Era una madrugada como la que acabamos de dejar. 29 de septiembre de 2005. Las presiones ejercidas por las fuerzas marroquíes tenían un desenlace tan dramático como inesperado. Cientos de inmigrantes se ponían de acuerdo para escapar de esa presión. El objetivo era llegar a Ceuta. Varios lo consiguieron. Otros murieron enredados en las concertinas o por los disparos más cobardes, realizados por la espalda. De algunos nunca más se supo y el descontrol imperante en el lugar alimentó todo tipo de rumores o no. Nunca se sabrá del destino de aquel bebé que los subsaharianos dijeron que una mujer llevaba a la espalda. Ni tampoco de los que quedaron, al otro lado del vallado, heridos. Hoy, ocho años después del episodio más trágico que en materia migratoria ha vivido Ceuta, poco se sabe de la verdad de aquella madrugada. Nunca hubo culpables entre rejas por lo que fueron asesinatos en toda regla. España y Marruecos se acusaron mutuamente de los disparos, mientras que la Guardia Civil concluyó sus investigaciones negando cualquier relación con aquellas muertes. Pasado el tiempo, Marruecos difundió una lectura en la que las disculpas tapaban lo que debía haber sido una condena en toda regla. Las fuerzas españolas también se vieron desbordadas. El ahora director del CETI, que por aquel entonces mandaba las filas de la Guardia Civil, Carlos Guitard, ordenó el rechazó de muchos de los subsaharianos que habían conseguido cruzar la doble valla. Se actuó bajo las órdenes de una Delegación del Gobierno incapaz de controlar lo que estaba pasando. Jerónimo Nieto, delegado del Gobierno con el PSOE, comparecía junto a Fernández de la Vega para escenificar una ridícula forma de explicar lo sucedido. Ridícula porque era imposible responder la pregunta que todos se hacían. ¿Por qué? Semanas antes de aquel asalto, El Faro visitaba los campamentos de los montes cercanos a la frontera con Ceuta. Sus moradores reconocían la presión a la que estaban siendo sometidos, soportando noches en las que las redadas se hacían con perros, en las que se desmantelaban las tiendas de plástico, en las que no podían siquiera salir a buscar comida o agua para alimentarse por miedo a ser detenidos. De aquel acoso nació el conocido como asalto a la valla. Una asalto en el que participaron entre 500 y 600 inmigrantes, aunque poco menos de doscientos fueron los que consiguieron llegar a Ceuta. Tras el paseo de una comitiva de parlamentarios europeos para ‘vender’ una política en defensa de los derechos humanos, Marruecos se dedicaba a expulsar a los supervivientes al desierto. Médicos Sin Fronteras, por aquel entonces aún presente en territorio marroquí, denunció la muerte de varios sin papeles, sin que ninguna autoridad europea moviera sus posaderas para hacer cambiar lo que estaba pasando: una atrocidad narrada en directo. Y hoy, ¿qué ha cambiado? Ocho años después, Ceuta y Melilla siguen actuando a golpe de impacto. Las fuerzas de seguridad están vendidas a una imprevisión absoluta de los estados, mientras que los partidos políticos se enfrentan a bochornosos e inmorales debates sobre quién blindaba mejor las fronteras. Está claro que ni el PP, que llegó a mantener a más de 3.000 inmigrantes en Calamocarro mintiendo públicamente sobre estas cifras, ni el PSOE, cuya permisividad en las expulsiones de subsaharianos en 2005 fue de libro, han sabido idear políticas adecuadas que eviten que hombres y mujeres sigan siendo víctimas de atrocidades a las que nunca la justicia pondrá pena. Al grito de ¡avalancha!, policías nacionales y guardias civiles se veían obligados a rechazar inmigrantes en territorio español hace tan solo unas semanas. Un caos escenificado en plena playa del Tarajal en donde hombres y mujeres, enfundados en uniformes, bordean la legalidad obligados por una presión que la clase política es incapaz de controlar.
De vallas, millones y muertes
Cifras: millones y muertes. La historia reciente de la inmigración viene marcada por el incontable número de millones que se ha invertido para blindar las fronteras sur de Europa. A una valla le siguieron otras, la altura fue en aumento, se le sumaron concertinas, sirgas, alarmas, mallas... Ceuta y Melilla se blindaron para vetar la entrada de hombres y mujeres que cada día salen del África subsahariana con un pasado que enterrar y un futuro probable. En el camino quedan muertes, violaciones, injusticias. Las mujeres entran en el CETI y piden abortar. Los hombres quizá se vean obligados a cumplir con lo marcado por las mafias que han posibilitado su acceso. En el mar ni se sabe la de personas que han podido fallecer en naufragios conocidos o no. El mundo es incapaz de organizar el mayor de los movimientos humanos que, basado en injusticias, busca el camino. Y ante todo este desaguisado, los países actúan a su manera, cambian leyes de extranjería, obvian los derechos y utilizan a sus policías para que pongan veto a los que huyen. Los dramas se llevan a casa y sobre el terreno queda inestabilidad.