás sea adecuada una cita que fue clave en el Siglo de las Luces y que, trescientos años después, sigue siendo una referencia crucial y de una brutal actualidad.
Así, en su Enciclopedia, el propio Diderot sentenció:
“En efecto, el objetivo de una Enciclopedia es reunir los conocimientos dispersos, de mostrar el sistema general a los hombres con los que vivimos, y transmitirlos a los hombres que vendrán después de nosotros de manera que las obras de los siglos pasados no sean obras inútiles para los siglos sucesivos, que nuestros nietos, al ser más instruidos, sean al mismo tiempo más virtuosos y más felices y que nosotros no desaparezcamos sin haber aportado algo al género humano”.
Ahora, le toca a usted decidir si quiere “Luz” o “Tinieblas” y le corresponde saber si quiere aplicar la máxima de Kant “SAPERE AUDE” o quedarse con lo que le dicen que debe ser lo política, moral y socialmente correcto.
Así de simple. Así de terrible.
De nuevo, nada más que añadir, Señoría.

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