En estos días pasados he cumplido ochenta años y uno más... Nunca imaginé que llegaría a tantos. A trancas y barrancas, jugué las correspondientes prórrogas y ahora estoy, como en fútbol, en las tandas de penalties. Por tanto, ya tengo asumido que más pronto que tarde, la señora de siempre (por estas tierras también la llaman Hisha Jandisha), conseguirá vencerme. Bueno, tampoco es para lamentarse, cuando tanta gente está sometida a los zarpazos de ese enemigo invisible, cabrón vigilante de nuestras imprudencias, las que nos hacen creer que los que se mueren son los otros. Y lo peor es, como ha escrito el neurólogo Marcos Altable, difícil será liberarnos del “bicho”, a pesar de las vacunas, pues aún con éstas no es extraño que acabemos arrastrando secuelas de todo tipo, de lo que se deduce que hay pandemia para rato.
Con estos ochenta, he vuelto a recordar aquello que se me ocurrió escribir en el margen de “Prepararse para bien morir”: “Llegó la hora de cerrar los libros; de abrir las ventanas y desplegar las alas”. La vida se queda corta. Es mi chantra favorito. Las celebraciones, pues, las tendré que dejar para más adelante. No es el momento adecuado para soplar velitas o romper piñatas. Me parece que optaré por explicarle a mi nieta Marina algo acerca de su próximo examen de Literatura. Mi penúltima lección presencial... Se trata del Modernismo: Juan Ramón, Valle, Los Machado, etc. Y el gran Darío, que fue, desde París, quien se propuso educar a los poetas españoles a vivir enun exquisito cosmopolitismo.- En la vida y en las artes. Su alumno más aventajado fue Manuel Machado, el hermano mayor de Antonio. El bueno de Antonio, con el que toda España, ha dicho mi amigo Rogelio Reyes, tiene una gran deuda de gratitud.
Manuel y Antonio Machado fueron como dos hermanos siameses. Juntos, hasta en las correrías de juventud
Manuel y Antonio Machado fueron como dos hermanos siameses. Juntos, hasta en las correrías de juventud. Por burdeles y los antros bohemios del Madrid de finales del XIX, en los que se reunían los quejumbrosos por la pérdida de las colonias americanas y preparándose para recibir los inmediatos desastres africanos: Antonio se retiró pronto de estos caminos de perdición, así gusta calificarlos los sátrapas del catolicismo español. Manuel, sin embargo, continuó haciendo gala de su donjuanismo y pecador continuo. Mas fue la guerra civil, la maldita guerra del 36, la que los separó. Antonio acabó muriendo, engrosando la lista de exiliados, en un pueblecito cerca de la frontera entre Francia y España.
A Manuel le obligaron a quedarse en Burgos (tenía él y su mujer los billetes para regresar a Madrid, el mismo 18 de julio). La ciudad estaba tomada por los militares sublevados. A partir de ese momento, tuvo que apechugar el resto de su existencia con la etiqueta de franquista, incluso de traidor a la República, viéndose obligado por miedo, a escribir versos laudatorios a los generales rebeldes, en especial los que le dedicó a uno de ellos, bajito, de voz atiplada y regordete, más conocido a por sus compañeros de promoción como “Paquita, la culona”. A Manuel Machado no le hizo ningún bien aquella “Oda” a Franco; “De tu soberbia campaña, caudillo noble y valiente, ha resurgido esplendente una grande y libre España”. Fue la razón fundamental para que otros poetas, que anteriormente lo habían ensalzaron, lo denigraran. De injusticia calificó esta actitud el mismo Borges, que no dudó jamás en considerarlo como un lírico excepcional.
Cuando el Modernismo desaparece, también lo hizo la consideración de una estética que hacía de la belleza un “Ars vivendi”
Cuando el Modernismo desaparece, también lo hizo la consideración de una estética wur hacía de la belleza un “Ars vivendi”. Con él, acaba de igual manera, las formas epigonales románticas “¿Quién que es, no es romántico?”, había exclamado Rubén Darío, como una fatídica lamentación. Después, no se retrasó el estallido de la Guerra del 14 y el mundo cambió de rumbo. Hasta hubo otra pandemia, la “la gripe española” que, como lo que hoy padecemos, diezmó a millones de seres. Estarán conmigo pues, que celebrar estos ochenta y uno, no es lo más acertado. La Magdalena, evidentemente, no está para tafetanes.