Cleveland no es la ciudad más bonita de los Estados Unidos, ni el ambiente de sus calles es el más animoso; a pesar de sus casi quinientos mil habitantes, la sede de condado del Cuyahoga es una de las muestras más paradigmáticas del estado anodino de Ohio. Muchos edificios por aquí y por allá, abundante terreno por habitar y cientos de miles de ciudadanos adormecidos por tradición. Desde luego ni el estado ni la ciudad son los más entretenidos para un muchacho joven y adinerado. Sin embargo, cuando un pueblo te acoge, te irgue cual rey, te da todo lo que tiene y tú no lo rechazas sino que, al contrario, te alimentas de ello, contraes una eterna deuda moral con quienes han contribuido a forjar tu figura y tu personalidad, una parte esencial de lo que hoy eres. Este es el caso de LeBron James, el alero nacido en Akron (en el mismo Ohio), quien después de siete temporadas en blanco con los Cleveland Cavaliers y tras la expiración de su contrato ni siquiera ha trasladado a la cúpula de la franquicia de Cleveland, que le había ofrecido una suculenta renovación, su marcha a Miami. Un LeBron más mezquino aún si cabe del que habíamos conocido hasta ahora, que parece haberse olvidado de los esfuerzos de los Clevelanders para construir un equipo duro y elástico que le permitiera alcanzar el ansiado campeonato.
No se puede negar que “King” James ha tenido un vestuario apto para ganar un anillo de la NBA si no hubiera sido por su enfermiza obsesión de no compartir el balón con el resto de compañeros, pues, si bien la individualidad es suficiente para campear victoriosamente durante la temporada regular, cuando llega la hora de los “playoffs” un hombre no puede batir a cuadros tan compactos; Michael Jordan, Larry Bird, Shaquille O’Neal, Kobe Bryant o Kareem-Abdul Jabbar no lo consiguieron sin hacer partícipe a sus equipos. Esta situación de constantes fracasos durante siete temporadas es culpa, en una medida enorme, del ego intratable de James; los mismos Cleveland con cualquiera de los jugadores citados hubieran cosechado como mínimo menos dos anillos en el mismo periodo de tiempo. Los frutos recogidos por el divo de Akron componen el desolador reflejo de su estilo de juego: dos MVP’s de la temporada y una sola final de la NBA en siete años; la victoria de la individualidad y el desplome del colectivo.
Después de despreciar al estado donde nació, al equipo que le formó y al pueblo que le labró su trono áureo, James formará una tripleta de ensueño con dos superestrellas como Dwyane Wade y Chris Bosh en la exótica Miami. Parece que sus sonadísimos fracasos le han hecho comprender que no podrá igualar la epopeya de Jordan de impulsar un equipo sin grandes talentos, ni siquiera la hazaña que Kobe Bryant está llevando a cabo con unos Lakers paupérrimos, amén del titánico Pau Gasol. Pese a sus galácticos compañeros LeBron tendrá que comenzar a plantearse la nueva temporada con calma, si tan sólo se le pasa por la cabeza que lo tiene hecho con la compañía de Wade y Bosh está más que equivocado; una mirada hacia atrás en la historia, específicamente a los “cuatro magníficos” (Kobe Bryant, Gary Payton, Karl Malone y Shaquille O’Neal) de los Lakers y su dolorosa derrota en las finales de la NBA frente a los Pistons de Chauncey Billups por 4-1 en 2003, puede servir a “King” James como lección de la dureza con la que se puede estrellar un conjunto estelar. Aunque si aconteciera una debacle de este estilo el alero podría consolarse con las llaves de la ciudad que Miami le entregó junto a sus dos nuevos compañeros. Llaves que, por cierto, han sido entregadas como señal de agradecimiento por firmar su contrato y no por sus respectivos méritos deportivos; lo nunca visto.
Como no ha tardado en comentar recientemente el propio LeBron ahora es cuando comienza su camino hacia la historia. Pero no hacia la historia que le hubiera gustado a ese chiquillo de Akron que soñaba con superar a Michael Jordan. Eso ya no podrá ser; Jordan nunca hubiera cometido una felonía semejante. El pequeño niño que quiso batir a “Air” se ha quedado en un somero LeBron James, una copia defectuosa de lo que debería ser un deportista dentro y fuera de su supuestamente amado trabajo.