Asombrados, espantados e impotentes, los Presidentes de Ceuta y Melilla solicitaron una reunión urgente con una representación del más alto nivel del Gobierno de la Nación. Se celebró. El resultado no ha podido ser más decorazonador. Se puede resumir en una frase vertida por uno de los participantes en aquel cónclave: “Marruecos no quiere saber nada de lo que ocurre en las fronteras de Ceuta y Melilla”. Esto, que ya se intuía por la tozudez de los hechos, ha quedado de algún modo oficializado como una condena sin posibilidad de apelación alguna.
La fluida permeabilidad de la frontera entre Ceuta y Marruecos es un factor determinante que condiciona el funcionamiento de nuestra Ciudad en todos los órdenes de la vida social. Lo que sucede en aquel reducido espacio, devenido en un singular “ojo del huracán”, se proyecta y agigante sobre el conjunto de la Ciudad. Esta no es una situación sobrevenida, sino la consecuencia de un proceso que se ha ido desarrollando de manera espontánea y anárquica al dictado de las pautas de la actividad económica; y al margen de la planificación y el control de las administraciones competentes. Lo que empezó siendo una “importación” limitada de mano de obra, se ha convertido en una absoluta desconfiguración del mercado laboral en el que el empleo clandestino campa a sus anchas con el beneplácito generalizado. El “comercio atípico”, que constituía en origen una actividad complementaria, se ha convertido en el pilar básico del sector privado. El turismo (básicamente comercial) procedente de Marruecos, que sólo era una anécdota, es hoy la “referencia de presente y futuro” de la recuperación económica (la ciudadanía en general, y los empresarios en particular ya saben y reconocen que “vivimos de la gente de Marruecos”). Todas las expectativas de negocio (salvo las relacionadas con la contratación pública) tienen como atractivo fundamental (prácticamente único) satisfacer la demanda de una clase media que crece en Marruecos a ritmo de crucero en cantidad y calidad (poder adquisitivo). A estos hechos tenemos que sumar los efectos de los (imparables) movimientos migratorios que encuentran en nuestra Ciudad una puerta de entrada natural, a pesar de que los Gobiernos Europeos (y el español en concreto) se empeñan en cerrarla de una manera violenta y antidemocrática “suspendiendo los derechos humanos”, directamente o mediante un vergonzoso sistema de subcontratación.
La consecuencia de esta diabólica combinación de factores, es la realidad que vivimos cotidianamente en el entorno del Tarajal, que nos tiene tan perplejos como sobrecogidos. Entre otros motivos porque tiene un tremendo impacto psicológico sobre la población que cada vez percibe con más pena que “Ceuta no tiene arreglo”. Hemos llegado a un punto en el que no podemos retroceder y no sabemos avanzar. El cierre hermético de la frontera (reclamado en ocasiones como fruto de la desesperación) es, en estos momentos, una quimera. El grado de dependencia de “la frontera” es tan elevado que su cierre conllevaría un conflicto social de proporciones inasumibles (además de una indeseada colisión con los intereses de Marruecos). La alternativa es la regulación de aquel espacio devolviéndolo a las coordenadas del derecho. La realidad del Tarajal exige la existencia de un Convenio entre España y Marruecos con una normativa específica que regule derechos y obligaciones, incluyendo aquellos que requieran cambios en la legislación de ambos países. Pero. ¿Qué sucede cuando una de las partes por un interés de mayor rango se niega pactar un Convenio de esta naturaleza? En ese caso, estamos condenados a vivir en un caos convulso y agitado que opera como una bomba política de un fuerte poder destructivo. Marruecos (que no ha renunciado, ni lo hará, a anexionarse Ceuta y Melilla) no quiere “ni oír hablar” oficialmente de la frontera con Ceuta (para ellos inexistente, bajo el argumento de que no puede haber una frontera entre poblaciones del mismo territorio). Este posicionamiento político nos lleva al borde del abismo.
La dramática novedad es el reconocimiento público del Gobierno de la Nación de su incapacidad para “convencer” a Marruecos de un cambio de actitud. Dicho de otro modo, el Gobierno de España ha dado por perdida esta batalla. Nos ha dicho que la única solución posible, no es posible. Ni Marruecos quiere ni ellos pueden. A todo lo más que podemos aspirar (y con cuenta gotas) es a mejorar alguna infraestructura o ampliar alguna plantilla de funcionarios (sobre todo de cuerpos de seguridad). El equivalente a “vaciar el mar Mediterráneo con un cucharilla de café”.
A partir de aquí, y como siempre, elegimos entre dos caminos. La resignación o la lucha. O nos acostumbramos a vivir en el infierno (salvaguardando a duras penas unos mínimos de calidad de vida), esperando que el paso del tiempo vaya tomando “nuestras” decisiones; o emprendemos un movimiento reivindicativo de mayor alcance (instituciones europeas) que permita revertir esta funesta dinámica.
El problema es que somos pocos, mal avenidos y con escasa conciencia. No sé si será suficiente para detener el huracán.
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