Categorías: Opinión

Odio el racismo y la xenofobia

La dignidad del ser humano es indisociable del principio de igualdad. No es posible articular un espacio de convivencia sin partir de un intransigente respeto a esta condición. Por ello no existe un sentimiento más repugnante que aquel que separa almas primigeniamente idénticas. El racismo, la xenofobia o el machismo, son funestas expresiones de una execrable discriminación  entre iguales. La enfermedad social por excelencia. Todas las personas de bien tienen la obligación de combatirla activamente. No caben la indiferencia, ni la abstracción, ni la tibieza.
Es incómodo hablar de esto en Ceuta. Por eso hay que hacerlo. Estremece reconocer que el racismo sigue instalado en un sector muy amplio de nuestra sociedad. Tenemos mala conciencia que pretendemos aliviar con insufribles dosis de hipocresía. Pero esta cobarde actitud no resuelve el problema. Sólo  lo enquista y lo pudre. Es conveniente afrontar la verdad, porque es el único modo de erradicar el mal.
La ciudad idílica de las cuatro culturas, la que presume de practicar una convivencia perfecta exportable universalmente y se ofende cuando se habla de racismo, ruge con inusitada ferocidad, escondida en el anonimato, cada vez que se suscita algún conflicto social con algún tipo de connotación racial. En el tratamiento dispensado a los menores no acompañados disponemos de un termómetro muy fiable. Desgraciadamente las cosas no mejoran. Hemos tenido la oportunidad de comprobarlo recientemente.
No se puede comprender el odio que despierta este colectivo de personas desvalidas en tanta gente. Es cierto que en determinadas ocasiones, alguno de estos jóvenes, ha cometido delitos o propiciado situaciones violentas. Quien así actúe debe ser sancionado con la severidad que merezca la acción reprobable. Pero lo que no se puede consentir es la identificación del individuo con el colectivo. Para los inquisidores de nuevo cuño, crueles hasta el tuétano, no es un individuo concreto el que actúan incorrectamente sino “los MENA”. Sin conocerlos, sin distinción, sin información. Todos criminalizados por su condición. Esa es una expresión implícita e inequívoca de racismo y xenofobia. ¡Que se vayan a Marruecos! vociferan, despiadados y envilecidos los energúmenos, ufanados de su embrutecido alegato Son  incapaces de distinguir un alma human entre la maraña de miseria en la que se ha visto condenada a sufrir. Cuando ya se agotan los argumentos, los más inteligentes recomiendan que “nos los llevemos a nuestras casas” quienes no admitimos su racismo. Es imposible no sentir vergüenza ajena ante tanta barbarie y estupidez.
Tampoco ayudan mucho los líderes políticos. Quienes nos gobiernan se afanan en presentar esta cuestión como un problema político y económico. Unos, exhibiendo impúdicamente el coste de cumplir con la obligación legal de tutelar a estas personas; y otros, intentando señalar a los responsables en el país de origen. Esta forma de proceder sólo sirve para azuzar y legitimar a los inconscientes enemigos de la vida. Independientemente de la veracidad de esos argumentos, es una forma absolutamente desenfocada de tratar el asunto. Lo esencial es el drama humano que representa un menor en soledad. La incondicional protección de los menores, universalmente reconocida, debe ser entendida y practicada como un axioma. No caben matices que erosionen este principio. La condición de menor debe prevalecer inexcusablemente sobre cualquier otra. ¿Qué clase de sociedad estaríamos construyendo en caso contrario? Entender esto no debería ser complicado. Basta con mirar a los ojos de algún menor de nuestro entorno más íntimo, rodearlo de miseria y abandonarlo en un lugar extraño y hostil. Y reflexionar. Entre la situación hipotética y la real sólo media la suerte.
Por eso es momento de aplaudir la iniciativa del Gobierno de la Ciudad. Aunque haya tardado once años en entender la importancia que tiene para el fortalecimiento de la conciencia colectiva tratar dignamente a los menores. A todos los menores. El traslado de los que son extranjeros, y no están acompañados, a unas instalaciones nuevas, modernas y bien equipadas, debería ser objeto de plena satisfacción para todos.

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